Por Eduardo García Aguilar
Tal vez no lea nunca la obra de Francisco Umbral, el estrafalario Premio Cervantes que acaba de morir en Madrid a los 72 años de un paro respiratorio en medio de los homenajes más exagerados de periodistas, editores y magnates de la prensa española, que lo admiraban y consideraban genio por sus articulillos livianos sobre la corrupta farándula madrileña de las últimas décadas.
No digo que el personaje me sea antipático del todo, porque en el fondo yo también soy frívolo y me gustan los cotilleos de las revistas del corazón y los escritores que tienen el valor de burlarse de los políticos y las estrellas del momento, no dejando títere con cabeza. Pero de ahí a que se entronice al buen Umbral como al sucesor de Cervantes y por medio de intrigas palaciegas, a las que era muy adicto su protector Camilo José Cela, se le encumbrara a niveles de inmortalidad, dándole los más grandes premios del orbe hispanoamericano, como el Cervantes, me parece ridículo e injusto y estoy seguro que el mismo articulista me daría la razón.
Eso muestra el provincianismo « cutre » que se ha apoderado de España y que devora todo a su paso: diarios, revistas, editoriales, televisión, universidades, poesía, filosofía, ese mar mediático dominado por los ricachones de los grandes grupos, esos Citizen Kane que convirtieron en una ruina al país literario de Gracián, Quevedo y Lope, de Valle Inclán, Cernuda y Gómez de la Serna.
Es meritorio que el modesto y enfermizo joven provinciano traumatizado por ser hijo de madre soltera haya partido de Valladolid y llegado a Madrid pobre y con una maleta a abrirse camino en la prensa capitalina. Es muy divertido que se tomara fotos desnudo junto a una máquina de escribir y una calavera, o que dijera haber llevado en la solapa una flor de coño con tallo vaginal y se hubiera inventado un personaje de patillas, gafas amplias de carey y bufanda de paleto sesentero.
Umbral se convirtió, ya exitoso, y después de medrar en los mentideros del poder, en un personaje típico de la novela decimonónica francesa, de esos que pululaban en las historias de Balzac y Maupassant y que son la caricatura del arribista, sea Rastignac o Bel Ami. El personaje del periodista enamorado de los ricos y los mafiosos reencauchados en honorables padres de la patria, resume toda la conjunción asquerosa y lambiscona que ha existido entre los periodistas y el poder y que hoy casi sin excepción practican los santones de la literatura española e hispanoamericana.
Por muy enternecedor que nos parezca ese carácter y por muy justificada que sea la lucha por ganar la vida y salir de la pobreza para finalmente ser aceptado en las mesas de los ricos de Madrid y las mansiones corruptas de los millonarios, al lado de Julio Iglesias, Isabel Pantoja, la Preysler y todos los petimetres de la corte, el personaje no es más que un medrador entre los poderosos, un simple saltimbanqui que les ofrece a todos sus dosis diaria de mediocridad y les pone al frente el espejo para que se solacen de su propia estolidez, ante la admiración inocente de la muchedumbre. Porque en Umbral no hay ni una idea, todo allí es pura ocurrencia, chiste barato y al releer sus columnas encuentra uno todos los lugares comunes y la vulgaridad atosigante que nos enseñó la Madre patria, esa España de naftalina machista y patriarcal salida de la camandulería decimonónica y del franquismo, donde los emblemas son el cojón y el coño.
Sólo gente de muy pocas luces puede divertirse con esa grosería escatológica de estirpe Camilojoseceliana manejaba por Umbral y que ha encontrado en el joven novelista Prada, el autor de « Coños », al discípulo: todo es cagar, coños, pedorrera, putas, cojones, culo, mierda, pero un cagar, una pedorrera y una mierda hispánicas que no le llegan a los tobillos a la manejada hace siglos por Cervantes y Quevedo, que eran mucho más escatológicos y más inteligentes, rebeldes y divertidos que estos lejanos herederos santificados en el autismo del cotilleo matritense. La literatura española debería despertar de la mediocridad en que la ha sumido el río de dinero corruptor del auge económico, esa inyección incesante de plata de la Unión Europea y del lavado de dinero que corroe todas sus instancias, y crea una promiscuidad repugnante entre escritores, políticos, mafiosos y magnates.
Ese amancebamiento ha convertido al país en el reino del « Hola », por lo que España debería cambiar de nombre y llamarse Holalandia. Adelantos millonarios, escritores comprados con puestos, promesas poéticas y narrativas convertidas en empleadillos de corbata con lengua colgante para lamer y gacetilleros convertidos en genios literarios, resumen con toda claridad este fenómeno del cual deberían despertar españoles e hispanoamericanos.
Ahora que el dinero de los nuevos ricos españoles ha ido por la reconquista de América Latina, la gran tierra literaria de Cervantes y Quevedo, de Huidobro, Borges y Vallejo, terminará convertida toda en una gigantesca Umbralandia con sus lamentables y tristes pedos, coños y cojones de opereta, mientras los escritores de hoy, como perros falderos, lamen felices e indignos las sobras y las botas bajo la mesa de la nueva plutocracia española.
Tal vez no lea nunca la obra de Francisco Umbral, el estrafalario Premio Cervantes que acaba de morir en Madrid a los 72 años de un paro respiratorio en medio de los homenajes más exagerados de periodistas, editores y magnates de la prensa española, que lo admiraban y consideraban genio por sus articulillos livianos sobre la corrupta farándula madrileña de las últimas décadas.
No digo que el personaje me sea antipático del todo, porque en el fondo yo también soy frívolo y me gustan los cotilleos de las revistas del corazón y los escritores que tienen el valor de burlarse de los políticos y las estrellas del momento, no dejando títere con cabeza. Pero de ahí a que se entronice al buen Umbral como al sucesor de Cervantes y por medio de intrigas palaciegas, a las que era muy adicto su protector Camilo José Cela, se le encumbrara a niveles de inmortalidad, dándole los más grandes premios del orbe hispanoamericano, como el Cervantes, me parece ridículo e injusto y estoy seguro que el mismo articulista me daría la razón.
Eso muestra el provincianismo « cutre » que se ha apoderado de España y que devora todo a su paso: diarios, revistas, editoriales, televisión, universidades, poesía, filosofía, ese mar mediático dominado por los ricachones de los grandes grupos, esos Citizen Kane que convirtieron en una ruina al país literario de Gracián, Quevedo y Lope, de Valle Inclán, Cernuda y Gómez de la Serna.
Es meritorio que el modesto y enfermizo joven provinciano traumatizado por ser hijo de madre soltera haya partido de Valladolid y llegado a Madrid pobre y con una maleta a abrirse camino en la prensa capitalina. Es muy divertido que se tomara fotos desnudo junto a una máquina de escribir y una calavera, o que dijera haber llevado en la solapa una flor de coño con tallo vaginal y se hubiera inventado un personaje de patillas, gafas amplias de carey y bufanda de paleto sesentero.
Umbral se convirtió, ya exitoso, y después de medrar en los mentideros del poder, en un personaje típico de la novela decimonónica francesa, de esos que pululaban en las historias de Balzac y Maupassant y que son la caricatura del arribista, sea Rastignac o Bel Ami. El personaje del periodista enamorado de los ricos y los mafiosos reencauchados en honorables padres de la patria, resume toda la conjunción asquerosa y lambiscona que ha existido entre los periodistas y el poder y que hoy casi sin excepción practican los santones de la literatura española e hispanoamericana.
Por muy enternecedor que nos parezca ese carácter y por muy justificada que sea la lucha por ganar la vida y salir de la pobreza para finalmente ser aceptado en las mesas de los ricos de Madrid y las mansiones corruptas de los millonarios, al lado de Julio Iglesias, Isabel Pantoja, la Preysler y todos los petimetres de la corte, el personaje no es más que un medrador entre los poderosos, un simple saltimbanqui que les ofrece a todos sus dosis diaria de mediocridad y les pone al frente el espejo para que se solacen de su propia estolidez, ante la admiración inocente de la muchedumbre. Porque en Umbral no hay ni una idea, todo allí es pura ocurrencia, chiste barato y al releer sus columnas encuentra uno todos los lugares comunes y la vulgaridad atosigante que nos enseñó la Madre patria, esa España de naftalina machista y patriarcal salida de la camandulería decimonónica y del franquismo, donde los emblemas son el cojón y el coño.
Sólo gente de muy pocas luces puede divertirse con esa grosería escatológica de estirpe Camilojoseceliana manejaba por Umbral y que ha encontrado en el joven novelista Prada, el autor de « Coños », al discípulo: todo es cagar, coños, pedorrera, putas, cojones, culo, mierda, pero un cagar, una pedorrera y una mierda hispánicas que no le llegan a los tobillos a la manejada hace siglos por Cervantes y Quevedo, que eran mucho más escatológicos y más inteligentes, rebeldes y divertidos que estos lejanos herederos santificados en el autismo del cotilleo matritense. La literatura española debería despertar de la mediocridad en que la ha sumido el río de dinero corruptor del auge económico, esa inyección incesante de plata de la Unión Europea y del lavado de dinero que corroe todas sus instancias, y crea una promiscuidad repugnante entre escritores, políticos, mafiosos y magnates.
Ese amancebamiento ha convertido al país en el reino del « Hola », por lo que España debería cambiar de nombre y llamarse Holalandia. Adelantos millonarios, escritores comprados con puestos, promesas poéticas y narrativas convertidas en empleadillos de corbata con lengua colgante para lamer y gacetilleros convertidos en genios literarios, resumen con toda claridad este fenómeno del cual deberían despertar españoles e hispanoamericanos.
Ahora que el dinero de los nuevos ricos españoles ha ido por la reconquista de América Latina, la gran tierra literaria de Cervantes y Quevedo, de Huidobro, Borges y Vallejo, terminará convertida toda en una gigantesca Umbralandia con sus lamentables y tristes pedos, coños y cojones de opereta, mientras los escritores de hoy, como perros falderos, lamen felices e indignos las sobras y las botas bajo la mesa de la nueva plutocracia española.