Por Eduardo García Aguilar
Ahora que en todas las librerías de Francia está la novela de William Ospina « Ursúa » expuesta al lado de otras novedades de la temporada, con una bellísima portada y una faja de García Márquez donde la declara «novela del año», salta a la imaginación la figura delgada de ese muchacho de 25 años que recorría las calles de París en 1979 y ya era entonces, aunque no hubiera publicado todavía ningún libro, la caja de música que siempre ha sido y le hizo ganar muy pronto la posición de «maestro» entre los colombianos de todas las edades.
Ospina podía empezar la noche recitando de memoria todos los poemas posibles de las literaturas conocidas en diversas lenguas y terminar cantando boleros, tangos y milongas, después de hacer una larga escala por los cantos medievales. Como en su familia había músicos, para él no era extraño ese placer de agotar las horas de la noche ejerciendo él solo de tocadiscos y equipo de sonido para todos. Y cuando había una pausa, los asistentes a la fiesta estaban en torno a él, escuchando sus relatos o sus comentarios sobre los libros recién leídos y por leer.
Había llegado a París hacía poco y tenía como pertenencias sólo un abrigo negro largo, una bufanda gris con rayas moradas, pantalones de pana color naranja y botas que aguantaron todas las caminatas posibles por las calles de París, mientras iba de buhardilla en buhardilla encantando a las chicas latinoamericanas y europeas que caían enamoradas de su dulzura e inteligencia, mientras les recitaba de memoria los sonetos de Shakespeare.
Nació en Padua en 1954, un pequeño pueblo de la cordillera tolimense en medio de la guerra y cerca de la temible policía « chulavita ». Después de recorrer en la infancia y la adolescencia por varias ciudades sacándole el cuerpo a la Violencia, y luego de realizar estudios universitarios en Cali y nutrirse del movimiento cultural de esa ciudad en los años 70, pasó de Bogotá a las calles de París en 1979.
En ese entonces, en la capital francesa vivía toda una generación de jóvenes colombianos de diversas tendencias y gustos estéticos, cineastas, pintores, sociólogos, filósofos, científicos, que cuando no se vislumbraba ni la aparición del sida ni la nueva guerra que iba a azotar a Colombia, discutían sin cesar en el restaurante universitario de Mabillon, en el bar existencialista de Chez George y en los corredores de las universidades sobre lo divino y lo humano, mientras reinaban en las aulas Michel Foucault, Roland Barthes, Jacques Lacan y Gillez Deleuze, en las salas de cine Pasolini, Fellini, Bergman y Antonioni y en las calles el viejo Jean Paul Sartre y la novelista Marguerite Duras. Nuestra generación colombiana y latinoamericana, abriéndose al mundo en la capital francesa, vivía feliz recorriendo las coordenadas del París encontrado en la « Rayuela » de Julio Cortázar, que nos convocaba y guiaba, mientras se escuchaban afuera los ritmos de Miles Davis, Bob Marley, Jim Morrison, Santana, Jimmy Hendrix y Janis Joplin.
William cargaba con su poemas y los leía en esas largas noches de fiesta y amistad, pero aún no se atrevía a publicarlos. Eso ocurriría a su regreso, cuando la Presidencia de la República le publicó «Hilo de Arena», una primera colección que tiene algunos de los poemas básicos de su obra, algunos de ellos escritos al calor de la vida parisina. Luego vendrían «El país del viento» y «¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua?», poemarios donde revisa los horrores del holocausto universal del siglo XX, rinde homenaje a sus autores preferidos y canta a los paisajes de su tierra nativa.
A diferencia de otros compañeros de generación que nos quedamos para siempre en el exilio, William regresó pronto a Colombia y desde entonces optó por estar ahí, en medio del desastre y frente al peligro, acompañando a las nuevas generaciones de colombianos que surgen en ese país cainita en medio de la guerra y que cuentan con él para creer en algo y tener esperanzas de que algún día las cosas cambiarán. Porque además de su talento y esa dedicación sin falla al ejercicio literario, el mérito de Ospina se ha extendido a tratar de ejercer de conciencia de una patria en ciernes que para muchos va hacia la disolución definitiva y para otros aún puede salvarse.
Por medio del ensayo y la columna de fondo, escritos con un estilo depurado y de altas miras, ha expresado sus opiniones, discutibles a veces, sobre los rumbos del país, creando un espacio lejos de la frivolidad y el facilismo ambientes. «Es tarde para el hombre» (1992), «¿Donde está la franja amarilla?» (1996), «Los nuevos centros de la esfera» (2003), «La herida en la piel de la diosa» (2003), «América mestiza» (2004) son algunas de esas obras donde los colombianos de las nuevas generaciones, nacidos en medio de la más terrible conflagración y el genocidio rampantes, aprendieron a creer que puede haber pensamiento y reflexión colombianas en medio de la trivialidad televisiva y la falta de espacios para la inteligencia. En eso Ospina sigue el camino de los filósofos colombianos Danilo Cruz Vélez y Estanislao Zuleta, dos de sus admirados pensadores colombianos, a quienes les debe mucho y que ha tenido la fortuna de conocer y escuchar.
Su poesía, reunida en una preciosa edición de Arte dos Gráfico (1974-2004) comprende una vasta obra muy peculiar que sigue caminos muy distintos al ejercicio poético de otras generaciones colombianas anteriores y posteriores a él y muchos de esos textos, leídos en estas tres últimas décadas en los pueblos y las ciudades de Colombia en bares, teatros y escuelas abarrotados de gente, hacen parte ya imborrable de la memoria poética colombiana.
Con «Ursúa» (2005), que ahora aparece en Francia en la editorial J.C. Lattes, Ospina continúa con su brillante prosa un vasto proyecto al que seguirán «El país de la canela» y «La serpiente sin ojos», iniciado con «Las auroras de sangre» sobre el poeta Juan de Castellanos, y al que amina una generosa aventura propia: la de rescatar en medio del holocausto colombiano algunas de las raíces indígenas carbonizadas por los bombardeos del olvido y la violencia, para que tal vez germinen de nuevo y sean nutrimento para los que vendrán después de que su generación haya desaparecido.
Esta trilogía novelística de estirpre histórica la viene trabajando con el rigor que lo caracteriza desde sus primeras obras, sin importarle el tiempo que le tome encontrar el tono preciso y pulir como lo hacían los románticos y los modernistas, hasta quedar satisfecho con cada frase, con cada palabra. Y en el conjunto de la trilogía estarán presentes sin duda esos miles y miles de horas dedicadas por él a leer y a explorar con pasión los secretos de la literatura universal.
¿Quiénes eran esos ancestros aniquilados que poblaban la tierra americana? ¿Podemos rescatar su voz? ¿Cómo ocurrió ese encuentro de sangre con los conquistadores? ¿Por qué el paraíso de El Dorado no cesa de vivir en la violencia? ¿Podrán salvarse algún día América Latina y Colombia? Los que somos muy escépticos en ese empeño de la salvación nacional y continental, tenemos que desearle suerte a Ospina en esa lucha lúdica, aunque no estaremos aquí por desgracia en ese lejano futuro para saber si Ospina tenía razon de creer y tener fe en la humanidad de esta América escondida y no hallada entre el llanto de las espadas.
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