Por Eduardo García Aguilar
Hitler no es una caricatura sino un personaje muy real y muy reciente que sedujo con sus gritos histéricos y sus desplantes de neurasténico a muchas personas del pueblo y a muchos intelectuales.
Hitler no es una caricatura sino un personaje muy real y muy reciente que sedujo con sus gritos histéricos y sus desplantes de neurasténico a muchas personas del pueblo y a muchos intelectuales.
En las salas griegas o romanas del museo del Louvre suele uno toparse con frecuencia con los bustos de grandes filósofos y escritores de la antigüedad como Homero, Sócrates, Platón, Aristóteles y otros muchos que fueron inmortalizados por sus contemporáneos en mármol. Y con ellos se deambula por un bosque de obras maestras como el sátiro Marsyas colgado, que espera la muerte, sediento, en medio del suplicio.
Otras obras de una perfección sideral vienen a nuestro encuentro en las amplias salas silenciosas que nos muestran los instantes de una civilización antigua que en muchos aspectos jamás igualaremos los contemporáneos. En la sala etrusca uno puede ver objetos cotidianos y ataúdes gozosos donde los difuntos ríen o duermen o se abrazan para la eternidad. Basta visitar esas salas para recuperar un poco de confianza en el hombre, empecinado siempre en seguir el camino de la guerra, el odio y la avaricia. Después de caminar horas en medio de esos vestigios, de observar a través de las vidrieras el trabajo minucioso de los restauradores sobre obras inmensas y milenarias, el observador sale un poco reconciliado con el arte, el saber, el talento, el desinterés de aquellos viejos hombres que caminaban por el pueblo haciendo preguntas aparentemente idiotas como quiénes somos, de dónde venimos y para dónde vamos. Lo mismo ocurre cuando uno pasa delante del circo romano o el pequeño templo llamado la Casa cuadrada de Nîmes, en el sur de Francia, que por razones extrañas permanecieron indemnes después del derrumbe del Imperio Romano, para que podamos intuir la grandeza de aquellos tiempos, la riqueza, el orden y el talento de los lejanos ancestros que también conocieron el dolor, la guerra y el exterminio.
No hace medio siglo los europeos, que son descendientes directos de aquel esplendor, se trenzaron en una guerra espantosa que aún humea sobre las frágiles instituciones actuales. Sus aviones y ejércitos destruyeron ciudades enteras y convirtieron en ruinas millones de edificios y obras y, lo peor, condenaron a la muerte y al éxodo a millones de seres humanos por obra y gracia de un iluminado llamado Hitler, que sedujo a las masas de su país con su palabra agresiva y primaria llena de odio y mentira. A todo mundo calificaba de bandido, pero el bandido era él. A Hitler nada lo detuvo en su locura y en su desequilibrio para llevar a su pueblo a la derrota y a la destrucción, empecinado como estaba en purificar supuestamente a su raza y a limpiarla de toda escoria étnica y de toda disidencia. Este hombre desequilibrado de pocos estudios y una ignorancia notable condujo a su pueblo a la deflagración y al final, después de suicidarse en un búnker, dejó sólo ruinas a su alrededor, allí donde hubo antes trabajo, cultura, riqueza, arte y cabaret. Quería a toda costa el unanimismo delirante y sembró el odio entre los suyos por ese maravilloso pueblo judío que creció por siglos allí aportando riqueza, inteligencia y obras maestras y al que condujo a los campos de concentración y al éxodo. Y al opositor de izquierda, al defensor del trabajador y del obrero, al defensor del débil, lo persiguió con su agentes de inteligencia y sus SS y los hizo desaparecer uno por uno o por grupo en atroces vendettas de exterminio. Las fosas comunes se fueron llenando de opositores y supuestos agentes del extranjero.
Hitler no es una caricatura sino un personaje muy real y muy reciente que sedujo con sus gritos histéricos y sus desplantes de neurasténico a muchas personas del pueblo y a muchos intelectuales, escritores, políticos y pensadores, que recitaban con odio esos gritos de exclusión en toda América Latina y en otras partes del mundo. Para todos ellos era muy normal aniquilar y exterminar al adversario caricaturizándolo de judío, de comunista o de bandido e incitar a la «infame turba» al genocidio, la masacre, el asesinato, el descuartizamiento del otro, del que piensa distinto a nosotros y alza su voz a favor de los débiles y en contra de los delincuentes de cuello blanco que se hacen millonarios con transacciones ilícitas y por otro lado chillan odas a la moralidad, al orden y al trabajo que no practican.
Cada generación está condenada a la disidencia y a la crítica: si nuestros abuelos y padres tuvieron que enfrentar con dolor a la chulavita armada e intelectual de hace apenas medio siglo, a nosotros nos toca ahora presenciar con espanto la vitalidad de una neo-chulavita tecnológica asuzada por nuestros hitlercitos tropicales. A medida que salen los cadáveres de entre 10.000 y 31.000 colombianos asesinados y desaparecidos por una de las fuerzas más genocidas de la historia de nuestro país, no nos queda otra cosa que refugiarnos entre esas estatuas y esos rostros de sabios de la antigüedad y preguntar con ellos cosas tan idiotas como quiénes somos, de dónde venimos y para dónde vamos.
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