domingo, 8 de septiembre de 2019

EL MISTERIO DEL CONDE LAUTRÉAMONT

Por Eduardo Garcia Aguilar

Lautréamont y Rimbaud fueron contemporáneos y compartieron en cierta forma el mismo destino, al morir muy jóvenes ambos como poetas, el primero por muerte prematura a los 24 años y el otro por renunciar en vida a la poesía a los 19 años y partir como aventurero hacia los peligros del Cuerno de África, desde donde regresó a morir en Marsella a los 39 años. Muy temprano mostraron su talento en las aulas del colegio y el Liceo y produjeron rápido obras que siguen estremeciéndonos y marcando a los poetas de varias generaciones.

Lautréamont (1846-1870), cuyo verdadero nombre era Isidore Ducasse, nació en Uruguay, pero fue enviado a Francia por su padre diplomático francés a estudiar en Tarbes y Pau, porque le veía talento para las matemáticas, aunque otros estudiosos de su vida consideran que la relación entre ambos era difícil por la frialdad del progenitor y la rareza del muchacho. En la escuela sus condiscípulos lo recuerdan como un grandote, algo encorvado, meditabundo y locato, aunque reconocían su inteligencia e inquietudes. Lo recuerdan solitario y pensaban que tal vez estaba traumatizado por la lejanía de su familia, residente al otro lado del océano, en la lejana Uruguay, donde el progenitor era cónsul francés.
Uno de sus maestros lo castigó en el liceo de Pau porque le presentó un trabajo literario donde ya anunciaba un inconfundible estilo revolucionario que se apartaba de las estrictas leyes de la retórica en boga, asunto que mortificó mucho al sensible joven, que no olvidaría nunca la injusticia, ya que había hecho un esfuerzo para presentar un texto en el que pensaba haber dado lo mejor de sí. Luego el joven prosigue sus estudios en París y reside en hoteles amoblados en diversas calles del barrio de la Bolsa como Nuestra Señora de los Campos, Vivienne y Faubourg Montmartre, no lejos de los grandes bulevares, la Biblioteca Nacional, y los centros financieros y periodísticos que proliferaban entre los famosos pasajes de la era romántica estudiados por el ensayista alemán Walter Benjamin. 
En esos pasajes cubiertos por amplias marquesinas las clases altas se protegían de las intemperies y el lodazal pútrido de las calles, en centros comerciales de la época donde había de todo, bares, librerías, editoriales, cafeterías, tiendas de baratijas y bibelots, galerías de arte, prostíbulos, fumaderos de opio, boutiques y apartamentos privados. Todavía existen muchos de esos pasajes intactos y uno puede, cuando camina por ahí, distinguir viejas librerías o pasar frente a las sedes de las que fueron editoriales, periódicos o revistas muy importantes de todo el siglo XIX, cuando el libro y los diarios brillaban en su esplendor y la literatura era el centro de la vida y el mundo. El sueño de todos los escritores jóvenes era vivir en ese barrio y tratar de editar allí sus poemas, novelas, ensayos buscando el éxito, la fama o la gloria.
Los grandes autores como Víctor Hugo, Flaubert o Balzac, entre muchos otros, eran originarios de capitales de provincia y desde allí, cuando salían de la adolescencia, "subían" a París a probar suerte y a vivir destinos diversos. A veces el triunfo se les atravesaba rápido como ocurrió con el gran Víctor Hugo, quien ya muy joven era una gloria nacional y brilló durante todo el siglo como una especie de deidad absoluta desbordada por la creatividad, el talento, la inteligencia y la variedad de intereses. Otros eran triturados por la ciudad y se sumían en la depresión, la pobreza, el alcoholismo, la locura, en ese gigantesco hormiguero de arribistas que como Rastignac, el personaje de Balzac, o el Bel Ami de Maupassant, querían triunfar a toda costa llevándose a quien fuera por delante.
Al lado de los triunfadores quedaron los malogrados y los fracasados que muchas veces obtuvieron la fama con carácter póstumo, como fue el caso de Lautréamont y muchos otros. Ducasse publicó los Cantos de Maldoror y las Poesías en pequeñas ediciones pagadas por él mismo y como a veces no pudo cubrir el costo completo sus obras estuvieron embargadas y a punto de desaparecer si no las hubieran conservado sus editores en vez de mandarlas a triturar por incumplimiento financiero del autor.
Lautréamont envió cuando tenía 21 años a dos de sus condiscípulos de Pau ejemplares de la primera parte de los Cantos de Maldoror sin decir de quién se trataba, pero ellos se dieron cuenta de que sin duda aquel extraño libro de atrocidades, dedicado al mal y la oscuridad, que sucedía en las calles del barrio de la Bolsa y a las orillas del Sena, debía ser de ese extraño amigo llamado Isidore Ducasse, que ahora publicaba sus libros como anónimo o con el alias de Conde de Lautréamont. 
Tal vez no quería que su autoritario y frío padre se enterara de sus aventuras literarias y cayera sobre él la vergüenza de manchar el apellido paterno y por eso casi fue un autor clandestino que pocas personas conocieron. Solo hubo unas cuantas reseñas o anuncios de la salida de los Cantos de Maldoror, que pasaron sin pena ni gloria. El editor Lacroix tuvo indecisiones con los nuevos volúmenes de esta obra por su carácter nocturno, enfermizo, criminal, negativo, neurasténico y pesimista y temía problemas con la justicia. Lautréamont llegó a renegar de estos Cantos incómodos y buscó publicar en Bélgica sus Poesías, que se inscribirían según él en el tono más optimista de la época. También quería congraciarse con su padre para que le ayudara a pagar la edición de estos poemas.
Una de las razones de la poca atención dada a sus libros cuando salieron fue el conflicto social que vivía en ese entonces Francia, que conduciría a la Comuna de París y a la guerra. Era una época poco apta para su temas y la muerte lo alcanzó en uno de esos hoteles del barrio donde residía. El hotelero y un empleado declararon su deceso y fue enterrado casi como vivió, solitario y clandestino. Nos quedan algunas cartas angustiadas con los editores y los testimonios de algunos de quienes se cruzaron con él durante su corta vida.
Lautréamont fue rescatado desde la segunda década del siglo XX por los surrealistas, entre ellos Philippe Soupault, el más entusiasta y fiel de todos, que escribió sobre él desde 1917 y realizó la edición de sus Obras completas con motivo del centenario de su nacimiento, ejemplar que tengo en mis manos, editado por la editoral Charlot. Varios números monográficos de revistas recopilaron textos de los grandes autores del nuevo siglo, como André Gide, André Malraux y Henry Miller. 
La primera mitad del siglo XX redescubrió su insólita obra, un ejemplo de ambición literaria verdadera, cuando lo que se escribe es casi con la propia sangre derramada y contra la época, el mundo, llenos de convenciones e hipocresías. Obra de joven permanente, la de Lautréamont sigue más viva que nunca porque está escrita para nada y para nadie.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 8 de septiembre de 2019.