José Luis Cuevas (1934-2017) fue una de las figuras mexicanas del arte más renovadoras, excéntricas y fructíferas de la segunda mitad del siglo XX latinoamericano. Creció en medio de la fábrica de lápices marca Águila de su familia y desde muy temprano mostró dotes de gran talento en el dibujo y las artes plásticas, por lo que ya antes de los 20 años era un artista conocido y polémico, que retó a la gran tradición muralista mexicana, surgida con la Revolución, que unía el arte al nacionalismo estatal y la glorificación de las estrellas patrias.
Su gran auge se dio en los años 60, 70 y 80 del siglo XX, cuando se convirtió en una estrella de la farándula mexicana, equiparable a las del rock, a través del personaje que él mismo creó, un apuesto hombre de ojos claros autocalificado "macho gato", melenudo que lucía chaquetas de cuero, botas de cowboy, pulseras de cuero en las muñecas, una sonrisa de película de Hollywood y que, según testimonio de las mujeres de su época, las atraía locamente.
Megalómano, egocéntrico, vanidoso, pero amigo de todo el mundo, generoso, derrochador y afable, no solo escenificó su vida como Dalí, Warhol y Picasso en las fiestas mundanas y en las secciones de sociedad de diarios y revistas mexicanos, sino que también era buen cronista y escribía en la sección cultural de Excélsior, dirigida por don Edmundo Valadés, una columna donde contaba su vida diaria, encuentros, ideas, fobias, vida sexual, chismes y diversas aficiones y presumía de haberse acostado con más de 650 mujeres, que, según él, estuvieron o estaban todas locas por él. Nadie, sin embargo, lo criticaba por esas salidas infantiles en medio de las solemnidades del gran ogro filantrópico mexicano.
Su obra en el campo del grabado y el dibujo fue saludada por los críticos latinoamericanos del momento y sus imágenes únicas, que llevaban con toda claridad su huella digital original, representaban seres deformes, retorcidos, en poses extrañas y en ámbitos de una gran excelencia gráfica. También hizo esculturas voluminosas con esas figuras grotescas que salían de su imaginación, una de las cuales, "la Giganta", está en el patio central del Museo de su nombre, en el centro histórico de la Ciudad de México.
Con esas imágenes y sus manifiestos artísticos trastornó y modernizó al arte mexicano, al que dio nuevos aires y limpió del polvo y la polilla arcaicas del nacionalismo o de las fanáticas acciones de los comprometidos, y arremetió contra las grandes telas grandilocuentes o los murales que por todo el país florecieron de la mano de Siqueiros, Orozco y Rivera bajo la melodía incesante del himno nacional y los vivas de los políticos y funcionarios del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y de las jerarquías de letrados post-revolucionarios.
Quienes vivimos en esos años de su gloria en México, lo veíamos con frecuencia en todo tipo de actos, exposiciones de jóvenes artistas amigos o al lado de Octavio Paz, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis, siempre afable, alegre, irreverente, como si su tarea fuera dar tono y energía a su época, lejos de la tristeza agraria de Juan Rulfo, como si su destino fuera abrir ventanas, comunicar la gente, crear vasos comunicantes de buen humor y estar omipresente en todas las fiestas, actividades culturales o en las bodas de la aristocracia o en barrios, cantinas, pulquerías y vecindades populares. Era el hermano de todos y verlo trabajar, exponer o hablar levantaba el ánimo a cualquiera y sobre todo a su país, carcomido por la corrupción y la violencia.
Al lado de su esposa Bertha Riestra, elegante mujer inteligente y sólida que fue clave en la instauración de su fama y leyenda, Cuevas recibía en su casa, en el sur de la capital, en grandes almuerzos o cenas donde compartía con figuras que, como el colombiano Ómar Rayo y los catalanes Alberto Gironella o Vicente Rojo, y muchas otras de todos los continentes, de Asia, África, Europa, Estados Unidos, pasaban por la capital mexicana y lo buscaban o eran invitados por él. Sin embargo, fue rival de Fernando Botero, su estricto contemporáneo, autor también de figuras de volúmenes extremos tanto en papel como en escultura monumental, que Cuevas consideraba haber inventado antes de la famosa "Mandolina" neoyorquina a lápiz del exitoso y mundialmente famoso artista colombiano de los gordos.
Como todos los "meros" machos mexicanos, Cuevas debe mucho a su primera esposa y madre de sus tres adoradas hijas. Bertha Riestra fue un pilar en su vida y aun la veo con esa amabilidad tolerante, mirada lucida y conversación talentosa con todos los comensales, al tanto de las minucias del buen anfitrión, aquella tarde en la que homenajearon al amigo Ómar Rayo, cuando a todos nos hizo sentir cómodos y de donde salimos alegres a la llegada del crepúsculo en una calurosa tarde del Valle del Anáhuac. La muerte en el 2000 de ese pilar femenino que le dio libertad y solidez, según allegados y amigos, fragilizó al pintor mundano, que emprendió un lamentable crepúsculo, atacado por las enfermedades y los caprichos mentales de la senectud.
Bertha y José Luis Cuevas donaron a fines del siglo XX una gran colección de arte contemporáneo y más de mil obras del artista para ese gran Museo Cuevas que por fortuna sigue ahí. Este jueves, las tres hijas, adoradas por él en su buenos tiempos y renegadas por el pintor en su trágico ocaso, acudieron para inaugurar una última gran exposición en torno a su obra y vida, como verdaderas herederas legítimas de su legado. Las tres, que no pudieron ver a su padre en los últimos años, pues él estaba encerrado en su casona bajo llave y su última esposa joven impedía cualquier acceso a él, como en las tragicomedias mexicanas y las telenovelas, fueron ovacionadas días antes en el Palacio de Bellas Artes por la élite artística y cultural mexicana, que se solidarizaba con las hijas en ese terrible drama.
Sus hijas, las ninfas que hicieron parte y alimentaron la leyenda de la exitosa familia feliz, solo podían acercarse a la casa del pintor a gritarle desde lejos que lo amaban y nunca pudieron verlo en su decadencia, así como hermanos, amigos íntimos y familiares. Cerraba así Cuevas con este misterio una vida de brillo, irreverencia y alegría. El escándalo lo rodeó hasta su final y ahora, cuando de él solo quedan sus cenizas, se abrirá el camino de la posteridad del artista y la reevaluación de su obra.
Su gran auge se dio en los años 60, 70 y 80 del siglo XX, cuando se convirtió en una estrella de la farándula mexicana, equiparable a las del rock, a través del personaje que él mismo creó, un apuesto hombre de ojos claros autocalificado "macho gato", melenudo que lucía chaquetas de cuero, botas de cowboy, pulseras de cuero en las muñecas, una sonrisa de película de Hollywood y que, según testimonio de las mujeres de su época, las atraía locamente.
Megalómano, egocéntrico, vanidoso, pero amigo de todo el mundo, generoso, derrochador y afable, no solo escenificó su vida como Dalí, Warhol y Picasso en las fiestas mundanas y en las secciones de sociedad de diarios y revistas mexicanos, sino que también era buen cronista y escribía en la sección cultural de Excélsior, dirigida por don Edmundo Valadés, una columna donde contaba su vida diaria, encuentros, ideas, fobias, vida sexual, chismes y diversas aficiones y presumía de haberse acostado con más de 650 mujeres, que, según él, estuvieron o estaban todas locas por él. Nadie, sin embargo, lo criticaba por esas salidas infantiles en medio de las solemnidades del gran ogro filantrópico mexicano.
Su obra en el campo del grabado y el dibujo fue saludada por los críticos latinoamericanos del momento y sus imágenes únicas, que llevaban con toda claridad su huella digital original, representaban seres deformes, retorcidos, en poses extrañas y en ámbitos de una gran excelencia gráfica. También hizo esculturas voluminosas con esas figuras grotescas que salían de su imaginación, una de las cuales, "la Giganta", está en el patio central del Museo de su nombre, en el centro histórico de la Ciudad de México.
Con esas imágenes y sus manifiestos artísticos trastornó y modernizó al arte mexicano, al que dio nuevos aires y limpió del polvo y la polilla arcaicas del nacionalismo o de las fanáticas acciones de los comprometidos, y arremetió contra las grandes telas grandilocuentes o los murales que por todo el país florecieron de la mano de Siqueiros, Orozco y Rivera bajo la melodía incesante del himno nacional y los vivas de los políticos y funcionarios del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y de las jerarquías de letrados post-revolucionarios.
Quienes vivimos en esos años de su gloria en México, lo veíamos con frecuencia en todo tipo de actos, exposiciones de jóvenes artistas amigos o al lado de Octavio Paz, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis, siempre afable, alegre, irreverente, como si su tarea fuera dar tono y energía a su época, lejos de la tristeza agraria de Juan Rulfo, como si su destino fuera abrir ventanas, comunicar la gente, crear vasos comunicantes de buen humor y estar omipresente en todas las fiestas, actividades culturales o en las bodas de la aristocracia o en barrios, cantinas, pulquerías y vecindades populares. Era el hermano de todos y verlo trabajar, exponer o hablar levantaba el ánimo a cualquiera y sobre todo a su país, carcomido por la corrupción y la violencia.
Al lado de su esposa Bertha Riestra, elegante mujer inteligente y sólida que fue clave en la instauración de su fama y leyenda, Cuevas recibía en su casa, en el sur de la capital, en grandes almuerzos o cenas donde compartía con figuras que, como el colombiano Ómar Rayo y los catalanes Alberto Gironella o Vicente Rojo, y muchas otras de todos los continentes, de Asia, África, Europa, Estados Unidos, pasaban por la capital mexicana y lo buscaban o eran invitados por él. Sin embargo, fue rival de Fernando Botero, su estricto contemporáneo, autor también de figuras de volúmenes extremos tanto en papel como en escultura monumental, que Cuevas consideraba haber inventado antes de la famosa "Mandolina" neoyorquina a lápiz del exitoso y mundialmente famoso artista colombiano de los gordos.
Como todos los "meros" machos mexicanos, Cuevas debe mucho a su primera esposa y madre de sus tres adoradas hijas. Bertha Riestra fue un pilar en su vida y aun la veo con esa amabilidad tolerante, mirada lucida y conversación talentosa con todos los comensales, al tanto de las minucias del buen anfitrión, aquella tarde en la que homenajearon al amigo Ómar Rayo, cuando a todos nos hizo sentir cómodos y de donde salimos alegres a la llegada del crepúsculo en una calurosa tarde del Valle del Anáhuac. La muerte en el 2000 de ese pilar femenino que le dio libertad y solidez, según allegados y amigos, fragilizó al pintor mundano, que emprendió un lamentable crepúsculo, atacado por las enfermedades y los caprichos mentales de la senectud.
Bertha y José Luis Cuevas donaron a fines del siglo XX una gran colección de arte contemporáneo y más de mil obras del artista para ese gran Museo Cuevas que por fortuna sigue ahí. Este jueves, las tres hijas, adoradas por él en su buenos tiempos y renegadas por el pintor en su trágico ocaso, acudieron para inaugurar una última gran exposición en torno a su obra y vida, como verdaderas herederas legítimas de su legado. Las tres, que no pudieron ver a su padre en los últimos años, pues él estaba encerrado en su casona bajo llave y su última esposa joven impedía cualquier acceso a él, como en las tragicomedias mexicanas y las telenovelas, fueron ovacionadas días antes en el Palacio de Bellas Artes por la élite artística y cultural mexicana, que se solidarizaba con las hijas en ese terrible drama.
Sus hijas, las ninfas que hicieron parte y alimentaron la leyenda de la exitosa familia feliz, solo podían acercarse a la casa del pintor a gritarle desde lejos que lo amaban y nunca pudieron verlo en su decadencia, así como hermanos, amigos íntimos y familiares. Cerraba así Cuevas con este misterio una vida de brillo, irreverencia y alegría. El escándalo lo rodeó hasta su final y ahora, cuando de él solo quedan sus cenizas, se abrirá el camino de la posteridad del artista y la reevaluación de su obra.