domingo, 9 de mayo de 2021

LA OBRA DE VICENTE QUIRARTE

Por Eduardo García Aguilar

 Vicente Quirarte (1954) ama las ballenas y la caligrafía y desde sus años de infancia pasados en la vieja colonia Roma de la Ciudad de México, donde creció al lado de los libros empastados que su padre historiador acumulaba y amaba, se ha aplicado a sus pasiones mayores, que son la poesía, la historia, la amistad, el amor y el ensayo, campo en el que ha asediado con profundidad las obras de Luis Cernuda y Gilberto Owen o el mundo de los vampiros.
     Cada uno de sus libros, poco a poco, a lo largo de los años, han caído gota a gota a mis manos y me han acompañado siempre. Se trata de bellas ediciones, a veces confidenciales, como las salidas en los Cuadernos del Caballo Verde de la Universidad Veracruzana, Los Libros del Bicho de Premiá, la Escuela Nacional de Estudios Profesionales Acatlán, Cuarto Menguante, Ediciones Toledo o Cuadernos de Malinalco, entre otras muchas pequeñas ediciones que se presentaban siempre con entusiasmo y eran argumento propicio para salir a sitios inolvidables del Centro Histórico, donde los escritores de una generación compartían el transcurso del tiempo.
     Muchas cosas terribles y maravillosas ocurrieron en México en esos tiempos, como terremotos, incendios, explosiones, disturbios, atardeceres, granizadas, ventiscas, fiestas, manifestaciones, asesinatos políticos, masacres, revoluciones, decesos y nacimientos, pero pareciera que los poetas nacidos en los 50, todos ellos tímidos y discretos, se colaran oblicuos y en silencio por las hendijas geológicas del altiplano, junto a los cerros y bajo la mirada de los volcanes, para escribir el testimonio de esos vegetales, lágrimas, piedras, ecos o entusiasmos y que a veces abrieran con fuerza las puertas de inamovibles cavernas llenas de fuego, mares, sorpresas y mundos inimaginables que conducen al otro lado de la tierra, a otras civilizaciones y a otras poesías extraídas de milenios y crisoles ardientes de palabras.
      Pertenece Quirarte a una amplia generación de escritores mexicanos nacidos a los años 50, que a finales de los 70 ya despertaban a la idea de hacer una obra o ejercer para siempre un oficio tan peligroso como la poesía. Hay en todos ellos desde sus inicios una profunda pasión por explorar las enseñanzas de los maestros mexicanos vivos o muertos. A veces se detenían en los modernistas, hasta saber de memoria la obra de Salvador Díaz Mirón, José Juan Tablada, Porfirio Barba Jacob o Ramón López Velarde.
     Otras veces se dejaban llevar por la generación mexicana de Los Contemporáneos, en bloque, desde Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia hasta Salvador Novo, José Gorostiza, Gilberto Owen y Carlos Pellicer. Y de repente se detenían en los maestros vivos, esos viejos amigos que como Rubén Bonifaz Nuño, Alí Chumacero, Francisco Cervantes, Guillermo Fernández u Octavio Paz, entre otros, les animaban a seguir en la locura de hacer poesía y les decían que no era en vano el esfuerzo, porque la poesía, como dice Quirarte, es «superior a la feria de vanidades» y se «encuentra por encima de los combates de nuestro pequeño género humano». 
      Y así los de su generación, a la que yo pertenezco, pero con la marca indeleble de Los Andes, siempre caíamos y volvíamos a levantarnos desde las cenizas, como cuando el terremoto terrible del 19 de septiembre de 1985 estuvo a punto aniquilarnos y nos expulsó de la famosa Casa de las Brujas de la Plaza de Río de Janeiro, uno de los edificios más bellos de la ciudad, donde vivíamos felices pintores, poetas, pianistas, cantantes, bibliómanos, actrices, danzarinas.
     En el bello volumen Razones del Samurái están esos libros que yo vi y leí en originales como Teatro sobre el viento armado, Calle Nuestra, Vencer a la blancura, Fra Filippo Lippi: cancionero de Lucrecia Buti, Puerta del verano, Bahía Magdalena, En ausencia de Aníbal Egea, El ángel es Vampiro, El peatón es asunto de la lluvia.
    Al recorrer esas páginas a medida que se acerca el nuevo solsticio de verano, me encuentro con esa poesía impecable diáfana, sabia, de Quirarte, que ha sido cincelada con las armas y las artes de la rigurosa tradición mexicana. La lluvia y el viento de la ciudad vuelven entonces con sus fantasmas y delirios, griterío de niños, llanto de mujeres, libros viejos, objetos perdidos y oxidados, ruidos, aromas florales, o sea el testimonio humano e intelectual de una generación discreta, tímida y profunda que sigue buscando lo imposible.

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 9 de mayo de 2021.