Por Eduardo García Aguilar
El peatón de
París es y ha sido una figura que atraviesa el tiempo a través de los siglos y
sigue tan vigente como nunca porque se alimenta de la efervescencia permanente
de las calles, pasajes, rincones, bulevares y plazas de una de las ciudades más
cantadas y descritas del mundo. El escritor Leon Paul Fargue, quien escribió un
magnífico libro de crónicas con ese título peatonal en los años treinta del
siglo XX, en tiempos de entreguerras, afirmó cuando aun no se sabía nada de la
futura conflagración mundial iniciada en 1939, que sin duda los pilotos de
aviones bombarderos se negarían algun día a lanzar bombas contra la ciudad al
percibirla desde sus alturas, cruzada por la plateada serpiente fluvial del
Sena.
Según la leyenda,
Adolfo Hitler habría ordenado la destrucción de la joya como objetivo final
ante la derrota ineluctable y preguntaba iracundo en su búnker a sus
subalternos ¿Arde París? sin saber que el general encargado de destruirla se
negaría a hacerlo. El militar nazi ya se había enamorado como todo el mundo de
sus calles, museos, edificios, bulevares, gentes, mujeres, bares, y de los
lugares de lenocinio de Pigalle, Montparnasse o de los grandes bulevares del
norte donde reinaba el Folies Bergere y la danza fenomenal de la negra Josephine
Baker.
Ese hombre
habría sido embrujado como tantos otros militares y soldados ocupantes y
cientos de millones de visitantes de todos los tiempos por los colores, las
luces intermitentes de caleidoscopio lanzados como haces de pasión sobre
cuerpos de divas y por la fiesta permanente y la vida noctámbula que él tal vez
agotó entre sudores y risas al lado de los amantes del dancing y el libertinaje
heredado de Sade y Casanova, mientras sus subalternos mataban y fusilaban
resistentes o enviaban en vagones a familias enteras, ancianos, niños y mujeres
judíos, comunistas, extranjeros o gitanos hacia los campos de concentración.
Esa locura
insaciable de la ciudad ha reinado en todos los tiempos, desde la era del poeta
bandido François Villon cuando los borrachines y los malandrines se hacinaban
en las puertas de la urbe en espera de un salvoconducto, ya fuera en la
Contrescarpe de la rive gauche a
donde se llegaba desde Italia o España o en la puerta de Saint Denis de la rive droite, a donde se llegaba de los
países del norte o del este. Hoy, como hace siglos, esos mismos sitios están
llenos de gente que departe hasta la madrugada en los bares junto al
abigarramiento de las tiendas de olorosos productos culinarios de diversos
orígenes o como en Saint Denis poblados de las prostitutas que ejercen el más
viejo oficio del planeta bajo las arcadas o junto a los portalones de sórdidas
y sucias callejuelas donde se observan a contraluz sus rostros asiáticos, eslavos o africanos.
El peatón de
París puede caminar y caminar sin rumbo preciso y por todas partes hallará
sorpresas, nuevos bistrots o bares, tiendas de todos los orígenes, librerías,
sex shops, almacenes de ropa, telescopios, autos de lujo, mapas, muñecas,
antigüedades, queserías, pescaderías, licorerías, pasajes de comida hindú,
libanesa, china o africana y mil lugares más que conservan a veces desde hace
siglos los avisos originales, como ocurre en las añejas calles de Montorgueil o
Moufettard para solo mencionar dos de las más famosas.
El caminante
puede también desparecer en el barrio de la Goute d’Or para introducirse a
África como si hubiera volado ese mismo día por avión a Senegal, Costa de
Marfil, Burkina Fasso, Benin, Malí, Camerún, Congo o Angola y perderse en sus
meandros exóticos o vistar los diversos barrios chinos, tailandeses o
indochinos donde lo asaltará el olor de coco o piña, o de las sopas Pho o la
comida libanesa y los aromas de Vietnam, Laos y Camboya. Y en esos lugares podrá
disfrazarse con las prendas coloridas y originales de aquellos lejanos mundos o
untarse de ung üentos y perfumes como ocurre por Barbès, donde proliferan
las tiendas de pelucas y los salones de belleza para lindas africanas o en Jean
Pierre Timbaud, por Belleville, donde se expenden burkas y chlilabas para nostálgicos
magrebíes soñadores de medinas o mediorientales bronceados por el imaginario
sol medierráneo cruzado por misiles y bombarderos en plena guerra siria.
Todos los
escritores locales y extranjeros han cantado y celebrado la ciudad en las
distintas épocas y leer sus memorias, diarios, correspondencias o novelas nos
confronta a esa permamencia del bazar interminable que ha reinado desde siempre
y que se centra en la conversaciónm el vino y la búsqueda incesante del placer.
Y lo de hoy es sin duda tan similar a lo de ayer según esas escrituras que nos
abren las ventanas al siglo XVII, al Siglo de las luces y la Revolución, al
largo y pujante siglo XIX y al XX creador de tantos horrores y maravillas.
Al deambular
hoy en esta primavera que avanza se constata que después de los atentados del
año pasado, perpetrados por los yihadistas neonazis que buscaban acabar con la
fiesta pagana, jóvenes y viejos se niegan a dejarse vencer por el terror como
sus ancestros de otros siglos. Al verlos agitados a todos en la alegre conversación
mestiza, como miles de pájaros cantando en el crepúsculo sobre frondosos árboles,
confirmamos que la fiesta de París continúa pese a todo como antes ocurrió en
medio de guerras y revoluciones y que la Noche de la rebeldía sigue de pie.
Y de repente salen
de los bares y bistrots las voces inconfundibles de Edith Piaf, Georges
Brassens, Serge Gainsbourg, Françoise Hardy, Jaques Dutronc -- el de la inoxidable
canción Paris s’éveille (París se
despierta) --, así como la voz rauca del ídolo popular parisino Renaud que
por estos días renace de sus cenizas tras
una década de alcohol, tan ocurrente y frágil como nunca. O sea que olores,
perfumes, canciones, belleza, amor y vida siguen firmes y tangibles para el
infatigable peatón de París del siglo XXI que es el mismo de otros tiempos como
un Dorian Gray redivivo.
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* Publicado en Excélsior. México. 1 de mayo de 2016.
- La foto que ilustra el texto es de Eugène Atget.