Por Eduardo García Aguilar
Hace cien años, el 6 de febrero de 1916, murió en León el gran poeta nicaragüense y latinoamericano Rubén Darío
(1867-1916), cuya irrupción en el panorama de la literatura en español
fue un sismo que todavía estremece con sus vibraciones a los amantes de
la poesía y la prosa modernas. Este niño precoz, de nombre Félix Rubén García Sarmiento,
nació en Metapa y desde muy temprano mostró sus cualidades como
versificador, cuando la poesía, a fines del siglo XIX, era el arte mayor
en los lejanos países latinoamericanos que, independizados de España
desde hacía décadas, buscaban su voz dejando atrás siglos de vieja
retórica parroquial encorsetada en modelos inamovibles.
Ya terminaban las patrias bobas y el mundo todo vivía tiempos de
aceleramiento y velocidad comerciales luego de la Revolución industrial
inglesa y el predominio de potencias como Inglaterra y Francia, que
colonizaban el orbe e imponían su cultura en los más alejados confines
del mundo. Los grandes barcos a vapor recorrían los mares, los ruidosos
trenes cruzaban los campos, y todos esos vehículos llegaban a los
puertos, convertidos como nunca en centros de comercio y poder y lugares
de intercambio de mercancías, cuerpos, palabras, músicas, ideas y
modas.
En esa lejana provincia nicaragüense y centroamericana el geniecillo
sorprendía a notables y presidentes por su fabulosa memoria y la
facilidad con la que creaba al instante los versos más fantásticos o los
escribía por encargo. Invitado imprescindible en salones, escuelas,
ateneos, fiestas, Darío se lucía y hay fotos donde se
ve al adolescente de 14 años mostrando sus habilidades ante el asombro
de los patriarcas. Pronto empezó a recorrer los pequeños países
centroamericanos, donde ejercería la profesión alimentaria de periodista
y fundaría periódicos y revistas, y crearía tertulias literarias de un
delicioso anacronismo, como era usual en esos tiempos en que la poesía,
las tabernas y los burdeles eran las únicas diversiones paganas
posibles.
Sus capacidades lo llevaron a recalar en Chile, donde trabajó en el periódico La Época y publicó su famoso libro Azul,
y más tarde, tras regresar a América Central y visitar fugazmente el
viejo continente europeo, llegó a Buenos Aires, la Nueva York del sur, a
donde acudían millones de inmigrantes pobres de Europa y el mundo para
crear una metrópoli cosmopolita donde el joven poeta desplegó todos sus
talentos y publicó Los raros, en homenaje a sus escritores preferidos, y Prosas profanas. A esa ciudad había sido enviado como cónsul de Colombia por el poeta y presidente Rafael Núñez, como era usual entonces, donde a veces los mandatarios eran escribidores de gramáticas y los embajadores poetas.
Desde París, Madrid y Barcelona, llegaban a Buenos Aires todos los libros posibles, y en sus calles Darío continuó la lectura de los poetas franceses del momento, de Victor Hugo
en adelante hasta parnasianos, simbolistas y otros decadentes
retorcidos y extraños que ejercieron gran influencia en él y sobre
quienes escribió semblanzas admiradas, cargadas de un afrancesamiento
casi patológico, excitado por Nerval, Baudelaire, Lautréamont, Rimbaud, Verlaine y tantos otros.
Luego viajó a París como enviado del poderoso diario bonaerense La Nación
y se quedó allí en la que era la capital editorial del mundo hispánico
con la editorial Garnier a la cabeza. Vivía a un lado del Jardín de
Luxemburgo y hoy se ve la placa con su nombre junto a la puerta del
número 5 de la rue Hershel, donde lo vio y describió el modernista
colombiano José María Vargas Vila, prosista empalagoso
que escribía historias truculentas y panfletos anticlericales y
antidicatoriales plagados de adjetivos que lo convirtieron en el mayor best-seller de su tiempo en América Latina. Vargas Vila, megalómano, se inclinó ante el genio y escribió un libro sobre Darío, que es tal vez uno de los pocos suyos que se salvan.
La poesía brotaba de Rubén Darío y se reproducía en
torrentes, cataratas, vorágines, amazonas de versos y abismos
inesperados entre conflagraciones de palabras y sentidos. Sus
combinaciones de temas, sentimientos, metáforas, ritmos, historias, eran
desconcertantes en su variada matemática. Todo era nuevo en él y el
castellano volvió a vibrar como no lo hacía desde Cervantes, Góngora y Quevedo.
Los jóvenes poetas españoles lo comprendieron rápido y lo acogieron
como el maestro, el príncipe que la literatura del idioma castellano
reclamaba. Para saberlo, hay que leer sus Cantos de vida y esperanza
o las diversas recopilaciones como la más famosa publicada por Aguilar,
empastada en cuero, u otras más rigurosas y recientes, como la
realizada por el Fondo de Cultura Económica, en México, y cuidada por Ernesto Mejía Sánchez.
Tanto éxito, amistad e influencia lo marcaron. Agobiado por tantos
viajes y líos personales, adicto al vino y a la vida, excesivo y frágil,
llegó a la cima para caer en la decadencia y retornar a América por
Nueva York e ir de gira, ya enfermo, de teatro en teatro, cabestreado
por agentes inescrupulosos. Al final, extenuado, se extingue en León
luego de retornar a su tierra natal, antes de llegar al medio siglo de
edad, pero su obra sigue viva y es “tan antigua y tan moderna” como él
mismo lo definió con la extrema lucidez de su inteligencia.
* Publicado en Excélsior. Ciudad de México. 7 de febrero de 2016.
domingo, 7 de febrero de 2016
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