Desde los balcones de la Casa del florero en Bogotá una tarde cualquiera se puede observar el aguacero implacable que todo lo dispersa en la plaza de Bolívar. De repente, solo una absurda llama peruana corre sobre los escuetos baldosines de la explanada, acompañada por su amos agrarios, para refugiarse en las arcadas de la alcaldía mayor de la ciudad. Las calles han quedado desiertas y no se percibe un alma en el amplio espacio del centro de la República, como si todo fuera espectral y metafórico.
He vuelto como un niño a explorar en la vieja casona los orígenes de este país que es Colombia y que nos convoca a millones en una implacable algarabía de imprecaciones e insultos radicales bañados por el odio permanente y la superficial alegría de danzas y músicas ancestrales. Allí nos muestran en una torpe escenografía figuras animadas de virreyes malos y buenos, de Nariño y Simón Bolivar, al lado de las imágenes de los desaparecidos en las jornadas apocalípticas del 9 de abril o la toma del Palacio de Justicia en 1985 que aun remueven y agitan las conciencias. Y en una habitación se exhiben los productos importados que se vendían en las tiendas de criollos y gachupines o las prendas dieciochescas que usaban los lejanos habitantes de la colonia.
Y en la sala desde donde se anuncia el balcón colonial que se abre a la plaza inmensa, está el supuesto florero, un horrendo objeto de pacotilla que habría originado las disputas que llevaron a la Independencia y a la fundación de la patria contra la madrastra española. Hoy la pelea a puños de palabras es entre el nietecito de Laureano Gómez y el zambo plebeyo Petro o entre el paisa energúmeno del Ubérrimo y el primo Pachito Santos contra sus enemigos reales e imaginarios. Nada ha cambiado pues en dos siglos.
Salvo la magnificencia de la lluvia sabanera y andina, todo allí en esta casa es minúsculo y a veces hasta ridículo. Y como para indicarnos que este país es una finca, por todas partes las placas de mármol nos indican que el benefactor del sacrosanto sitio diseñado en los años sesenta es el ex presidente Eduardo Santos, tío abuelo del actual mandatario Juan Manuel.
En las paredes de la Casa del Florero se exhiben las cartas que historiadores o ministros de apellidos pomposos como Hernández de Alba o López de Mesa escriben al primer Santos, quien vivía entonces cerca de Central Park, en Nueva York, con detalles de las actividades que condujeron a crear en la esquina de la plaza una casa patria que indicase a los jóvenes el punto nodal del inicio de la historia republicana, para que se inclinen y amen a los héroes bienamados. Desde allí el rico prohombre nacional, magnánimo, respondió con benevolencia al petimetre de turno que huía como la llama peruana con su sombrero Stetson y su paraguas abierto de las lluvias y los juzgados, en medio de los truenos y los rayos que cubren desde siempre la ciudad y sus fríos cerros.
Porque los héroes de nuestra República, originarios casi siempre de unas cuantas familias afortunadas y aristocráticas, residen lejos de la infame turbe bogotana en las exquisitas capitales del mundo donde han retozado como diplomáticos del nepotismo o viajeros de lujo desde los tiempos de Bolívar y Santander.
El doctor Santos a veces vivía en París y otras en Nueva York, como en su tiempo los doctores Santander, Rafael Núñez, López Pumarejo, Olaya Herrera o los Lleras o Barco o Laureano u Ospina residían en Londres o París o Roma o Benidorm y Sitges, lugares estos últimos en las playas mediterráneas. Todos ellos doctores a veces sin serlo, togados imaginarios, ungidos por un dios sabanero, magnánimos ellos, sabios, bondadosos, vestidos por modistos londinenses y bebedores de té.
La Casa del Florero no olvida sin embargo la muerte de Jorge Eliécer Gaitán a unas cuadras de allí y la conflagración que dejó el 9 de abril de 1948 la ciudad inerme entre sus cenizas y las ruinas de edificios y tranvías y cadáveres amontonados en las esquinas y que desde entonces sigue marcando la historia de la republiqueta leguleya gobernada la mayoría de las veces por corruptos, ladrones, pillos y mentirosos.
Dos jóvenes guardias acuden también al balcón a mirar la plaza inundada por la lluvia, ya sin llama peruana ni fotógrafos familiares o turistas esporádicos y atónitos. Desde ese punto esquinero trato de imaginarme el triste villorio que fue entonces Santa Fe de Bogotá, donde criollos y gachupines se daban de puños como lo muestra una cómica escultura tamaño natural que los representa para solaz de los jovenzuelos y ninfas de los colegios capitalinos.
Esa es la trompada nacional, una trompada permanente que terminó convertida en ruido de motosierras dos siglos después, o fogonazos de ametralladoras o bombardeo de aviones fantasma. De la trompada inicial de los pueblerinos, la patria avanzó hasta las altas tecnologías del insulto y la exterminación con drones y ataques quirúrgicos desde los cielos.
El portero del edificio nos regala una vieja postal donde se ve la habitación de nuestro Simón Bolivar y en la precaria tienda se venden vasos, la pluma de Nariño, libretas, libros, tasas y floreros imaginarios.
El aguacero interminable sigue afuera y debemos esperar para salir mirando el bello patio interior como si estuviésemos en ese lejano tiempo de los inicios. Una paloma negra agoniza empapada de agua helada. Extraña sensación esta de volver a la patria a visitar el primer día, aun con jet lag, la esquina de la leyenda, cuando la algarabía de los conflictos siguen y los líderes aristócratas y plebeyos se siguen dando trompadas coloniales por radio, televisión o twitter, mientras en las montañas o los llanos lejanos se siguen amontonando los muertos.