Me sentía feliz de nuevo en la Colonia Roma, pero también amaba toda la ciudad con sus Vips, Sanborns y Denny’s luminosos donde leía a Styron o a Lawrence Durrel en noches interminables de café insípido. Me encantaba, me atraía, me seducía, la ciudad caótica, a la vez urbe luminosa y campo ranchero, aceitosa línea de avenidas o matriz de barriadas, recodo de vecindades anacrónicas en su vistosa pobreza, atadas al cine de oro de Pedro Infante, Jorge Negrete, Javier Solís, María Félix y Dolores del Río.
Deseaba sus cines desperdigados donde veía novedades pornográficas: el Savoy, el Arcadia, el palacio Chino, el Venus, el Teresa, el Maya, el Río. En la colonia Roma tomaba café en La Bella Italia, compraba dulces en la confitería Celaya, recorría la avenida Álvaro Obregón con su camellón y las esculturas de dioses griegos y santos cristianos, de las cuales prefería la de San Sebastián y pasaba horas enteras junto a viejas casonas de sueño o rinconadas que parecían callejones de ciudades inventadas. Me escapaba a la Condesa para recorrer la avenida Amsterdam o sentarme a tomar cerveza en el Belmonte o La Bodega.
Recorría la Plaza México con sus cisnes bajo el sol en el pequeño lago y la calle Sonora y palpaba con mis ojos los enormes avisos publicitarios de Insurgentes empotrados sobre edificios y viejas casonas decrépitas, y de los cuales prefería el circular, amarillo azul y rojo de la Cerveza Corona, intacto en su extraña belleza desde hace décadas.
El contraste entre la Roma y el desfile de avisos luminosos de la cercana Insurgentes excitaba la vista, lo mismo que aceleraba la carne el aire poluido, el olor a gas oil, la tolvanera infecta atascada en la garganta. En la Roma se tenía la sensación de estar lejos del caos citadino y de las deliciosas agresiones visuales y acústicas reinantes desde hacía tiempo a todo lo largo y ancho de la ciudad. Un aire de pasado nos invadía a los habitantes de ese lugar, que era mundo dentro del mundo, agua quemada, desfile del amor, salamandra de fuego, batalla en el desierto, vampiro, ciudad lunar cerca del abismo y nos daba musgo a la piel, ruina a la armadura, tos a la noche, chupaba muertos de otro tiempo, succionaba nostalgias de lo no vivido.
Sonaba de repente desde el aparato de radio de una ferretería la vieja melodía de mi preferida Carole King : “It’s Too Late, Baby”, y su sensual, triste canción me conducía a los años de niñez y adolescencia en Colombia, cuando pegado al radio, imploraba por saber de otros mundos. Ya para entonces la gente se protegía allá de los ladrones por medio de fuertes chapas y el terror reinaba en las calles, invadidas por asaltantes, carteristas, cuchilleros, pistoleros, todos ellos expelidos por el hambre desde los barrios pobres o el campo.
Masacres, guerra civil, guerrilleros muertos, manifestaciones, estado de sitio, tortura, militares, balaceras de esmeralderos, presidentes autoritarios; tal era el panorama en tiempos de mi adolescencia, la noticia diaria en los periódicos. Algo parecido empezaba a manifestarse desde hacía tiempo en las calles de la Ciudad de México. De noche, por casi todas partes, asaltantes y policías arreciaban sus zarpazos. Pero el aroma de mi ciudad, la lejana y andina Manizales, se aparecía de repente para arrullarme donde estuviera, aunque también me recibía donde llegaba, con sus vertientes locales de vegetación esencial.
Sólo me acompañaba el deseo imaginario de tocar el violoncello como Pau Casals. Tocaba en quimeras locas esas cuerdas de llanto, intensas, de una verdad abrumadora, me regodeaba en sus largos gritos, gemidos, ronquidos, las hacía chillar por las escaleras, los cuartos, volar hacia el patio, detenerse en el zarzo, golpear las puertas, mover las lámparas de cristal de Murano. Y alzaba los ojos perdidos hacia los vitrales sacros de las escalinatas de caracol de un Palacio de Bellas Artes art-deco, convirtiendo los aullidos de los perros en aullidos de lobos, coyotes, las paredes de esa casa centenaria de bahareque en muros de castillo nórdico.
Yo respondía aterrorizado con gritos a sus miradas de lobo perdidas en la inmensidad del vestíbulo y corría hacia el patio a esconderme en las casas de madera que construía, solo, en los rincones, junto a los magnolios y las enredaderas alimentadas por la lluvia incesante. Y todo eso entre nubes, frío, llovizna, vientos helados, atardeceres luminosos en espera de que una maga de sueño me llevara en sus viajes a la selva, al Amazonas, al Chocó, a los Llanos. Una maga moderna que saliera de la guaca de los indios Quimbayas.
Llegaba entonces la maga y me abría el cielo. Lo mejor de esos tiempos fueron los largos viajes que tuve con la maga de los sueños por lugares exóticos del mundo. Me llevó al Amazonas e hicimos un viaje por barco hasta Manaos y la desembocadura del río por Belem do Pará, en una expedición encargada de fotografiar los meandros del delta con su vegetación y fauna y estudiar las condiciones cilmatológicas de la cuenca. Otra vez fuimos a las alturas del Machu Pichu y el lago Titicaca. Después cruzamos el mar hasta Egipto y recorrimos el Nilo de punta a punta y en el último viaje nos aventuramos hasta la India, donde estuvimos más de cuatro meses recorriendo el país.
Cada una de sus visitas desde la guaca constituía un viaje al país de otros tiempos, a la gesta de los colonizadores, al surgimiento de los primeros caminos de arriería, la fundación de los primeros pueblos, la vida prehispánica de tribus combativas dispuestas a morir antes que dejarse vencer por los invasores blancos, la epopeya de los libertadores bolivarianos en su paso por cumbres nevadas y valles ardientes, la explosión de los volcanes, el cambio de los lechos fluviales, la magnificencia del Magdalena, la fuerza incontrolable del Atrato, el feraz intríngulis de los afluentes del Orinoco y el Amazonas.
Pero todo eso que evocaba de repente tan lejos de la tierra no era más que un delirio inútil en medio de la urbe. La neurosis de la metrópoli, del cemento, de la gasolina. El delirio amazónico de la Ciudad de México, entre aceite, ruidos y avisos luminosos del siglo XXI.