Por Eduardo García Aguilar
La última vez que estuve en Nueva York participé en una fiesta en casa del poeta Nelson Ortega y otros amigos en Central Park, donde suelen reunirse personalidades del arte, la música el teatro y la literatura latinoamericanas y estadounidenses, entre los que figuran Silvio Martínez Palau, Plinio Garrido, Roberto Quesada, Eduardo Márceles Daconte, Renán Arango y el dibujante Naide, entre otros muchos.
Acababa de presentar en Americas Society la versión al inglés de mi novela El viaje triunfal, publicada por Aliformgroup en versión de Jay Miskowiec, con la presencia del maestro Gregory Rabassa, y habían transmitido hacía poco en la región una entrevista que me hizo Jorge Gestoso, donde me refería a las grandes taras de nuestro país natal, y que Nelson grabó con generosidad para mi.
Esos momentos inolvidables de encuentro entre amantes del arte y la literatura en Nueva York, en pleno Central Park, me abrieron de nuevo una puerta a esa diáspora colombiana y latinoamericana que vive y hace cultura en esa ciudad y es hermana de otras diásporas residentes en Canadá, Madrid, París, Londres, Berlín, Barcelona, Buenos Aires, Quito y otras capitales.
Nelson Ortega, actor y poeta, es un ser lúdico y generoso y por eso en torno a él se siente el aura de quienes guardan viva en estos tiempos fríos de marketing el alma artística por encima de todo y tiene las puertas abiertas de su espacio y su corazón a quienes con su sola presencia luchan contra las barbaries contemporáneas.
Cuando voy a Nueva York siento esa fuerza latinoamericana o colombiana que siempre estuvo presente allí desde los tiempos de José Marti, José Juan Tablada y José Eustasio Rivera, quienes como otros miles de escritores, pintores, músicos, actores, filósofos, han vivido en esas calles explosivas largas etapas de su vida, cuando no la vida entera.
En sus calles me tocó vivir en 1989 en directo la caída del Muro de Berlín y la agitación que se sentía por Greenwich Village y sus bares, en los puestos de periódicos y librerías nocturnas que esperaban los diarios europeos provenientes del escenario. Aquella fecha histórica que cambiaba los rumbos del mundo nos llegaba en las imágenes televisivas que mostraban al mundo esa juventud que derruía un muro de la infamia como ejemplo de que no debe haber muros en ninguna parte, ni siquiera en nuestro propio interior.
Por esas calles caminamos con Silvio, Lupe, Plinio, Marco Tulio Lamoyi, Eduardo Márceles, Tomás González y Dora, quienes vivían por Lower East Side y que como muchos otros prefirieron el retorno al origen después de vivir en directo la caída de las Torres Gemelas, la otra noticia impactante, bíblica que marco el inicio del siglo XXI.
Ahí en Nueva York también he vivido la fiesta del jazz, la música en Queens, las rumbas ultracontemporáneas en antros de Manhattan y las presentaciones de libros y recitales en pequeñas librerías donde se siente el paso de los beatniks y las generaciones perdidas herederas de Walt Whitman.
Porque Nueva York, donde escribió Federico García Lorca su extraordinario libro Poeta en Nueva York, es una ciudad de poesía e imágenes, un mundo a veces cruel y solitario donde vibran las fuerzas de la creación como un puñetazo boxístico, un jab inclemente del rey Cassius Clay antes de transmutase en Mohamed Ali, o un mordisco de Hanníbal Lecter el caníbal.
Las ciudades de las diásporas artísticas mundiales son metrópolis enormes y difíciles donde el artista lucha solitario contra los demonios de la creación sin cortes de validos, venias coloniales, petrificaciones provincianas, exclusiones étnicas o emperifollamientos, como ocurre a veces en las capitales latinoamericanas que, como Bogotá o Lima, están llenas de castas endógamas, ignaras y abusivas y millones de intocables, arrodillados ante prelados literarios y cargadores acríticos de incesarios.
Las ciudades de las diásporas artísticas mundiales son metrópolis enormes y difíciles donde el artista lucha solitario contra los demonios de la creación sin cortes de validos, venias coloniales, petrificaciones provincianas, exclusiones étnicas o emperifollamientos, como ocurre a veces en las capitales latinoamericanas que, como Bogotá o Lima, están llenas de castas endógamas, ignaras y abusivas y millones de intocables, arrodillados ante prelados literarios y cargadores acríticos de incesarios.
En Nueva York la realidad es la realidad a secas. El cruce de los vientos es entrevere de los huracanes devastadores del arte, que es pesadilla, rebelión, fiesta, aquelarre, miedo en el ombligo del Imperio contemporáneo, patrón de las guerras y las armas.
El estremecimiento de los rieles del metro neoyorquino, significa el chillido de quienes alguna vez llegaron allí desde todos los puntos cardinales del planeta en busca de un futuro o un pasado, la muerte, el suicidio, el sudor del albañil, o de las luces tramposas de los rascacielos que mostraban las fotografías de Berenice Abbot o las novelas de John Dos Passos, Norman Mailer, Truman Capote o Philip Roth.
París, donde vivo y comparto mis horas con una nutrida diáspora latinoamericana un poco muda ahora, que poco o nada tiene que ver con los tiempos donde reinaron Rubén Darío y Vargas Vila, César Vallejo y César Moro o el siempre joven y moderno Julio Cortázar, quien todavía se nos aparece en las noches de lluvia, es una jaula de oro, un inmenso museo para turistas donde el artista puede sucumbir ahogado por el perfume y el glamour del pasado.
Nueva York para mi es otra cosa, una máquina trituradora de seres, verdades y acomodamientos, un lugar donde el arte se busca y se encuentra y se pierde como la vieja Louise Bourgeois o el delirante Muntadas en el solitario cruce de las avenidas aciagas. Y en esa Nueva York querida y odiada, la diáspora de artistas y escritores colombianos y latinoamericanos, escribe día a día su solo infinito de trompeta para nada y para nadie, como debe ser
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* Publicado en La Patria, Manizales. Colombia. Domingo 6 de diciembre 2013.