La obra máxima del nativo de Aracataca salió en un coyuntura especial, un año antes de las revueltas juveniles de 1968 y las explosiones culturales que empezaron a derrumbar las inercias de un pasado patriarcal y autoritario en Estados Unidos y Europa. Empezaron entonces las súbitas reivindicaciones de los afrodescendientes liderados por Martin Luther King y Angela Davis en Estados Unidos y se inició el movimiento de liberación femenina que derrumbó siglos de inercia y sacó a la mujer de una minoría de edad permanente.
En el Primer Mundo esa generación que luchaba contra
 la guerra de Vietnam, soñaba con la revolución, consumía marihuana y 
escuchaba y bailaba rock, reggae y salsa hasta el amanecer, quedó 
fascinada por el exotismo y las luchas sociales del Tercer Mundo 
encarnadas en la figura y la obra de Gabriel García Márquez, un atípico e
 irereverente escritor malhablado de bigote, pelo encrespado, camisas 
floridas y pantalones de colores chillones, muy diferente a los pomposos
 autores latinoamericanos de antes que usaban traje y corbata y ejercían
 de diplomáticos o políticos profesionales como Rómulo Gallegos, Miguel 
Angel Asturias y Pablo Neruda.
A diferencia de sus antecesores, el costeño 
reivindicó sus orígenes populares, la música vallenata y utilizó su fama
 y poder para promover el periodismo y cine latinoamericanos y 
desempeñarse como diplomático de facto de la Revolución cubana y 
mediador en complicados conflictos sociopolíticos latinoamericanos, al 
ser interlocutor escuchado y admirado de muchos presidentes de la región
 o incluso mandatarios de Estados Unidos o Europa. 
En cierta forma García Márquez fue nuestro Victor 
Hugo y como él tuvo que huir al exilio cuando estuvo a punto de ser 
detenido en Colombia por su activismo político y periodístico y sus 
lazos ocultos y no ocultos con la insurgencia. Poco después obtendría el
 codiciado Nobel a los 54 años de edad y viviría el resto de su próspera
 vida en México en medio de la gloria, adorado como un patriarca o un 
semidiós hasta que fue alcanzado trágicamente por la terrible peste del 
olvido que aquejó también a los protagonistas de su obra mayor.
Pero, oh paradoja, su éxito literario carbonizó como
 una deflagración meteórica la obra de varias generaciones de autores 
colombianos cuyos libros aparecieron y aparecen sin pena ni gloria desde
 hace décadas aunque sean notables y aun hoy todo gira alrededor de él. 
Sus contemporáneos vagan como fantasmas en un limbo de olvido y los 
autores posteriores nacen como estrellas muertas en un firmamento 
agotado, al mismo tiempo que se acaba la era de Gutenberg.  
Casi se podría decir que existe una religión en 
torno a su nombre y su imaginario. Y que un día habrá papa de Macondo, cardenales, obispos y sacerdotes que divulgarán los evangelios y ratificarán sus milagros. Sus personajes, sus gestos, sus 
mariposas amarillas y las imágenes creadas por su talento siguen tan 
vivas que inundan nuestros sueños y planean sobre el país como un gran 
fresco fundacional que nos detiene en un eterno presente sin tiempo. Y 
cuarenta años no es nada para el bolero fenomenal que fue su destino. 
Por eso desde el más allá, protégenos Gabriel, y ten piedad de nosotros,
 pues eres omnipotente, omnisciente, omnívoro, omniamoroso y 
omnipresente.    

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
