Llegué a París un 5 de abril, al inicio de la primavera, cumpliendo el rito de un sueño adolescente. Hacía frío, pero un extraño fuego parecía incendiar los viejos monumentos cubiertos por el óxido verduzco o la añeja ceniza de las chimeneas. Percibíamos el olor novedoso de una ciudad cuyas casas y templos albergaron durante siglos la fe o la duda de sus habitantes en tiempos de reyes. Los cementerios estaban repletos de seres idealistas que antes vibraron por sueños y batallaron hasta la muerte por paraísos que nunca se cumplieron como La Revolución Francesa o la Comuna de París. Aquella tarde vimos revelado el resplendor implacable de la vida, la triste insignificancia de las generaciones, el fluir de la materia perecedera que nos conforma y de la que solo somos accidente.
Tres
días antes había muerto el presidente Georges Pompidou. El
país se aprestaba a un nuevo cambio, pero la incertidumbre no se
reflejaba en las caras blancas, lívidas, de los transeúntes, que en
abril, cubiertos por gabardinas y abrigos, expelían de sus bocas un
aliento humeante. Después de bordear el Sena unas horas y mirar fluir el
agua desde los puentes con un ejemplar recién comprado de Le Monde
debajo del brazo, me acerqué a la estación del metro. Abajo pregunté
por donde introducir el boleto amarillo y fue como ingresar al
tren fantasma de la infancia, cuya oscuridad era sorprendida a veces por
algún monstruo o una aparición levitante. El tren era casi centenario,
verde, de madera
y renqueante.
Llegué
a la estación Saint-Lazare, donde sin duda el poeta José Asunción Silva
y José Maria Vargas Vila deambularon como tantos otros modernistas de
nuestro
continente, maravillados por el progreso y la magnificencia de la
arquitectura de hierro de Eiffel. Nos impresionaron también esos amplios
hangares, las vastas techumbres y vigas de hierro, los
frisos art-decó, las enmarañadas marquesinas que aquella tarde parecían
cargar ellas solas con la fuerza de mil nubes eternas.
Al
día siguiente se celebraron los funerales nacionales de Pompidou, el
presidente que sucedió al viejo general Charles de Gaulle. Letrado y
estadista amante del arte y la poesía, elaboró una de las mejores
antologías de la poesía francesa y durante su gobierno se prepararon las
bases para la construcción del museo de arte moderno Beaubourg, que
llevaría su nombre. Empezaron a llegar presidentes y mandatarios de todo
el mundo, entre ellos Richard Nixon, y sus honras fúnebres fueron en la
catedral de Notre Dame. Después vinieron las elecciones anticipadas en
las que participaron el socialista François Mitterrand, el gaullista
Jacques Chaban Delmas y el centrista ex ministro de Economía, Valéry
Giscard d'Estaing, quien ganó. Los debates en la televisión y en la gran
prensa eran fascinantes y el ambiente se convirtió en un curso
inmediato de ciencias políticas.
En
la década siguiente vinieron muchos cambios en el mundo. Los hippies y
los
revolucionarios se volvieron viejos y pasaron de moda. Se acabaron los
sueños de Mao y los maoístas se quedaron sin patriarca.
China se modernizó y dejó atrás el viento medieval que su viejo tirano
había querido imponer. Vietnam ganó al imperio estadounidense una guerra
interminable. Bajo el mando de Pol Pot, Camboya vivió la amarga
experiencia totalitaria que Conrad
vislumbrara en el Corazón de las tinieblas.
Portugal
derrotó a la
dictadura y se volvió una democracia europea. España vio morir al
tirano Franco y después se dio la convivencia impensable años antes,
entre la monarquía y el gobierno socialista. Mitterrand llegó al poder
después de buscarlo durante décadas. Nixon tuvo
que renunciar acusado por ágiles periodistas. El shá de Irán dio
paso a una dictadura religiosa. Murió Sartre y con él toda una época.
Murieron Malraux, Neruda, Lennon, Buñuel, Miró, dos papas, Brejnev,
Marcuse, Ingrid
Bergman.
Vimos
a Julio Cortázar deambulando en Toulouse, hombre que no envejecía,
luchando con entusiasmo por un sistema en el que tal vez no hubiera
querido vivir. Vimos a Sartre muy enfermo y babeante caminar en un
cementerio del brazo de Simone de Beauvoir y desmayarse
casi en el sepelio de Pierre Goldman. El tiempo pasó como en una larga
película hollywoodense. La misma guerra que vemos arder ahora en muchas
partes del mundo es la misma conflagración metálica, fría, de
profesionales, donde los que pierden son mujeres, niños y viejos.
De
pronto, al final del túnel del tiempo, después de muchas peripecias y
volteretas, hay sin embargo una nueva realidad al otro lado en el
continente
latinoamericano desde México a Brasil, pasando por Colombia y Chile, por
lo que en muchas ciudades peligrosas y maravillosas a la vez se expresa
el futuro. Hay que estar con los ojos abiertos observando la fusión
de nuestras pasiones, nuestra lengua, nuestras calles repletas de
basuras y de hombres angustiados, mirando y escribiendo el reino del
caos.
Lo que no morirá será la palabra de quienes prefieren la
trinchera de los lápices a la de las armas. Dándole la espalda a los
vendedores de paraísos obligatorios y a los tecnócratas de la guerra y el tedio, podemos mirar
el horizonte y saber que pese a la sudorosa penuria de nuestros
suburbios y calles, a la algarabía de los mercados, o tal vez no pese, sino
gracias a todo ello, podemos seguir escribiendo la verdad de América Latina, un rincón
maravilloso del mundo.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 31 de marzo de 2024.