Todos
esperamos que, como desea el papa Francisco desde el Vaticano, el
acuerdo de paz entre el gobierno y las FARC quede blindado este domingo y
se pase ya directamente a implemetar la agenda para que el país inicie
otra era histórica con nuevos protagonistas y discursos contemporáneos,
flexibles y modernos, ágiles, inteligentes, recursivos, que dejen atrás
las manías de los histéricos caudillos nuestros que, espero, yacerán
ahora sí para siempre en el desván de los zapatos viejos.
Hay que
estar muy loco para negar legitimidad a un acuerdo de paz avalado tras
un largo proceso de negociación por el Vaticano, las Naciones Unidas,
Estados Unidos, La Unión Europea, los países garantes, entre ellos la
experimentada Noruega, a los que se agregan la comunidad internacional
en pleno, las diversas instituciones internacionales de derechos
humanos, la misma Corte Penal Internacional y los analistas y expertos
de los principales medios internacionales, que como The Economist, The
Guardian, Le Monde, The New York Times, la prensa alemana, italiana,
española, asiática, africana y las demás, han dedicado sus primeros
titulares al crucial acontecimiento.
Tuve la fortuna de cubrir
hace mucho tiempo las negociaciones de paz de El Salvador y Guatemala en
México y celebrar cuando lo que parecía increíble se realizaba: se
daban la mano militares y guerrilleros, se abrazaban líderes políticos
de derecha e ideólogos marxistas-leninistas que dejaban para siempre las
armas, las víctimas y los victimarios reconocían la necesidad de pasar
al fin a otra cosa, avalados por Naciones Unidas y el mediador gobierno
mexicano, que entonces tenía mayor influencia y protagonismo geopolítico
que hoy. En los lobbys de los hoteles día a día presencié como se
construía un acuerdo de paz.
Antes había cubierto como periodista
parte de esa guerra y visto en el terreno el atroz Playón de la muerte
cerca de San Salvador, donde centenares, tal vez miles de cadáveres
putrefactos de guerrilleros y militares eran lanzados por volquetadas
sobre los restos calcinados de la lava volcánica a la codicicia de
gallinazos y perros hambrientos. Vomité en el Hotel Camino Real donde
estaban los corresponsables extranjeros y durante varios días tuve
náuseas luego de ver tan apocalíptica escena, en ese lugar a donde me
mandó un sacerdote jesuita de la universidad local para que conociera de
lo que se trataba esa guerra.
En Guatemala sentí la tensión y en
Tegucigalpa y en la frontera con Honduras y Nicaragua capté los ecos de
la guerra entre contras patrocinados por las fuerzas del imperio y los
revolucionarios sandinistas. Y en esas largas jornadas locas, cuando los
corresponsales corren peligro, ni siquiera pensé en la posibilidad de
que algún día hubiera negociaciones exitosas de ese tipo en Colombia.
Pero al fin lo imposible sucedió y estamos a punto de pasar a otra era,
donde enfrentaremos sin duda otros conflictos, pero ya no serán los
mismos ni con las mismas figuras.
Las distintas ceremonias de
perdón realizadas en las últimas semanas en lugares donde sucedieron
hechos terribles cometidos por la guerrilla, los signos de la devolución
de tierras y propiedades acumulados en la guerra en marcos legales y
minitoreados por instancias responsables, los avances hacia el desminado
y la concentración de guerrilleros y milicianos tal y como está
planeado en el pacto, la próxima dejación de armas, son indicios de que
lo que parecía imposible es realizable.
No hay mal que dure cien
años ni cuerpo que lo resista, dice un refrán milenario que, con la
sabiduría que otorga la experiencia y el dolor, muestra que todos los
conflictos de la historia terminaron algún día y fueron reemplazados
después por lapsos de relativa estabilidad gozados por generaciones
nuevas, antes de que ellas mismas se maleen o se degeneren. Todos los
países y civilizaciones de la humanidad han vivido auges y caídas y
desaparecido dejando sus huellas para el trabajo futuro de arqueólogos,
antropólogos, historiadores y cronistas.
La historia de la
humanidad ha sido siempre una incesante y cruel guerra por obtener y
dominar territorios y riquezas y los líderes o jefes de guerra de esas
luchas se las arreglaron siempre para justificar las acciones bélicas
con pretextos nacionalistas, ideológicos, políticos, religiosos o de
cualquier otra índole. Alguna vez cayeron Nínive y Babilonia, se
derrumbaron los persas, se extinguieron los faraones, terminaron los
imperios de Darío, Alejandro Magno, Sulaimán y Hitler. Grandes dinastías
asiáticas vivieron largos periodos de hegemonía y prosperidad antes de
perderse en el polvo del tiempo. El terrible Atila alguna vez se
extinguió entre la humareda de sus delirios.
Como prueba de la
locura humana por el poder recordemos los 8000 guerreros de terracota
de Xian, en China, enterrados hace dos milenios por el emperador Qin Shi
Huang, poderoso que quiso vencer a la muerte por medio de ese acto de
megalomanía bélica. Igual hicieron los faraones con sus gigantescas
pirámides y para no ir muy lejos, los grandes reyes de las
civilizaciones prehispánicas mayas, olmecas, toltecas, aztecas, incas,
quienes soñaron con desafiar la eternidad a través de hermosas prámides y
templos sacrificiales como los de Teotihuacán, Montealbán, Palenque,
Chichen Itzá y Machu Pichu.
Los que hemos vivido este medio
siglo tanto en Colombia como en el exterior escuchando las noticias
incesantes del conflicto, habíamos perdido toda esperanza: a un lado
gobiernos y gamonales sucesivos incapaces de avanzar hacia la
negociación y al otro un grupo armado que hasta hace poco manejaba un
discurso arcaico que correspondía a un pasado remoto de guerras frías y
conflictos creados por el sueño romántico de imponer utopías por medio
de las armas y la violencia.
Ya no morirán más guerrilleros ni
soldados en la trifulca. La sangre por un momento dejará de manchar la
tierra fértil. Pero tendremos que lidiar con los fanáticos caudillos de
la Violencia que seguirán incansables en su monomanía abogando por la
guerra y la muerte, pero que no mandarán jamás a sus hijos a hacerla.
Esa será la lucha de quienes estamos del lado de la tolerancia: desarmar
con argumentos el odio de quienes lloran inconsolables el fin de una
guerra que iniciaron y alimentan. Y para argumentar es necesario mirar
lo que ocurrió en Colombia con la perspectiva de lo vivido por la
humanidad desde hace milenos. La óptica histórica es el oxígeno de la
lucidez.