Por Eduardo García Aguilar
Ya hace una década murió Roberto Bolaño (1953-2003), el escritor más importante de nuestra generación, y quien se ha convertido en una verdadera leyenda y autor de culto mundial, considerado el narrador de más trascendencia en el orbe latinoamericano después de los grandes fenómenos de la segunda mitad del siglo XX.
Bolaño surgió desde el más absoluto margen y solo contra todos y desde ese lugar oscuro fue construyendo la catedral de su obra e imponiéndose, hasta obtener el Rómulo Gallegos por Los detectives salvajes y bajar después poco a poco de manera prematura al sepulcro ejerciendo hasta el final la escritura, oficio que para él debía practicarse como si uno estuviera condenado al día siguiente a pasar a la silla eléctrica.
El autor chileno, gran amigo y discípulo principal de esa otra gran figura rebelde que es el Premio Cervantes chileno Nicanor Parra, activo todavía a los 99 años de edad, viajó muy pronto de su tierra natal a otros países siguiendo a sus padres, primero a El Salvador y luego a México, donde pasó parte crucial de su adolescencia y la primera juventud poéticas, antes de emigrar a España y radicarse en Cataluña, sitio de su fallecimiento a los 50 años de edad, antes de que pudiera realizársele un transplante de hígado.
Reconocer e identificarse en el talento de un compañero tan notable de generación, es algo que ocurre pocas veces y con frecuencia no ocurre. Cuando viajo por su páginas entiendo con toda claridad lo que nos une en el tiempo como escritores y mucho más cuando el azar de la vida me ofreció la posibilidad de vivir los escenarios de Los detectives salvajes de manera paralela e intensa y en especial la Ciudad de México joven y literaria de ese momento, que es el tema central de ese libro y de mi novela mexicana contemporánea Tequila coxis.
Llegué a México a fines de 1980, o sea que los hechos mexicanos de los protagonistas "real visceralistas" o "infrarrealistas" acaban de pasar y estaban aún calientes como cenizas recién abandonadas. Bolaño se había ido a Barcelona y Mario Santiago ya había regresado de su viaje a Europa, descrito por Bolaño en su novela. Pero quedaban Piel Divina y otros miembros de ese movimiento.
Llegué a México a fines de 1980, o sea que los hechos mexicanos de los protagonistas "real visceralistas" o "infrarrealistas" acaban de pasar y estaban aún calientes como cenizas recién abandonadas. Bolaño se había ido a Barcelona y Mario Santiago ya había regresado de su viaje a Europa, descrito por Bolaño en su novela. Pero quedaban Piel Divina y otros miembros de ese movimiento.
Y no solo viví a fondo y escribí sobre los mismos escenarios y las mismas preocupaciones de la fascinante y multifacética metrópoli mexicana que amamos, sino que fui muy amigo y cómplice del mejor amigo y cómplice de Bolaño, el poeta infrarrealista Mario Santiago (1953-1998), quien fue inmortalizado en esa novela con el nombre de Ulises Lima.
A Mario Santiago (o Ulises Lima) lo conocí recién llegado a México y en una buhardilla donde vivía cerca de la colonia Roma Sur, me hizo probar el mezcal en una botella mágica, en el fondo de la cual se podía ver un enorme peyote cristalino. En ese entonces Mario era el más maldito de los malditos escritores mexicanos, despreciado y ninguneado por casi todos el establecimiento literario, salvo algunas escasas excepciones, como sus compañeros de generación Carmen Boullosa y Juan Villoro, que fueron sus amigos.
Santiago, Bolaño y los poetas infrarrealistas tenían una obsesión con Octavio Paz, a quien veían como un padre destruible y odioso. Por esa razón nadie los aceptaba, porque no perdían ocasión de tratar de sabotear sus recitales o conferencias en medio de escándalos memorables.
Santiago ya había regresado de su agitado periplo europeo por París, Barcelona e Israel, a donde fue tras una amada imposible, Claudia, que yo también conocí, y que era de una belleza y sensualidad inigualables. Emprendía una larga carrera solitaria de casi dos décadas hacia la muerte accidental en su propio país, al que no consideraba el suyo, pues se creía más peruano que azteca. Yo acaba de llegar de Europa y Estados Unidos a México y esa condición de apátridas errantes nos hizo amigos en esa época feliz de México, cuando todos comenzábamos a publicar nuestros primeros libros. Incluso poco más de un año antes de su fallecimiento, participé en la presentación de su libro Aullido de cisne en 1996, a pedido de Mario, y el texto leído allí fue publicado por Juan Villoro en La Jornada semanal.
Y mientras Mario Santiago iba poco a poco hacia la tumba viajando en los efluvios inquietantes del alcohol de Malcolm Lowry, la vida y la poesía, su gran amigo chileno escribía cerca de Barcelona la novela de sus aventuras mutuas, una obra que lo consagraría de repente y haría a su vez conocido a Santiago, que por fin, con carácter póstumo, empieza a ser publicado y admirado por groupies que le rinden culto junto a su tumba, en la ciudad de México.
Los detectives salvajes es una obra maestra. Hay que haber vivido a fondo en México como lo viví durante tres lustros para reconocer la maestría con la que Bolaño describe esos ambientes y logra captar el lenguaje de los mexicanos de su generación, sus preocupaciones, vida sexual desaforada, irreverencia literaria a través de personajes como las hermanas Font, Piel Divina, a quien tambien conocí, y todo un grupo de jóvenes de menos de 30 años, que es la mejor edad para ser escritor.
También es notable la maestría que despliega el autor chileno para mostrar desde diversas voces mundos que se encabalgan unos tras otros. Primero México y luego Cataluña, París y sus buhardillas, Israel y sus desiertos calcinantes, Viena y sus calles intrincadas. Decenas de personajes hablan, hacen el amor, sufren, se enloquecen, se emborrachan, discuten, pelean, mueren como en un surtidor inagotable, caleidoscopico mágico e inagotable que parece una voz que sale de la nada, casi biblica, como "un guantelete en el aire".
Y ahora que ya no están ni Santiago ni Bolaño, quienes se fueron muy temprano, quedamos los de su generación aquí en esta tierra y cada década que pasa nos sirve para entender lo que fuimos o no fuimos y lo que somos y nunca seremos. Todavía guardo la imagen de Bolaño, cuando lo vi en la sórdida calle Regina, su mirada fija, su silencio, su palidez y pienso que somos afortunados de que uno de los nuestros haya logrado la consagración a contracorriente y desde el margen, escribiendo como si fuera a pasar mañana a la silla eléctrica.
* Del 21 al 24 de noviembre de 2013, en París, la embajada de Chile, el Instituto Cervantes y la Maison de l'Amérique Latine realizan a fines de noviembre varias actividades en homenaje a Bolaño, a diez años de su muerte. Organizado por el agregado cultural de Chile en París, el escritor Felipe Tupper, participan en las actividades el embajador chileno Jorge Edwards, el editor Jorge Herralde, Florence Olivier, Roberto Amutio, Ignacio Echeverría y Florence Olivier, entre otros.
Abajo imagen de Mario Santiago (Ulises Lima)