Por Eduardo García Aguilar
La última vez que vi a Gabriel García Márquez fue en diciembre de 2003 en la Ciudad de México. Antes, en 1994, había estado con él en una larga tarde de charla en su preferido restaurante André, de Coyoacán, junto a los escritores colombianos William Ospina y Fernando Herrera, y en otras ocasiones en la casa del poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, en la presentación de la novela "Un bel Morir" de su amigo y hermano Álvaro Mutis, o en la Universidad Nacional Autónoma de México, cerca de la casa de la calle Fuego del Pedregal de San Ángel, donde vivió casi medio siglo y en la que murió el jueves.
Para cada colombiano, estar con García Márquez era ver en persona al padre de la patria, un Víctor Hugo personal que nos iluminó en la adolescencia; pero ese padre de la patria fue para todos quienes conversamos con él la persona más sencilla, jovial y antisolemne que se pudiera encontrar, el muchacho pobre nacido en la Costa Caribe colombiana, cerca del mar, de los carnavales de Barranquilla y de las plantaciones de la Compañía Bananera donde hubo una masacre; el emigrante pobre confundido con argelinos en el París de fines de los años 50 o el viajero que llegó a México con esposa e hijo y unos cuantos dólares viajando en buses Greyhound, después de renunciar a su trabajo en la agencia cubana Prensa Latina en Nueva York.
Su sentido del humor era tan certero, que cuando le dije una vez con temor que la película Edipo Alcalde basada en uno de sus guiones, que acababa de estrenarse con bombo y con su apoyo en México, era una película fallida, me respondió, mientras conducía impasible su viejo automóvil gris por Miguel Ángel de Quevedo, que entonces la culpa no era de él sino de Sófocles.
Esa última vez me dio cita en la legendaria cafetería de la librería Gandhi, de la avenida Miguel Ángel de Quevedo, oficina de todos los escritores y lectores de México, desde Augusto Monterroso a Elena Poniatowska, y llegó puntual como siempre y se instaló como si estuviera en su casa. Habló con elogios del recién galardonado Premio Nobel J. M. Coetzee, cuya obra admiraba, y con malicia miraba hacia las otras mesas donde jóvenes muchachas leían o preparaban sus tareas escolares, tal vez sobre Cien años de soledad, sin saber quién era el viejo convive de la mesa de al lado. El fotógrafo mexicano Pascual Borzelli estaba ahí por casualidad y le tomó una foto con los meseros.
Cuando salimos para pasar a los grandes espacios de la librería más grande de México, una empleada vino corriendo para asegurarse de que el señor que se marchaba con un bulto de periódicos bajo el brazo no se había robado un libro. Le expliqué que se trataba del Nobel Gabriel García Márquez, pero la muchacha no pareció inmutarse.
García Márquez observaba con estupor la escena. Una de sus amigas colombianas de México aseguraba que al escritor, en sus años de mayor gloria, le gustaba verificar el nivel de su popularidad en las colas de cine, en los aviones o en visitas sorpresivas a restaurantes y librerías.
En la acera de enfrente sin embargo se formó la barahúnda. De todas partes salía gente con libros suyos en busca de una dedicatoria y una indígena que vendía dulces sentada en el suelo con un bebé en los brazos le pidió un autógrafo. Pero el Nobel se lo negó, aduciendo que solo firmaba en libros para evitar el comercio de autógrafos sueltos.
Entró al recinto y los libreros de la Gandhi se agitaron, invitando a los clientes a que compraran sus libros y buscaran la firma.
Se formó una cola larguísima, frente a la cual se colocó el Nobel de pie y muy erguido, para firmar durante más de una hora. A cada cliente le dedicó alguna broma y después bajó ágilmente las escaleras para encontrase de nuevo el ajetreo de la calle, donde los vendedores de baratijas se peleaban para darle un regalo, cualquier cosa, una bolsa, una muñeca o un dulce. Lo tocaban como si fuera un amuleto. Unos ambulantes jóvenes le regalaron con veneración una billetera con motivos indígenas.
Y finalmente desapareció en un taxi por las avenidas del sur de México, no lejos de donde escribió Cien años de soledad en una casa modesta, luchando para pagar las deudas, y donde vivió más de medio siglo, lejos de su natal Colombia pero muy cerca del imaginario Macondo que lo vio nacer y lo acompañó hasta el último suspiro.
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Publicado en el blog Focus de la Agence France Presse. París. Viernes 18 de abril de 2014.
* Fotos en blanco y negro del fotógrafo mexicano Pascual Borzelli Iglesias, realizadas en 2003 en la librería Gandhi.
* Foto a Color de GGM, Fernando Herrera, William Ospina y Eduardo García Aguilar, en el restaurante André de Coyoacán, en 1994, realizada por Jorge Sánchez.