Hace
50 años Jean Paul Sartre rechazó por estas fechas el Premio Nobel de
Literatura que le fue otorgado por la Academia sueca, aduciendo que no
lo hacía en contra del galardón ni la institución que lo daba, sino
porque consideraba que su deber era continuar ejerciendo como un
escritor libre de compromisos y honores y que aceptarlo lo limitaría en
ese objetivo.
El autor de esa bella
pieza autobiográfica Las palabras y de tantos otros libros en géneros
como novela, ensayo, panfleto, crítica y filosofía, que marcaron su
época, siguió siendo libre hasta el final de sus días, tomando a veces
posiciones y compromisos equivocados en el campo de la ultraizquierda en
boga en aquellos tiempos, pero sin renunciar al deseo de ser un
marginal, de estar en la periferia con los periféricos, de ir contra la
corriente.
Al rechazar el mayor
honor que puede recibir un escritor en un acto valiente que muchos
todavía no entienden, al negarse a recibir la enorme suma del premio y a
acudir a Estocolmo a cosechar aplausos y venias en una especie de
canonización infinita, Sartre dio un gran ejemplo a todos los escritores
del mundo, que por lo regular son tan vanidosos y engreídos y ávidos de
incienso.
A lo largo de la era
humanista que inició su auge cuando Gutenberg inventó la imprenta, el
escritor ha ejercido como un sacerdote laico y poco a poco fue tomando
el lugar que en la Iglesia desempeñan obispos, cardenales y papas.
Debido a que en siglos pasados los letrados eran desde el punto
demográfico solo una infinitesimal cifra de la humanidad, éstos
adquirieron un papel de guías, sabios, y como sacerdotes y profetas
tomaron la actitud altiva y orgullosa de los que saben más y se creen
guías de naciones o de juventudes.
Los gobiernos, los
príncipes, las instituciones, las academias, los cooptaron desde
entonces llevando a muchos de ellos a convertirse en una clerecía que
medra entre los poderosos y a medida que sube y escala desdeña a los
congéneres que por temperamento o nobleza rechazan cubrirse de las togas
cardenalicias de la fama, el poder y la gloria, que en fin de cuentas
son tan efímeros como la vida misma.
Tuve la fortuna de
ver a Sartre en 1979, cuando era un anciano enfermo y babeante y además
relativamente pobre, que compartía su vida con esa gran mujer Simone de
Beauvoir. Por esas fechas el viejo filósofo era amigo de los jóvenes más
radicales del maoísmo local y lejos de las academias y los palacios del
poder vestía mal, con la misma chaqueta color beige, y caminaba cegatón
por los lugares donde transcurrió su vida estudiantil y académica en la
París amada del barrio latino.
Al rechazar el Nobel
de Literatura, Sartre quiso conservar esa libertad de equivocarse hasta
el final y terminar en el margen. Ahora que se celebran exactamente 50
años de ese gesto incomprendido, nos damos cuenta que el viejo filósofo
tenía razón.
Lo que deseaba era
bajar al clérigo literario de sus estatuas y púlpitos, de sus curules
académicas, de sus medallas y grados, alejarlo del aplauso y la
veneración fetichista, o sea hacer del escritor un ser humano más, tan
humilde como el zapatero, panadero, talabartero o artesano que
pasa sus días trabajando entre el bullicio feliz de las calles y los
barrios populares.
O sea volver a
acercar al escritor, al poeta, el filósofo, el ensayista al loco
Diógenes, quien vivía en un barril y andaba más pobre que nadie en las
plazas hablando y convenciendo con su palabra; acercarlo a Sócrates,
quien llegaba ebrio a las fiestas a hablar con sus discípulos y
admiradores de todos los temas posibles y que un día tuvo que beber la
cicuta.
En esta era hedonista
de las redes sociales, donde todos nos damos en espectáculo, y en que
proliferan los escritores como nunca, pareciera que los autores tienen
como finalidad principal el reconocimiento, generar la atención de los
otros, en lo que bien podría denominarse un déficit patológico de
atención. Los escritores están desesperados por acumular premios,
dinero, homenajes, medallas y son felices cuando se pavonean ante los
demás creyéndose uncidos por una lengua de fuego que los distingue de
los despreciables ágrafos, los que viven la vida, los que piensan y no
se exhiben, los que caminan anónimos por su cuadra y agotan las tardes
jugando dominó en la taberna de la esquina.
Ahora que se hacen
otra vez las cábalas para saber quien será el nuevo ganador del Premio
Nobel de Literatura y que decenas de autores arribistas pelean entre
ellos en la escalinata de los honores, defenestrándose unos a otros,
ninguneándose o insultándose, calumniándose, odiándose o golpeándose,
haciendo listas y absurdas clasificaciones jerárquicas o generacionales,
el ejemplo del viejo babeante Sartre, el que tuvo la osadía de decir no
al Nobel, brilla con toda su luz como un eco contemporáneo del hálito
milenario de Sócrates y Diógenes y tantos otros sabios de la calle.