lunes, 8 de agosto de 2011

LA ÚLTIMA ODISEA DE KUBRICK

Por Eduardo García Aguilar
Las máscaras utilizadas en la orgía de Eyes Wide Shut (1999), la escafandra del astronauta y el disfraz del gorila inteligente de 2001 : Odisea del espacio (1968), los muebles psico-eróticos del bar de Naranja Mecánica (1972), la falda y el sofá amoroso de Lolita (1962), las prendas romanas lucidas por gladiadores y patricios romanos en Espartaco (1960), todos los objetos posibles estaban reunidos en la espléndida exposición sobre la obra total del gran cineasta Stanley Kubrick, que acaba de concluir en la Cinemateca francesa de Bercy, en París.
La exposición ha recorrido el mundo y para esta ocasión las autoridades cinematográficas tuvieron que destinar los últimos dos pisos del extraño edificio moderno de Geary, donde antes funcionó por décadas el Centro americano. La zona se ha convertido en uno de los más novedosos recodos futuristas de la ciudad, pues a un lado está el gran coliseo verde prado de Bercy, donde ocurren todos los conciertos de las estrellas del pop y al otro, la dúctil pasarela Simone de Beauvoir que conduce sobre el Sena hasta la Biblioteca Nacional François Mitterrand, enorme reproducción de cuatro libros abiertos en vidrio y metal donde están archivadas todas las referencias bibliográficas.
Desde un ámbito amplio, aireado, lleno de espacios verdes junto al río, el cinéfilo se introduce al retorcido edificio de Geary y toma el ascensor que lo llevará a encontarse con el mundo excéntrico de Kubrick. Una perfecta escenografía para llegar al universo siempre moderno, inaqietante, desestabilizador, del neurótico cineasta neoyorkino adoptado por Londres, cuya obra escasa y minuciosa ha adquirido el cáracter de un símbolo del siglo XX proyectado hacia otros siglos, como si ya desde antes, cuando empezó de adolescente en 1941 a tomar fotos periodísticas para la revista Look, tuviera claro su designio de mirada única.
En la primera sala estrecha, donde el público se presiona como sardinas en medio del sopor veraniego, se ven la vieja silla del director, la oxidada cámara cinematográfica portátil de los corresponsales de guerra, la máquina de escribir modelo Lettera de sus scripts y varios documentos de los inicios de su carrera cinematográfica dedicada a hacer películas negras de bajo rango que, sin embargo, ya tenían en sus imágenes y mundos gangsteriles la extrañeza de su talento. En las pantallas vemos escenas de un asesinato en un hipódromo o la riña de un boxeador con su amada y el amante de su novia en sórdidos ambientes neoyorkinos que nos revelan el ángulo visual y moral de Kubrick. Aquí se proyectan imágenes de Miedo y deseo (1953), El beso del asesino (1955) y La Ultima razzia (1956), al lado de cartas conflictivas con productores, contratos, guiones escritos a máquina y subrayados, facturas. Una inmersión en blanco y negro de los años 50, donde ya se perfila la explosión estética y cultural de los 60, algo que sólo ocurre una vez cada siglo.
Luego pasamos a la sala de El Sendero de la gloria (1957), película sobre los horrores de la Primera Guerra mundial, primera en convertirse en obra de culto prohibida porque planteaba en su momento problemas en torno a la ética militar y cuestionaba lo castrense en tiempos de airados patriotismos, macartismo y persecución implacable de disidentes a uno y otro lado de la Cortina de hierro, en medio de un balet de espías y sórdidas tramas. Kirk Douglas aparece en la pantalla representando a ese militar que se enfrenta a sus jefes y defiende a sus reclutas, y luego vemos una y otra vez la escena del fusilamiento de soldados inocentes que sólo fueron chivos expiatorios de una máquina trituradora de humanidades.
Lolita (1962) nos recibe después con la ligereza de su precoz libertad, metáfora de la pronta liberación que traerá la generación del Peace and Love y el hippismo. Todavía estamos en un mundo de conveniencias y formalismos, pero ella ya se ha liberado. Sue Lyon, la actriz de 14 años, aplastada para siempre por este personaje, se nos aparece en las pantallas mascando chicle y mostrando su cuerpo al viejo seducido Humbert Humbert. En la sala sentimos la presencia de Valdimir Nabokov cuando observamos tirado por ahí como una mariposa el traje de seda de la niña o sus muñecas probables junto a un sofá rojo de amor con forma de labios.
Y de repente, en otro mundo, accedemos a tres salas que reúnen objetos, maquetas, trajes de tres obras maestras de una desatada modernidad apocalíptica: Doctor Folamour (1964), 2001: Odisea del Espacio (1968) y Naranja mecánica (1972), emblemas de una década que salta excepcional sobre todas las otras del siglo y que Kubrik vivió más como precursor lúcido lanzado a los extremos que como simple protagonista. Tres obras maestras donde confluyen los fantasmas de la deflagración inminente y el fin ineluctable de la humanidad. Kubrick coleccionaba todas las escenografías, utilerías, vestimentas, documentos burocráticos y por eso palpamos en la exposición la penumbra y los diseños dieciochescos de Barry Lindon (1975), los espacios laberínticos de la locura en Shinning (1980), o la reincidencia en el cuestionamiento militar en Full Metal Jacket (1987).
Y como en un maratón desembocamos luego en el amplio espacio de la que creyó su obra maestra, la perversa Eyes Wide Shut, antes de admirar las salas dedicadas a filmes que programó y casi filma, como Napoleon y Aryan Papers, pero no fueron posibles aunque les hubiese dedicado con su manía iluminada lustros de su vida y millones de dólares de pre-producción. Ha terminado el viaje y para concluir la tarde, cuando salimos de nuevo a esos amplios espacios futuristas de Bercy inundados de jóvenes turistas, creemos ser partícipes de la filmación de una nueva película dirigida por Kubrick desde el más allá y pensamos que somos sólo extras perdidos en medio de una trama impredecible y perversa que nos está devorando.