En la vieja calle de Canettes, no lejos de Saint Sulpice, sigue presente el viejo bar Chez Georges, que desde 1952 ha recibido a muchas generaciones de estudiantes, exiliados, artistas y aventureros de todas las nacionalidades, amantes de las letras y la vida, del pensar y el delirar, del gozar y fracasar disfrutando.
Una tosca puerta de madera pintada de rojo indica que cuando el viejo Georges fundó aquello era antes que todo una bodega de vinos baratos sin pretensiones en esos precarios tiempos de posguerra, cuando la ciudad y el continente europeo se levantaban de un apocalipsis terrible y varias décadas de incertidumbres.
La ciudad estaba llena de refugiados españoles y portugueses que lloraban cada tarde la desgracia de haber sido arrancados, ya fuera por el sanguinario Francisco Franco o el ominoso Salazar y sus asesinos, a las delicias de su pobre terruño o a los sueños de la utopía republicana. Y con ellos lloraban los armenios sobrevivientes del genocidio, los judíos salvados del holocausto y los argelinos que luchaban por el fin de la colonización.
Por las calles deambulaban jóvenes de Europa del Este que como Cioran, Mircea Eliade o Eugene Ionesco, en el caso de los rumanos, recalaban aquí huyendo de su pasado. Rusos, búlgaros, checoeslovacos, albanos, yugoslavos, polacos, húngaros, sobrevivían en la pobreza, en silencio, tras huir de la bota soviética y callados seguían, porque pocos se atrevían a criticar el totalitarismo marxista-leninista para no ser estigmatizados de reaccionarios.
El viejo megalómano Sartre, del brazo de su la libertina Simone de Beauvoir era el papa del galimatías filosófico y reinaba por el barrio en cafés más elegantes de Saint Germain, como Flore y Deux Magots, donde se pavoneaban los exitosos de la post guerra, estrellas de cine, escritores de moda como Abert Camus o cantantes existencialistas como Juliette Greco o Boris Vian.
En Chez Georges todo era y es todavía tosco y auténtico. Allí nunca ha habido ceremonias ni meseros de librea y corbatín. Al cruzar el portalón de taberna barata, se ve ahora, seis décadas después, el mismo espacio reducido de 40 metros cuadrados donde se apretujan jóvenes y viejos, recién ingresados a las universidades de la zona y ex alumnos decadentes nostálgicos de sus años de juventud, que vuelven ahí a desandar sus pasos sin que nadie se inquiete o los discrimine por canosos o muecos.
Las paredes tienen la misma pátina amarillenta de los tiempos de la fundación, que los descendientes del viejo Georges han querido conservar intacta para alegría de añoradores y sorpresa de nuevos, que entran ahí seguros de codearse con fantasmas de amantes del jazz o de los juegos eróticos y literarios de Julio Cortázar o George Perec.
La misma barra de hace tiempos dirigida hasta hace unos años por el conosureño Jorge, sudamericano que se quedó para siempre en París como pilar del bistrot, se observa a la izquierda, gobernada por los descendientes de Georges, entre ellos su hija y su nieto, llena de pequeños vasos de vino y sitio preferencial de viejos contertulios que recuerdan el griterío añejo de los exiliados anarquistas y comunistas españoles o la discusión ininterrumpida de los emigrados del este o de los sures, los mediterráneos o las Américas.
Y en los extremos de la pared, pegados al techo, cuelgan como siempre las pequeñas fotos en blanco y negro autografiadas, enmarcadas, de cantantes o músicos desconocidos que hace cuatro o cinco décadas pasaron por aquí alguna vez y tocaron hasta la madrugada en la cava, que permanece siempre llena desde entonces y ahora aún más. ¿Qué pasó con todos esos proyectos frustrados de estrellas, rostros de juventud que ahora tal vez duermen en cementerios o en la inercia atroz de la jubilación?
Ahí siguen, y nadie ha osado quitarlos ni los quitará, como tampoco nadie quitará la foto del finado Georges, el patriarca fundador, el severo trabajador que conocía a cada uno de sus clientes estudiantiles y sabía dosficar con suave autoritarismo los tiempos del exceso, o la hora de entrar y salir de ese lugar donde nunca cabía ya una aguja.
Al fondo se ve la estancia central con las mismas mesas de madera rayadas y sillones abullonados pegados a la pared, cubiertos de corduroy rojo, donde permanecían por horas y horas y permanecen igual hoy los que desafían el invierno en la alegría de la charla, al calor de los vinos Côtes du Rhone, Burdeos o Brouilly, mientras en las paredes descascaradas se exponen cuadros de un pintor o un fotógrafo anónimo.
Hace 50 años los ebrios discutían sobre la rebelión de Hungría o la Primavera de Praga, de la guerra de Argelia o el deshuielo de Jrushov, el Eurocomunismo, el teatro del absurdo, las novelas de Kundera, la banda de Baader-Meinhof o las aventuras de Carlos el Chacal. Después hablarían de la guerra de Vietnam, las dictaduras latinoamericanas, el Gulag de Soljenitzin, la muerte de Francisco Franco, la revolución de los claveles de Portugal, las canciones de Moustaki, el Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrel o la Rayuela de Cortázar y el boom latinoamericano.
Ahora tal vez hablen de las revoluciones árabes, Steve Jobs, la desgracia del modisto Galiano, la muerte de Amy Whinehouse y la belleza de Kate Moss. Así es y ha sido Chez George, siempre ardiente, bullicioso, diminuto, inagotable, como si la energía de varias generaciones se concentrara allí en una cápsula del tiempo donde viejos decadentes y delirantes comparten con los primíparos de París y sus universidades que exploran en los meandros de un añejo recuerdo el que será suyo mucho tiempo después.