Por Eduardo García Aguilar
Nada más inquietante que enfrentarse a hurgar en los archivos dejados por el padre a su muerte, conservados dos décadas en un enorme baúl de los recuerdos que nadie se atrevía a abrir. Y mucho más cuando ese padre era un ser metódico, ordenado, amante de las leyes y la literatura, que iba dejando en cartapacios los avatares de su larga historia, cartas oficiales y familiares, escritos dispersos en la prensa o poemas escritos a mediados del siglo pasado, cuando tuvo que irse de su pueblo natal, Marquetalia, a causa de la violencia partidista.
Mi padre Alvaro, que murió a los 77 años en Bogotá y allí está sepultado al lado de mi madre, cumpliría cien años en este 2013 y con motivo de su centenarrio decidí abrir el baúl y observar los papeles donde está parte de la historia familiar y de la microhistoria del departamento de Caldas y el país en esos largos años. Ejemplo de esa microhistoria es que mi padre era primo hermano del gran músico caldense Ramón Cardona García, asesinado en 1959 en una atroz matanza en las alturas del Tolima.
Poco a poco se define en esos papeles la trayectoria de un hombre honrado de su generación a través de sus diversas edades y se observa cómo se va relacionando con la realidad y los problemas del país mientras trabaja sin descanso desde los 15 años, como el más responsable hijo de su numerosa familia.
Poco a poco se define en esos papeles la trayectoria de un hombre honrado de su generación a través de sus diversas edades y se observa cómo se va relacionando con la realidad y los problemas del país mientras trabaja sin descanso desde los 15 años, como el más responsable hijo de su numerosa familia.
Aquella generación excepcional fue de una valentía cívica indudable y como pertenecían a una época humanista donde aún la poesía, las letras, el pensamiento, los ideales, tenían algún sentido, pasaron como él mucho tiempo leyendo clásicos, explorando en los periódicos nacionales y anotando en cuadernos y libretas, en hojas dispersas, las ideas u obsesiones que los invadieron durante sus largas vidas como hijos de su época, marcada por dos guerras mundiales, la guerra fría, y los múltiples genocidios nacionales.
La vida de esos hombres fue de una permanente autoeducación. En la adolescencia y la juventud, desde 1928 y en los años 30 y 40, mi padre tuvo que trabajar mucho, pero en las diversas misiones que cumplió, sacó tiempo para dedicarse a lo que más le gustaba: leer, pensar, escribir artículos y poemas y discutir de literatura, historia y política con sus amigos, que en su mayoría eran liberales de izquierda.
Ni él ni sus amigos fueron gente de poder ni tuvieron grandes cargos, ni fueron senadores, representantes, embajadores o ministros, pero son el sustento de la historia real del país, a donde la luz de los historiadores casi nunca llega. Eran ciudadanos probos y por eso no se enriquecieron ni tuvieron éxito en sus empresas políticas, pues siempre optaron por las causas perdidas frente a la injusticia, el nepotismo y la corrupción colombianas.
Según veo al revisar sus archivos, sus amigos fueron humanistas liberales que se enfrentaron a la intolerancia
de los regímenes conservadores de Ospina y Laureano y por los tiempos iniciales del Frente Nacional, hombres de la línea dura del Movimiento Revolucionario Liberal, militantes del Frente Unido de Camilo Torres, sindicalistas, escritores como José Naranjo, que lo visitaban en su oficina del edificio Gonzalo Salazar, hoy Hotel Cumanday, al lado del café Osiris, diagonal con el Edificio El Escorial.
Era normal que en una ciudad tan conservadora como Manizales, dominada por una casta cerrada, ellos tuvieran todos un bajo perfil, por lo que los microhistoriadores deberían algún día estudiar esa parte secreta de la realidad, aplastada por los caudillos locales de la corrupción y la componenda política.
En los archivos descubrí los periódicos efímeros que publicaban los liberales y donde escribían y opinaban sobre política o literatura, pero lo más sorpresivo es la pequeña obra poética secreta, parte de la cual destruyó antes de morir, poemas que yo sabía había escrito y reencontré con su caligrafía inconfundible en diversas libretas.
Entre ellos se destaca el poema "A un terruño", que escribio en 1951, a los 37 años, después de abandonar Marquetalia a raíz de la persecución sufrida allí por los liberales. En ese bello poema canta a su tierra natal, a la que ya no podrá volver, desde el exilio en la fría Manizales.
En esta inicial exploración de los papeles descubrí sus años de telegrafista muy joven en su natal Marquetalia y en Marmato en los años 30, lugar estratégico por la minería, donde sin duda el telegrafista, conocedor de los códigos secretos del alfabeto Morse, debía saber muchas cosas secretas y riesgosas.
O sea que en ese baúl personal de mi padre arde un mundo lleno de historias, pues la vida es una novela donde, pasado el tiempo, encontramos que en cada historia modesta y trágica de un hombre se basa la historia de un país y sus regiones. A él le debo la literatura, y ahora él, minucioso heredero de los escribanos egipcios, me devuelve los detalles de su vida antes de la mía, como si fuera el gustoso contador de la Lámpara de Aladino.