Por Eduardo García Aguilar
El origen del mundo, cuadro que representa de manera realista el sexo femenino, pintado en 1866 por el gran artista Gustave Courbet, es uno de los más famosos y misteriosos de Francia. Podría decirse que es la Gioconda venérea. Su último propietario después de un siglo de existencia clandestina fue el psicoanalista Jacques Lacan, quien lo tenía escondido en su consultorio tras otro cuadro superpuesto de André Masson y solía mostrarlo con coquetería a los amigos o tal vez a sus amadas pacientes.
En manos del Museo de Orsay desde 1995, la imagen del vientre abierto de una mujer, la raya vaginal, el monte de Venus, los senos insinuados tras una prenda blanca y los fuertes muslos extendidos, ha suscitado todo tipo de análisis y reflexiones y muestra hasta qué punto Courbet fue un rebelde surgido de las revoluciones políticas y culturales francesas de 1848 y 1871. Sus preciosas obras con desnudos femeninos, como Las bañistas o La mujer y el loro, entre otros, escandalizaron, pero a la vez maravillaron a la vanguardia artística de la época.
Courbet (1819-1877) fue uno de los pintores más importantes del siglo XIX y representa, al lado de novelistas y poetas como Baudelaire, Balzac, Flaubert y Maupassant, la energía creativa del progreso que explotó a mediados del siglo tras la era romántica. Después de las novelas góticas, los poemas lagrimosos o heroicos, el culto a los misterios y la heroicidad napoleónica, Courbet quiso mostrar la vida tal y como era, con desbordada fuerza realista, en esa época de cambios acelerados.
Primero se inició con los retratos de personas cercanas y autorretratos como el magistral Desesperado, que ha servido para ilustrar las portadas de El Horla de Maupassant, y luego siguió con amplios panoramas de la vida en su natal Ornans, como atestigua Un entierro en Ornans de 1849 o El taller del pintor de 1855, obras enormes que son mundos dentro del mundo y parecen tener como objetivo reunir en un sólo espacio la esencia de un pueblo o de un artista lleno de fantasmas.
El Grand Palais ha reunido ahora de manera excepcional más de cien obras de este artista, traídas desde los principales museos del mundo, desde varias ciudades norteamericanas o europeas y de colecciones particulares, lo que la hace una muestra excepcional. Ver de manera coherente la obra de este artista es un acontecimiento que tardará tal vez décadas en repetirse. Además, la exposición está acompañada de unas 60 imágenes fotográficas primigenias, ya que Courbet no sólo fue aficionado a ese nuevo arte sino que vivió el inicio de esa experiencia y utilizó algunas de las imágenes para realizar sus cuadros.
Le encantaba posar para la cámara y a su vez captar a sus contemporáneos por ese novedoso medio que cuestionaba e interrogaba de frente a los propios pintores. Figuran fotografías de Gustave Le Gray, Auguste Belloc o Nadar, que fueron algunos de los fotógrafos que a mediados del siglo XIX comenzaron a devorar la realidad con sus lentes e inauguraron y abrieron el camino de la fotografía. Ese contrapunto da una nueva lectura a muchos de los cuadros de Courbet, como ocurre con su amplia obra paisajística y la dedicada a captar animales, caballos, lebreles, peces, aves.
El siglo XIX mostraba su energía con la industria en todo su apogeo, creciendo a toda velocidad, se expresaba en la fuerza de los barcos que cruzaban mares y nuevos canales interoceánicos, en las minas, el crecimiento de las urbes de hierro, la aparición de la locomotora y de los transportes públicos y el inicio de una desbocada globalización a través de la tecnología, que rompía fronteras y naciones y creaba nuevos y voraces imperios. Al mismo tiempo el pensamiento se hacía más positivo y concreto y las ciencias naturales y humanas saltaban hacia otros niveles de conocimiento.
Todo eso puede ser leído en la vasta obra de Courbet, contemporáneo de Baudelaire y del socialista Proudhon, de quienes hizo retratos. En el rostro del Desesperado de Courbet se avistan ya Las flores del mal del gran traductor de Poe y los delirios de Aurelia de Nerval. Y aunque no quiso pintar las calles modernas de París ni sus grandes edificios, el cambio se percibía en los rostros de burgueses, pueblerinos o bohemios de su época y en los colores y la veracidad de sus imágenes bucólicas y eróticas.
Cruzar los salones del Gran Palais, otra obra impresionante del siglo XIX al lado de la Tour Eiffel, y recorrer en este palacio de hierro la obra de este gran artista nos invita a mirar y leer con más atención un siglo que es más revolucionario y de vaguardia de lo que creemos. Y de paso podemos extasiarnos frente a los desnudos y el sexo bello, deseable y abierto de la mujer, que es origen del mundo, de la vida, la locura y el arte.