La terribles imágenes del terremoto que sacudió Birmania, Tailandia y varios países del sudeste asiático este viernes, en especial las del desplome de varios rascacielos, muestra la terquedad de los humanos que se empecinan en construir torres altísmas en lugares conocidos por la ineluctable actividad sísmica que nunca perdona.
La
voracidad de los empresarios inmobiliaros no tiene límite y con tal de
vender apartamentos a los incautos y enriquecerse rápido, construyen
adefesios junto a precipicios o en medio de regiones o fallas tectónicas
que tarde o temprano serán sacudidas por terremotos. Les importa un
comino la vida de sus clientes, que aspiran con esfuerzo a ser
propietarios y adquieren solo sueños.
América
Latina, desde Estados Unidos hasta la Patagonia, está cruzada por una
enhiesta cordillera que muestra el implacable y violento choque de las
placas y las fallas tectónicas que se encabalgan unas sobre otras
creando altas cumbres nevadas coronadas por volcanes.
En
Estados Unidos se sabe desde el terrible terremoto de San Francisco en
1906 que todas las ciudades y localidades costeras de California serán
sacudidas por un terremoto que ya denominan el Big One y así
sucesivamente México, Guatemala, Centroamérica, Colombia, Perú y Chile
tienen en su prontuario histórico inolvidades y terroríficas conmociones
telúricas que todos los latinoamericanos hemos experimentado desde
niños y los prehispánicos conocían y conjuraban con sus propios métodos
de construcción.
Pero los
rapaces magnates inmobiliarios contemporáneos olvidan ese pasado con la
complicidad de las autoridades corruptas y es aterrador ver como casi
todas las ciudades medias basan su reciente desarrollo y progreso según
el número de rascacielos y edificios que conforman un impresionante
skyline, del que se sienten orgullosos. Nadie los controla, nadie
prohíbe sus fechorías, no hay planes urbanísticos serios.
Han
olvidado que nuestros ancestros construían casas y edificios de
bahareque y guadua que eran bellos y livianos y resistían los impactos
telúricos y que los prehispánicos peruanos dotaban a los cimientos de
sus viviendas de una extrañas bolsas tejidas llenas de piedra que
ayudaban a reducir el impacto de los sismos, que conocían desde hace
milenios y experimentaban de generación en generación.
Pero
el absurdo desarrollismo del siglo XX en América Latina impuso la idea
de que una ciudad o incluso un pueblo son más prósperos si se llenan de
inmensos rascacielos de cemento que imitan a las torres de Nueva York y
los ricos países árabes de Oriente Medio, donde los jeques invierten
miles de millones de dólares en desafiar los cielos con sus absurdos
delirios de nuevos ricos, y así ocurre en Tailandia, Singapur, China,
India y otras zonas telúricas del llamado Tercer Mundo.
Sobreviviente
del terrible terremoto de noviembre de 1985 en la Ciudad de México y
testigo de aquel desastre inenarrable, vi como todos los edificios
recientes construidos en tiempos de la prosperidad petrolera de la
segunda mitad del siglo XX caían unos tras otros como castillos de
naipes o se hundían mientras las construcciones coloniales o
decimonónicas resistían, como la mía, el famoso edificio de la Casa de
las Brujas en la Plaza Río de Janeiro de la Colonia Roma, que me salvó
la vida.
Decenas de miles
de personas murieron aplastadas en esos feos edificios del progreso
construidos con malos materiales en un lugar que se sabía no era apto
para ese tipo de construcciones pues era un antiguo lago en zona
sísmica. Pero 40 años después los rascacielos siguen proliferando en esa
ciudad y en todas las ciudades grandes y medias del llamado Tercer
Mundo, donde reina el cemento y la codicia inmobiliaria ante la
indiferencia de las autoridades de control que se hacen los de la vista
gorda y cobran por ello.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 30 de marzo de 2025.