Ni en las películas más delirantes de espionaje, como las del agente 007 James Bond frente al Satánico Doctor No, se alcanzó la dimensión fantástica y cómica del personaje global y destructor Osama Bin Laden, quien logró dominar esta primera década del siglo XXI dejándonos sin aliento y sembrando el terror, apoyado en el fanatismo de una secta religiosa loca.
Todos los hombres de esta época recordaremos hasta el último suspiro la espectacultar destrucción de las Torres Gemelas en Nueva York y la muerte de miles de personas atrapadas en ese símbolo mundial del poder estadounidense, al lado del Wall Street. Cuando vimos en directo esas imágenes pensábamos que se trataba de una película y no de la realidad contante y sonante que inauguraba con esplendor escalofriante el siglo XXI.
Una década antes, en 1989, habíamos celebrado en Nueva York la impensable caída del Muro de Berlín y de los tiempos de la Guerra Fría, e incluso algunos excitados teóricos del momento, como el famoso Francis Fukuyama, auguraron con ingenuidad el fin de la historia.
Uno tras otro los países de la esfera soviética se fueron liberando de la bota totalitaria y la propia Rusia, al mando de Mijail Gorbachov y del borracho Boris Yeltsin, se desmoronó como un castillo de naipes, dando paso al retorno del capitalismo y del cristianismo ortodoxo bizantino que reconstruyó las fabulosas iglesias derruidas por José Stalin.
La vieja Rusia bolchevique se trocó en un país supercapitalista dominado por grandes oligarcas ultramillonarios y caminar ahora por la calle Arbat es asistir a un obsceno espectáculo de lujo y derroche, autos de marca, tiendas para nuevos ricos, prostitutas fascinantes y glamour de perfumados arribistas.
De lado asiático, la China de Mao Tse Tung, el "inolvidable sol rojo que ilumina nuestros corazones" de hace cuatro décadas se volvió el infame taller de un capitalismo salvaje, donde los supuestos comunistas dominan una mano de obra barata con la que logran una acumulación gigantesca que hace temblar las potencias occidentales dominadas por estafadores.
Y en medio de tantas sorpresas, los islamistas fanáticos, surgidos de la caja de pandora dejada por el hundimiento del bloque soviético, reaparecieron con toda su fuerza exigiendo que el mundo vuelva humildemente bajo su dominio, como lo soñó el profeta Mahoma. Un mundo tribal bajo la ley del diente por diente, donde la teocracia domine todas las expresiones humanas bajo el grito estremecedor de los muecines desde las cúpulas de sus minaretes.
El Renacimiento, la Ilustración y las Repúblicas lograron detener por un tiempo el avance de los fanáticos islamistas, instalando en parte del mundo valores de tolerancia y derechos humanos, pero de repente, cuando creíamos haber llegado a la modernidad laica lejos de totalitarismos y fanatismos, la hidra de la intolerancia renació con las dos cabezas ventrílocas de Bin Laden y George W. Bush.
Cuando los talibanes dominaron Afganistán tras la retirada rusa y empezaron a hacer reinar el terror de la ley islamista, vimos decapitaciones y lapidaciones de infieles y adúlteras en estadios llenos de gente que celebraba la explosión de la sangre. La mujer que Occidente había liberado poco a poco, volvió a ser la esclava cubierta por las negras burqas y las imágenes o expresiones de otras religiones o culturas fueron prohibidas. La locura y el desafío de estos dementes llegó incluso a dinamitar una giganteca imagen milenaria de Buda, sin tener en cuenta las protestas del mundo.
Ahí en ese Afganistán dominado por los talibanes reinaba Osama Bin Laden. Ahí se formaron los nuevos ejércitos que combatirían contra los infieles de Occidente y poco a poco ese millonario descarriado, hijo de magnates árabes, que conocía todos los lujos y poderes, se volvió el líder mundial de un espectacular desafío, como en su tiempo lo fueron en la ficción el tenebroso Doctor No o Goldfinger, perseguidos por el apuesto agente 007 y sus bellas acompañantes.
Bin Laden siguió apareciendo en videos, lanzando mensajes amenazantes y sobreviviendo milagrosamente a bombardeos y guerras de venganza lanzados por Estados Unidos. Los talibanes cayeron, pero Bin Laden siguió por ahí protegido por las tribus y los altos poderes secretos de Pakistán, una potencia nuclear que oscila peligrosamente entre Occidente y el islamismo.
Todas las especulaciones eran posibles y ahora, de repente, diez años después, volvemos a vivir en directo el fin de este oscuro personaje, con la esperanza de que su tiempo haya pasado, pues las revoluciones árabes han dado por ahora la espalda al fanatismo religioso y al deseo de teocracias.
Como en las películas de James Bond, Bin Laden murió en la casa donde vivía hacía seis años al lado de su harem y después su cadáver fue lanzado al mar para que nunca haya un santuario o una nueva Meca a su nombre.
Bin laden quería ser el nuevo Mahoma y tal vez en los próximos siglos los hombres de esas tierras lo tendrán en su santoral al lado de los profetas. Este es el mundo increíble que vivimos. Si los grandes pensadores de la Ilustración, encabezados por Voltaire, regresaran al mundo, no podrían creer lo que vemos. El Satánico Doctor No ha vuelto y se ha ido como por encanto disfrazado de Bin laden, el espléndido juguete que asustó esta década al niño que todos llevamos dentro.