Por Eduardo García Aguilar
Hace 40 años un grupo de jóvenes capitanes y coroneles lusos apoyados por el pueblo asfixiado derrocaron una larga dictadura portuguesa de medio siglo que dominó por la fuerza y el terror el gran país de Marco Polo, Luis de Camoes y Vasco da Gama, al lado de la vecina tiranía española del general Francisco Franco, construida sobre fosas comunes llenas de republicanos.
A lo largo del siglo XX los dos grandes países ibéricos vivieron bajo el terror sangriento y centenares de miles de habitantes perseguidos tuvieron que huir a las Américas y a distintos países europeos como Francia, Inglaterra, Alemania y Suiza, donde constituyeron una mano de obra barata y sumisa.
En las ciudades europeas los portugueses se desempeñaron como obreros, albañiles y en especial porteros de edificios y en el campo como trabajadores agrícolas y recogedores infatigables de cosechas. Y era común verlos al lado de españoles en los cafés, con sus típicas boinas, discutiendo en las tardes lluviosas, después de largas jornadas laborales, sobre temas afines a los exiliados, a veces bajo las melodías del triste fado musical de la saudade, esa extraña tristeza que es el emblema nacional de la tierra de Fernando Pessoa.
Las mujeres vestían de negro y las viejas llevaban un luto triste y milenario. Alguna vez, por esas fechas, cuando era solo un muchacho colombiano recién salido de la adolescencia que emprendía las primeras horas de la errancia en Europa, una señora que escuchó mi acento me abordó y me contó como una abuela adoptiva y nueva las tragedias de su pueblo.
Eso ocurrió cerca de los grandes y lujosos almacenes cercanos a la estación de trenes de San Lázaro, al lado de las Galerías Lafayette y la tienda Printemps, repletas entonces de consumidores felices cuando aun había mucho dinero y prosperidad en la tierra del general De Gaulle, en el crepúsculo de las "tres décadas gloriosas" de prosperidad en la posguerra.
Tal vez ella esperaba ahí a que saliera su marido o el hijo de los sótanos del trabajo al terminar el turno y en la espera, en esa primavera de 1974, le contaba al joven colombiano de ultramar la pesadilla vivida por su pueblo y la esperanza súbita del cambio con la Revolución de los claveles.
No olvido a esa mujer salida de una península ibérica arcaica, sumergida en un largo medioevo de tristezas después de siglos de esplendor y conquistas lejanas, esa mujer toda vestida de negro y con una mantilla sobre el cabello, esa mujer con cejas pobladas y ojos negros, de una palidez espectral y una tristeza esencial salida de un cuadro de Goya.
Se concretó en ella para mi el pasado de una dictadura infernal y el instante de una revolución primaveral llena de claveles rojos. A través de su voz dulce supe lo que pasaba no lejos de Francia, frente al Atlántico, en ese país que fue un gran imperio en el mundo conocido antes del descubrimiento de América y cuyas naos y barcos recorrían los mares hacia el oriente lejano en proezas relatadas en las imprescindibles Historias trágico-marítimas, escritas por viajeros perdidos y náufragos.
En aquellos años 70, cuando todavía reinaba la guerra fría y recién se había bombardeado en septiembre de 1973 en Chile el Palacio de la Moneda para sacar del poder al socialista Salvador Allende, la Revolución de los claveles portuguesa surgió como un movimiento de esperanza en una Europa que construía con lentitud la Unión Europea y buscaba apenas la moneda única.
Los coroneles en vez de balas esgrimían claveles y las fotos que llegaban de Lisboa y otras ciudades nos ilusionaban a todos los estudiantes con ese símbolo florido muy antiguo y muy moderno. Pocas veces se ha visto una revolución llena de flores de diversos colores, una lucha contra la tiranía que en vez de sangre regaba pétalos. Varios amigos dejaron las aulas para viajar allí y ver de primera mano una revolución en curso.
Su ejemplo siguió vivo al celebrarse multitudinariamente el viernes aquella jornada inolvidable en las calles de Lisboa, pero ya con aquellos jóvenes capitanes y coroneles envejecidos y decepcionados por la crisis y la austeridad vivida por el país, aplastado bajo la tutela del gobierno europeo instalado en Bruselas y que legisla desde Estrasburgo.
Portugal es una democracia, eso es cierto, pero el sueño europeo se derrumbó hace ya un lustro cuando el país entró en quiebra y fue obligado por las autoridades multinacionales y el Fondo Monetario Internacional a aplicar las más drásticas medidas de austeridad que también se impusieron a Grecia, la cuna de la civilización.
Han pasado 40 años, y otras luchas siguen pendientes: las fronteras poco a poco desaparecen y los gobiernos de los países solo son marionetas de poderes monopólicos, oligárquicos y mafiosos ocultos que dictan la ley desde la sombra.
Como nunca los grandes capitales peregrinos reinan sin enemigo a la vista bajo la amenaza de las guerras e imponen la austeridad por todas partes, ahogando la esperanza en países que antes fueron ricos. Esperemos que las luchas contra esas injusticias contemporáneas de la plutocracia sean hechas con flores y no con armas y que los pétalos de las rosas y los claveles vuelvan a acelerar la historia con gritos de solidaridad y fiesta.