sábado, 27 de diciembre de 2014

ELOGIO DE LOS BISTROTS

Por Eduardo García Aguilar

Una de las instituciones preferidas en toda Francia y de las más nutritivas y alegres de la vida en París, es el bistrot, que desde el siglo XIX cumple una función social inigualable en todas las estaciones del año y sin la cual la vida en la ciudad o los pueblos no sería lo que es. En cada cuadra de la ciudad capital y en todas las ciudades y pueblos de provincia, sin falta, hay varios de estos lugares que llevan nombres diversos evocadores de la región de donde provenían los viejos fundadores o el nombre famoso de algún militar, barco, profesión, amada o país: el Sully, la Estrasburguesa, el Bastilla, el Cañón de Italia, el Jaurés, el Sarah Bernhardt, el Daiquirí, el Floreal y mil etcéteras más.

Los hay muy pequeños en mitad de la cuadra para una clientela muy precisa y casi familiar y también en las esquinas o en las plazas concurridas, donde por la situación privilegiada se vuelven más animados y prósperos y se convierten con el tiempo a veces en negocios millonarios y famosos y de alto glamour como el Deux Magots y el Café de Flore de Saint Germain, La Coupole y el Select de Montmartre o el Café de la Paix de la Plaza de la Opera, todos ellos de precios inabordables para la población común.

El bistrot es un sitio muy sencillo, especializado en la venta de vino, cerveza y licores a precios bajos, que se sirven en las viejas barras métalias de bronce, zinc o madera, lo que se complementa con la venta de sándwichs rápidos o tentenpiés de queso, jamón, paté, atún, pollo o chorizo para una clientela popular y atareada que se refugia un instante en el lugar para restaurarse y luego seguir el camino de su lucha por la vida en los tiempos de crisis, que siempre han sido la norma en todas las épocas. Todos los países del mundo siempre han estado o están en crisis.

En las mañanas heladas, cuando los transeúntes van rumbo al metro para trasladarse a sus trabajos, la especialidad del bistrot es servir el delicioso café con leche, acompañado de croissants, por lo que el olor inconfundible de las máquinas cafeteras italianas atrae desde lejos a los acelerados, al mismo tiempo que el sonido inolvidable que emiten cuando transforman el elíxir del grano molido proveniente de Colombia, Kenia, Brasil o Guatemala, en la exquisita taza humeante que da vida y energía al trabajador.

Porque el bistrot es y ha sido siempre el lugar de encuentro de los trabajadores, de los proletarios de los últimos dos siglos, inmortalizados en tantas obras literarias, en especial aquellas que cuentan la vida popular de París y en cuadros donde se les ve con las boinas ancestrales y las bufandas modestas o los overoles manchados de pintura o cemento, cuando no con sus bigotes heredados de la vieja etnia original gala pre-romana, contada en los dibujos animado, cómics o caricaturas del inefable Ásterix.

A mediodía, el bistrot se especializa en un almuerzo sencillo que comienza a servirse a las doce en punto y que por un costo relativamente bajo trae un menú basico de entrada, plato central y postre: huevos con mayonesa, paté, arenques o una ensaladilla rusa simple, seguido luego por la clásico pedazo de carne de res o pollo con papas fritas, o un grasoso cassoulet, una choucroute, el boeuf bourguignon, o la pieza de ternera en salsa con arroz y frijoles blancos, que lleva el nombre de blanquette de veau. El menú de tres opciones cambia cada día de la semana y constituye la delicia del pobre que sale durante una hora a recobrar energía para seguir la jornada. Pero casi siempre se trata de platos populares como los que preparaba la abuelita o hacía la mamá.

Viene luego la tarde solitaria del bistrot, cuando por lo regular son pocos los clientes y donde pasan las horas jubilados, desempleados, viudas o esposas que van y vienen del supermercado y se refugian de la llovizna para reposar un instante allí leyendo el periódico local, ya sea Le Parisien en la capital y otros de nombres improbables en cada una de las capitales, desde Marsella y Toulouse a Lyon, y desde Burdeos y Poitiers a Lille, Rouen, Estrasburgo o Nantes.

Hacia las seis de la tarde el bistrot se vuelve a animar con la clientela más alcohólica y solitaria, que libre ya de su tareas burocráticas pasa a degustar un vino blanco o rojo, un calvados o un pastís, mientras pasan las noticias del día en continuo por la televisión, a través de canales como BFMTV o ITelé. El personaje típico del bistrot emerge allí con toda su fuerza: se trata de un hombre o mujer solitario, o que evita regresar pronto a casa y que en esas horas habla sobre política o chismes del momento, como las amantes de los presidentes o las celebridades y las historias más escabrosas de los criminales o las guerras y las tragedias que informa sin cesar la máquina trituradora de noticias. Hacia la noche, el bistró acoge en la barra a los clientes más fieles, que tienen un trato especial del patrón y ya ebrios deliran con sus narices bien rojas y sus ojos humedecidos. El pilar de bistrot ha sido inmortalizado en programas cómicos de la televisión por la talentosa humorista Anne Rumanoff

En sus primeros tiempos el bistrot fue una institución regentada por habitantes originales o de diversas provincias francesas muy específicas, como los famosos bougnat, provenientes del macizo Central, y en las primeras décadas del siglo XXI ha sufrido un gran transformación con la globalización, al pasar a manos de las nuevas generaciones de inmigrantes chinos o norafricanos, por lo que se han convertido en un vivero de mestizajes de todos los orígenes. Si resucitaran los franceses de antes, a veces tan nacionalistas y cerrados, se espantarían de ver tanta gente de origen extranjero, en especial mediorientales, africanos y asiáticos compartiendo en la barras de los bistrots a la hora del crepúsculo.

Sin el bistrot París sería invivible y sus barras cumplen la función del psicoanálisis o del consejero espiritual para todos los golpeados por la vida: se discuten allí divorcios, muertes, ruinas, fracasos, desempleo, enfermedades, bodas, nacimientos. En su caluroso líquido amniótico, vibran las historias y los secretos que muchos novelistas han utilizado para dar consistencia a sus personajes, como Zola o Louis Ferdinand Céline, expertos en contar el destino del pueblo en su cíclico ir y venir.