Vicente Quirarte (1954) ama las ballenas y la caligrafía y desde sus
años de infancia pasados en la vieja colonia Roma de la Ciudad de
México, donde creció al lado de los libros empastados que su padre
historiador acumulaba y amaba, se ha aplicado a sus pasiones mayores,
que son la poesía, la historia, la amistad, el amor y el ensayo, campo
en el que ha asediado con profundidad las obras de Luis Cernuda y
Gilberto Owen o el mundo de los vampiros.
Cada uno de sus libros, poco a poco, a lo largo de los años, han
caído gota a gota a mis manos y me han acompañado siempre. Se trata de
bellas ediciones, a veces confidenciales, como las salidas en los
Cuadernos del Caballo Verde de la Universidad Veracruzana, Los Libros
del Bicho de Premiá, la Escuela Nacional de Estudios Profesionales
Acatlán, Cuarto Menguante, Ediciones Toledo o Cuadernos de Malinalco,
entre otras muchas pequeñas ediciones que se presentaban siempre con
entusiasmo y eran argumento propicio para salir a sitios inolvidables
del Centro Histórico, donde los escritores de una generación compartían
el transcurso del tiempo.
Muchas cosas terribles y maravillosas ocurrieron en México en esos
tiempos, como terremotos, incendios, explosiones, disturbios,
atardeceres, granizadas, ventiscas, fiestas, manifestaciones, asesinatos
políticos, masacres, revoluciones, decesos y nacimientos, pero
pareciera que los poetas nacidos en los 50, todos ellos tímidos y
discretos, se colaran oblicuos y en silencio por las hendijas geológicas
del altiplano, junto a los cerros y bajo la mirada de los volcanes,
para escribir el testimonio de esos vegetales, lágrimas, piedras, ecos o
entusiasmos y que a veces abrieran con fuerza las puertas de
inamovibles cavernas llenas de fuego, mares, sorpresas y mundos
inimaginables que conducen al otro lado de la tierra, a otras
civilizaciones y a otras poesías extraídas de milenios y crisoles
ardientes de palabras.
Pertenece Quirarte a una amplia generación de escritores mexicanos
nacidos a los años 50, que a finales de los 70 ya despertaban a la idea
de hacer una obra o ejercer para siempre un oficio tan peligroso como
la poesía. Hay en todos ellos desde sus inicios una profunda pasión por
explorar las enseñanzas de los maestros mexicanos vivos o muertos. A
veces se detenían en los modernistas, hasta saber de memoria la obra de
Salvador Díaz Mirón, José Juan Tablada, Porfirio Barba Jacob o Ramón
López Velarde.
Otras veces se dejaban llevar por la generación mexicana de Los
Contemporáneos, en bloque, desde Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia
hasta Salvador Novo, José Gorostiza, Gilberto Owen y Carlos Pellicer. Y
de repente se detenían en los maestros vivos, esos viejos amigos que
como Rubén Bonifaz Nuño, Alí Chumacero, Francisco Cervantes, Guillermo
Fernández u Octavio Paz, entre otros, les animaban a seguir en la locura
de hacer poesía y les decían que no era en vano el esfuerzo, porque la
poesía, como dice Quirarte, es «superior a la feria de vanidades» y se
«encuentra por encima de los combates de nuestro pequeño género
humano».
Y así los de su generación, a la que yo pertenezco, pero con la
marca indeleble de Los Andes, siempre caíamos y volvíamos a levantarnos
desde las cenizas, como cuando el terremoto terrible del 19 de
septiembre de 1985 estuvo a punto aniquilarnos y nos expulsó de la
famosa Casa de las Brujas de la Plaza de Río de Janeiro, uno de los
edificios más bellos de la ciudad, donde vivíamos felices pintores,
poetas, pianistas, cantantes, bibliómanos, actrices, danzarinas.
En el bello volumen Razones del Samurái están esos libros que yo vi
y leí en originales como Teatro sobre el viento armado, Calle Nuestra,
Vencer a la blancura, Fra Filippo Lippi: cancionero de Lucrecia Buti,
Puerta del verano, Bahía Magdalena, En ausencia de Aníbal Egea, El ángel
es Vampiro, El peatón es asunto de la lluvia.
Al recorrer esas páginas a medida que se acerca el nuevo solsticio
de verano, me encuentro con esa poesía impecable diáfana, sabia, de
Quirarte, que ha sido cincelada con las armas y las artes de la
rigurosa tradición mexicana. La lluvia y el viento de la ciudad vuelven
entonces con sus fantasmas y delirios, griterío de niños, llanto de
mujeres, libros viejos, objetos perdidos y oxidados, ruidos, aromas
florales, o sea el testimonio humano e intelectual de una generación
discreta, tímida y profunda que sigue buscando lo imposible.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 9 de mayo de 2021.