El dulce color del mamey casi sexual vagaba sobre los puestos de frutas multicolores en la mañana sabatina del mercado de San Ángel, adonde había ido a recuperarme de la visión terrorífica de la mano del general Álvaro Obregón (1880-1928) en medio de las músicas de organilleros y el chillido de los pericos desde sus jaulas, mientras todo tipo de juguetes robóticos de pilas se movían en la delirante ceremonia de los autómatas incesantes.
La gente iba de un lado para otro apresurada a la hora de comprar o se apeñuscaba junto al puesto del paletero o el vendedor de algodones rosados de azúcar. El humo salía de los tubos de los camiones, que en fila india esperaban la salida para Contreras o Tlalpan o acababan de llegar entre chillidos de llantas y frenos. Un paseante compraba la papeleta que el perico sacaba con datos de buena o mala suerte. Una cohorte de payasos adolescentes cruzaba la esquina. Un tipo miraba películas donde aparecían Cantinflas, Tin Tán, Viruta y Capulina y Clavillazo. Un niño gozaba con su autómata barato.
Sentado en la mesa de un bar donde servían caldo tlalpeño a los afectados por la resaca del viernes, alcé la espumosa cerveza Bohemia y la tomé con igual alegría que los trasnochados vecinos de mesa. En los puestos había ropa de todos los colores, jeans de marcas desconocidas, aparatos eléctricos de contrabando, blusas, ropa interior, telas. De cada grabadora salía la música de un cantante diferente, pero siempre sobresalían las voces de Juan Gabriel o de Rocío Durcal. Tal vez se colaba de repente alguna canción de Rigo Tovar o Chico Che. La humareda de los tacos salía de las planchas metálicas entre aromas de cebollas y salsas.
En un puesto de libros y revistas viejos vi El vampiro de la colonia Roma, de Luis Zapata, a un lado de La tumba, de José Agustín, Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco y, Amor perdido, de Carlos Monsiváis, junto a varios volúmenes hojeados y maltratados de Julio Cortázar y Mario Benedetti, editados por el viejo sello Nueva Imagen. La gente iba y venía, pero sólo compraba cómics de La Familia Burrón o revistas viejas con imágenes de mujeres semidesnudas o deportistas, mientras al lado las muchachas miraban anillos, esclavas y otros adornos de pacotilla expuestos junto a perfumes baratos con nombres egipcios. El aire fresco sabatino de las montañas campeaba por San Ángel y más abajo se sentía el ruido intermitente de la avenida Insurgentes frente al monumento de Álvaro Obregón y el Sanborns repleto de desayunadores.
Antes de subir hasta este rincón del mercado, me había despedido de Gerardo Ochoa Sandy, frente al Sanborns de San Ángel después de tomar una Negra Modelo y ver la mano de Obregón, cuando todavía estaba allí en ese monumento, en el interior de un frasco, flotando atroz entre el líquido transparente de formol. Eso ocurrió tiempo antes de que los descendientes del general y el gobierno de Salinas decidieran darle final sepultura al glorioso apéndice del héroe. La mano de Obregón es buen título para una novela o una película que parafrasee Las manos de Orlac, filme que aparece en la espléndida novela Bajo el Volcán, de Malcolm Lowry, probablemente una de las más grandes de todos los tiempos, pensada y fraguada cuando probablemente el manco estaba vivo todavía.
Después de tomar dos cervezas frescas Negra Modelo, sorbidas lentamente con los labios sedientos de gruesos vasos helados de vidrio húmedo y, luego de chupar la sal y los limones amargos, había yo visitado, como tantas veces, ese santuario heroico de México que tanto me impresionaba y me detuve a mirar las escalinatas, las figuras humanas de hierático rictus y posición muy a tono con el arte de la época y, adentro, en el nicho, la mano pálida arrancada que perdió el prócer en Santa Ana del Conde, después de la Convención de Aguascalientes y las batallas de Trinidad, León y Celaya.
Obregón, personaje fornido, de bigote, vestido a veces con su uniforme militar y otras con frac presidencial, había muerto no lejos de allí en el restaurante La Bombilla, en este mismo San Ángel, el 7 de julio de 1928, en un banquete que se celebraba en su honor tras su reelección, abatido por el legendario José León Toral, como tantos miles y miles de héroes de las revoluciones mexicanas. En el mármol, las palabras lo calificaban de “paladín de las instituciones” y lo ponían al lado de Morelos y Bolívar. Y, para confirmar su realidad, su carnalidad, ahí se veía ese muñón flotante que parecía aún más atroz a causa de la resaca de la fiesta.
Sobre él había hablado con mi amigo Luis Gastélum, periodista de Huatabampo, la tierra donde el viejo fue alcalde e hizo sus primeros estudios. Y cada vez que pasaba por allí me imaginaba ese 1928, las idas y venidas de los transeúntes con sus sombreros elegantes y de cinta, los campesinos y pueblerinos con sus sayas de algodón rústico, los puestos de mercado, gallinas, guajolotes, canastas, tejidos y las músicas de la lejana década interpretadas con maestría en tiempos de las revoluciones, mientras las meseras hacían tintinear las copas de los mejores tequilas y pulques. Y tal vez imaginaba a José Vasconcelos, en pleno apogeo, con su zapatos de charol y sus novias merodeando junto a La Bombilla, sitio lleno de políticos, escritores oficiales, petimetres, arribistas, oportunistas, pintores y poetas.
Ese día me quedé mirando fijamente aquel pedazo de carne que era a su vez un pedazo de historia, esa piel que era de nación y de patria, carne de mitos y leyendas, sin saber que sería la última ocasión que vería la terrorífica mano de Obregón y que, ahora, muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento del tiempo, podía contarle a quienes nunca la vieron que sí estuvo ahí en pleno San Ángel, mientras afuera cantaban los pájaros y que todavía irrumpe de súbito en la noche para asustarme en otras tierras llenas de guerras milenarias, muertes y héroes que perdieron, como él, manos, cabezas, ojos y miembros como horas y vilanos al aire en nombre de revoluciones, guerras y sueños imposibles.
La gente iba de un lado para otro apresurada a la hora de comprar o se apeñuscaba junto al puesto del paletero o el vendedor de algodones rosados de azúcar. El humo salía de los tubos de los camiones, que en fila india esperaban la salida para Contreras o Tlalpan o acababan de llegar entre chillidos de llantas y frenos. Un paseante compraba la papeleta que el perico sacaba con datos de buena o mala suerte. Una cohorte de payasos adolescentes cruzaba la esquina. Un tipo miraba películas donde aparecían Cantinflas, Tin Tán, Viruta y Capulina y Clavillazo. Un niño gozaba con su autómata barato.
Sentado en la mesa de un bar donde servían caldo tlalpeño a los afectados por la resaca del viernes, alcé la espumosa cerveza Bohemia y la tomé con igual alegría que los trasnochados vecinos de mesa. En los puestos había ropa de todos los colores, jeans de marcas desconocidas, aparatos eléctricos de contrabando, blusas, ropa interior, telas. De cada grabadora salía la música de un cantante diferente, pero siempre sobresalían las voces de Juan Gabriel o de Rocío Durcal. Tal vez se colaba de repente alguna canción de Rigo Tovar o Chico Che. La humareda de los tacos salía de las planchas metálicas entre aromas de cebollas y salsas.
En un puesto de libros y revistas viejos vi El vampiro de la colonia Roma, de Luis Zapata, a un lado de La tumba, de José Agustín, Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco y, Amor perdido, de Carlos Monsiváis, junto a varios volúmenes hojeados y maltratados de Julio Cortázar y Mario Benedetti, editados por el viejo sello Nueva Imagen. La gente iba y venía, pero sólo compraba cómics de La Familia Burrón o revistas viejas con imágenes de mujeres semidesnudas o deportistas, mientras al lado las muchachas miraban anillos, esclavas y otros adornos de pacotilla expuestos junto a perfumes baratos con nombres egipcios. El aire fresco sabatino de las montañas campeaba por San Ángel y más abajo se sentía el ruido intermitente de la avenida Insurgentes frente al monumento de Álvaro Obregón y el Sanborns repleto de desayunadores.
Antes de subir hasta este rincón del mercado, me había despedido de Gerardo Ochoa Sandy, frente al Sanborns de San Ángel después de tomar una Negra Modelo y ver la mano de Obregón, cuando todavía estaba allí en ese monumento, en el interior de un frasco, flotando atroz entre el líquido transparente de formol. Eso ocurrió tiempo antes de que los descendientes del general y el gobierno de Salinas decidieran darle final sepultura al glorioso apéndice del héroe. La mano de Obregón es buen título para una novela o una película que parafrasee Las manos de Orlac, filme que aparece en la espléndida novela Bajo el Volcán, de Malcolm Lowry, probablemente una de las más grandes de todos los tiempos, pensada y fraguada cuando probablemente el manco estaba vivo todavía.
Después de tomar dos cervezas frescas Negra Modelo, sorbidas lentamente con los labios sedientos de gruesos vasos helados de vidrio húmedo y, luego de chupar la sal y los limones amargos, había yo visitado, como tantas veces, ese santuario heroico de México que tanto me impresionaba y me detuve a mirar las escalinatas, las figuras humanas de hierático rictus y posición muy a tono con el arte de la época y, adentro, en el nicho, la mano pálida arrancada que perdió el prócer en Santa Ana del Conde, después de la Convención de Aguascalientes y las batallas de Trinidad, León y Celaya.
Obregón, personaje fornido, de bigote, vestido a veces con su uniforme militar y otras con frac presidencial, había muerto no lejos de allí en el restaurante La Bombilla, en este mismo San Ángel, el 7 de julio de 1928, en un banquete que se celebraba en su honor tras su reelección, abatido por el legendario José León Toral, como tantos miles y miles de héroes de las revoluciones mexicanas. En el mármol, las palabras lo calificaban de “paladín de las instituciones” y lo ponían al lado de Morelos y Bolívar. Y, para confirmar su realidad, su carnalidad, ahí se veía ese muñón flotante que parecía aún más atroz a causa de la resaca de la fiesta.
Sobre él había hablado con mi amigo Luis Gastélum, periodista de Huatabampo, la tierra donde el viejo fue alcalde e hizo sus primeros estudios. Y cada vez que pasaba por allí me imaginaba ese 1928, las idas y venidas de los transeúntes con sus sombreros elegantes y de cinta, los campesinos y pueblerinos con sus sayas de algodón rústico, los puestos de mercado, gallinas, guajolotes, canastas, tejidos y las músicas de la lejana década interpretadas con maestría en tiempos de las revoluciones, mientras las meseras hacían tintinear las copas de los mejores tequilas y pulques. Y tal vez imaginaba a José Vasconcelos, en pleno apogeo, con su zapatos de charol y sus novias merodeando junto a La Bombilla, sitio lleno de políticos, escritores oficiales, petimetres, arribistas, oportunistas, pintores y poetas.
Ese día me quedé mirando fijamente aquel pedazo de carne que era a su vez un pedazo de historia, esa piel que era de nación y de patria, carne de mitos y leyendas, sin saber que sería la última ocasión que vería la terrorífica mano de Obregón y que, ahora, muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento del tiempo, podía contarle a quienes nunca la vieron que sí estuvo ahí en pleno San Ángel, mientras afuera cantaban los pájaros y que todavía irrumpe de súbito en la noche para asustarme en otras tierras llenas de guerras milenarias, muertes y héroes que perdieron, como él, manos, cabezas, ojos y miembros como horas y vilanos al aire en nombre de revoluciones, guerras y sueños imposibles.