sábado, 26 de junio de 2021

MEDIO SIGLO EN LA PATRIA

 Por Eduardo García Aguilar

En aquellos años, cuando no existían teléfonos celulares ni redes sociales, muchos adolescentes nos dedicábamos al feliz pasatiempo de leer y viajábamos con los libros por el mundo en el espacio y el tiempo. Aunque los lectores en escuelas y colegios por supuesto conformábamos una minoría como siempre lo hemos sido, si éramos muchos en la ciudad y se daba una efervescencia de amor por los libros, el pensamiento, el arte y la literatura universales que hoy sorprende.

La celebración del Festival Internacional de teatro universitario convirtió además a Manizales en un centro continental de encuentro de dramaturgos, poetas, críticos, ensayistas, poetas que venían de todo el continente y de Europa, quienes aunados a la población local llenábamos los teatros y las aulas universitarias para ver obras y escuchar a grandes figuras como los Nobel Miguel Angel Asturias y Pablo Neruda, Ernesto Sábato, el joven Mario Vargas Llosa y gente de teatro como Jerzy Grotvosky, Enrique Buenaventura, Augusto Boal, Jorge Díaz y decenas de dramaturgos y escenógrafos españoles y latinoamericanos.

En masa miles y miles de jóvenes abarrotamos el Teatro Fundadores para escuchar al autor del Canto General y fue tal la presión de los que no podían ingresar que se rompieron las puertas y todo fue invadido hasta el escenario, donde algunos, entre ellos quien esto escribe, de 14 años de edad, rodeamos al poeta que ya había venido varias veces a la ciudad y la amaba por sus magníficos atardeceres. En las primeras filas estaban por supuesto Hernando Salazar Patiño y decenas de universitarios de gafas oscuras y poses filosóficas, que se ven en las fotos en blanco y negro del evento publicadas en el Suplemento literario junto a  crónicas de José Naranjo, Beatriz Zuluaga y Oscar Jurado. 


La Patria, que ahora cumple cien años de existencia, cubría ampliamente todas esas actividades, ya que estaba dotada de una pléyade de columnistas y periodistas de primer nivel que amaban la cultura por sobre todas las cosas, como Oscar Jurado, Beatriz Zuluaga, Mario Escobar Ortiz, Jorge Santander Arias, Ebel Botero, Edgardo Salazar Santacoloma, y otros muchos, quienes bajo la jefatura de redacción de Héctor Moreno, convertían al diario en un espacio nacional de cultura y pensamiento.

Visitar la redacción de La Patria, guiado por Mario y en compañía de su amigo Pablus Gallinazus, escuchar el tecleo de las máquinas de escribir, el ruido de los teletipos de las agencias o el sonido de la moderna imprenta offset recién adquirida, oler la tinta y el papel, era algo parecido a la felicidad. El suplemento literario era de primer nivel y en la sección Paradiso del nadaísta Mario Escobar Ortiz aparecían cada semana novedades y textos provenientes de colaboradores de todo el continente.

No nos eran extraños a todos los que vivimos casi niños esa época los autores novedosos de México, Venezuela, Perú, Argentina, Brasil y otros países del continente: Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes, Juan José Arreola, Juan Rulfo, Julio Cortázar, Guillermo Cabrera Infante, José Lezama Lima, Salvador Garmendia, Arturo Uslar Pietri, Miguel Otero Silva, Alejo Carpentier, Jorge Zalamea, Germán Arciniegas, eran mombres habituales que pasaban por esas páginas.

En ese contexto vi publicados mis primeros textos en La Patria en 1969 a los 15 y 16 años, y aun guardo con emoción en su orden los recortes de las apariciones de los ensayos José Asunción Silva, mártir de la existencia, Walt Wihtman, estética de los cósmico, y otro sobre Federico Gracía Lorca, entre otros, publicados con amplio despliegue, así como los primeros cuentos La cuadra de la clepsidra y La vigilia de los relojes, ilustrados con imágenes de Edward Munch, detalle estético del nadaísta Escobar Ortiz que me los publicaba y quien era además artista plástico y dramaturgo.

Porque además de las grandes firmas continentales, en La Patria se abrían las puertas a los nuevos y muchos en la ciudad tuvimos el excepcional privilegio de vernos publicados en letras de molde desde tan temprana edad. Hasta llegué a tener una columna que titulé Los viajes de Simbad, y que después enviaba desde Bogotá cuando cursaba ya mi primer año en la Universidad Nacional de Colombia.

Con motivo del cincuentenario en 1971, La Patria abrió un concurso de ensayo en el que obtuve el premio con un texto sobre Bernardo Arias Trujillo y recibí una suma de dinero que para un muchacho que terminaba el bachillerato era muy importante y de cuya entrega por parte del gerente Rafael Lema hay testimonio fotográfico en las páginas añejas del diario.

Ese fin de año mi familia se trasladó a Bogotá y desde allá seguía colaborando y carteándome con Mario Escobar Ortiz, a quien menciono por tercera vez en este texto, porque al lado de Beatriz Zuluaga y Oscar Jurado es una de las figuras más modernas y sorprendentes de la historia de Manizales y de este diario que ahora, vigoroso, emprende su segundo siglo de existencia.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 27 de junio de 2021.


    


EL NADAÍSTA MARIO ESCOBAR ORTIZ FRENTE A LA CATEDRAL


Por Eduardo García Aguilar

Acabo de releer La piel condena los cuerpos del nadaísta manizaleño Mario Escobar Ortiz, fallecido en un accidente en 1991 a los 55 años después de haber ejercido el periodismo, el teatro y la literatura a fondo durante décadas y dirigido durante un momento el suplemento literario de este diario, denominado Paradiso, en homenaje a su admirado barroco cubano José Lezama Lima.

Lucía una larga melena, gafas negras y enormes, camisas floridas y pantalones de bota campana e iba de un lado para otro con sus inconfundibles carcajadas, agitado, nervioso, risueño, cumpliendo con todas la tareas que exige el diario, por lo cual fue imprescindible durante años en el periódico y tolerado con simpatía pese a ser todo lo contrario en actitud y moda a los hombres de aquella época, engominados, fumadores de pipa, enfundados siempre en trajes oscuros, chalecos y camisas blancas almidonadas atadas con sombrías corbatas.

En tiempos que parecen ahora más abiertos que los actuales y cuando llegaban de todo el mundo las corrientes más modernas de la música, el arte, el pensamiento y la literatura, Escobar Ortiz abría ventanas a las literaturas del mundo y del continente y además daba espacio a los escritores adolescentes que éramos entonces y lo buscábamos para ser publicados en el diario, cuando estaban allí Beatriz Zuluaga, Héctor Moreno y Óscar Jurado en la redacción y una pléyade de escritores de talento en las páginas de opinión, como Jorge Santander Arias.

El nadaísta Eduardo Escobar, que tiene excelente memoria, recuerda en reciente entrevista al amable personaje y destaca que este diario tuvo tal vez la más sólida página de opinión del país con una variedad de articulistas de alto nivel intelectual. Esos personajes encabezados por Santander Arias, Edgardo Salazar Santacoloma y Ebel Botero, entre otros, discurrían en los diversos cafés de la ciudad y se les veía caminar con sus libros debajo del brazo, como figuras dedicadas con total pasión a pensar, leer y escribir.

Esas presencias magistrales se inscribían en la tradición cultural de la ciudad, que tuvo en los años 30 la Editorial Zapata, casa privada que publicó en su momento a los más grandes autores del país como Fernando González, José Antonio Osorio Lizarazo, León de Greiff y muchos más. Además, la ciudad fue centro de la famosa generación greco-quimbaya, tan vilipendiada por los ignorantes que nunca se han atrevido a leer a esos autores, que no por ser derechistas, carecían de talento y se inscribían en una corriente continental filo

mussoliniana, en la que se destacaban Leopoldo Lugones en Argentina y José Vasconcelos y otros en México y que requerirían análisis y estudio de contexto, antes que ostracismo total.

El libro de Mario Escobar Ortiz, publicado en 1972 en la imprenta del diario con prólogo de Jorge Santander Arias, brincó hace poco de los archivos guardados, con la imagen de portada tomada de un cuadro sicodélico del autor e ilustraciones de Basto, donde se ve la figura del nadaísta en relación con las caóticas imágenes evocadas en ese texto experimental y desbocado que es un extraño grito de rebelión, escatológico e impertinente.

Santander Arias cumplió con generosidad la tarea de prologar el libro de aquel joven, aunque deja entrever en sus palabras la enorme distancia literaria que los separaba, pues el primero era un erudito lector clásico que debía mirar con estupor los experimentos del nadaísta, sus imprecaciones, el erotismo desbordado, su sicodelismo cannábico y los automatismos literarios surrealistas con que hizo gala en ese monólogo de un desquiciado sobre la cárcel de la piel. Sin duda para Santander como para muchos, aquel libro era un Objeto Literario No Indentificado, o sea un OLNI.

Lo bueno de Escobar Ortiz, quien tenía una columna diaria llamada Carlitos, es que ahí desmenuzaba sin piedad las colaboraciones que los adolescentes le enviábamos con la esperanza de ser publicadas o los artículos de los viejos pomposos que seguían escribiendo como en los tiempos del modernismo.

Yo fui víctima mortal de una de sus andanadas, cuando a los 15 años le envié un soneto que llevaba un título en latín, Sunt Lacrimae Rerum, que fue destrozado y burlado sin piedad en público en la primera vez que me asomaba a las letras de molde. Gracias a esa diatriba contra mis malísimos poemas, y muy sonrojado, pasé rápido a otras experimentaciones, que me dieron la posibilidad de ganar en serie muchos premios literarios intercolegiales.

Escobar Ortiz vivía desbocadamente la literatura pero sin la típica solemnidad reinante en Colombia, donde casi todos quieren escribir bonito y muy pocos se atreven a romper con todo, como ocurrió con el genial León de Greiff, cuya obra toda es también un genial Objeto Literario no Identificado.

Releer otra vez La piel condena los cuerpos de Mario Escobar Ortiz, ver su dedicatoria firmada en 1973, me comunica de nuevo con esa década loca donde se confirmaron tantas revoluciones recientes mientras crecía en prestigio el Festival Latinoamericano de Teatro que trajo a la ciudad a los más grandes desde Neruda y Miguel Ángel Asturias a Jerzy Grotowzky y una pléyade de teatreros, poetas locos y críticos literarios.

La ciudad era vigilada por la enorme Catedral, pero en cafés secretos y centros culturales bullía un mundo libre de estirpe durrelliana, mientras se oía la carcajada intermitente de Mario Escobar, un personaje literario colombiano inolvidable que merecería ser contado.

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo. Septiembre 8 de 2013.

sábado, 19 de junio de 2021

LA NOVELA APLASTADA POR LA REALIDAD

Por Eduardo García Aguilar

Cada año salen centenares de novelas publicadas en los países latinoamericanos, donde se abordan por lo regular temas difíciles que afectan a cada pedazo del continente. Por lo regular se refieren a la violencia generalizada, tragedias históricas, guerras, dictaduras, masacres, injusticias, narcotráfico, pobreza y en otras ocasiones temas que son la imagen de marca de cada terruño, o sea sus glorias o personajes de leyenda.

El tango, Evita, Maradonna y el Che en Argentina, Jorge Eliécer Gaitán, Pablo Escobar, Kid Pambelé o Tirofijo en Colombia, la vida de las favelas, Pelé y el bossa nova en Brasil. De Perú o México, países con historia milenaria, los temas son múltiples e inagotables, indígenas, revoluciones, mariachis, campo, Cantinflas, Maria Félix, la urbe, el vecindario del Chavo del Ocho y así sucesivamente cada generación aborda sus dramas y frustraciones o los orgullos patrios y el colorido folclórico.

También en su mayoría esas novelas son autobiográficas. Cada quien cuenta su historia, sus dramas, la riqueza o la pobreza vividas, la marginación, el racismo, la discriminación de género, el asesinato de un ser querido o a veces la gloria o la ruina de un familiar.
 
Y de todas esas novelas, las que tienen la fortuna de ser publicadas y convertirse en libro son apenas la punta de un iceberg enorme de obras en las que los autores invierten años de energía e ilusión y que tal vez nunca serán publicadas. A veces los descendientes descubren los manuscritos en los desvanes o las gavetas y logran hacerlos publicar por alguna universidad o institución cultural o con ayuda de su propio peculio.

Es normal que esto ocurra en un inmenso continente donde hablan y escriben el idioma más de 500 millones de personas y cuando en escuelas o en las propias casas circulan libros de autores consagrados que son orgullos patrios desde el siglo XIX, ejemplos, modelos, figuras que aparecen en estatuas o en nombres de plazas y colegios. Amado Nervo, Rubén Darío, Julio Flórez o José Martí o Alfonsina Storni, Gabriela Mistral, Victoria Ocampo o Clarice Lispector.

Aunque en muchas partes del mundo la escritura y el escritor como tal han perdido el aura originada desde los tiempos griegos y romanos y fortalecida durante el largo auge del humanismo surgido desde el Renacimiento, en América Latina aun perviven esas glorias como remanencias de un pasado que se resiste a morir. En medio del deasastre y la mediocridad ambiente, algo queda del culto al escribano, al clérigo, al poeta, al escritor, y causa aun en muchos respeto el que lleva el papiro en la mano, el que pronuncia discursos o esgrime el volumen impreso.

El inmenso y último impulso del culto al escritor y a la producción literaria se dio en América Latina en la segunda mitad del siglo XX con el éxito mundial de varios autores que como Neruda y Miguel Angel Asturias, pasando por el poeta Octavio Paz y  las estrellas máximas del boom García Márquez y Vargas Llosa, fueron galardonados con el Premio Nobel. Y eso sin contar a Borges, Carpentier o Rulfo

La reducción del analfabetismo aun reinante en la primera mitad del siglo XX abrió las puertas a la escritura a inmensas capas de la población y democratizó el ejercicio hasta llevarlo a la impesionante proliferación de estos tiempos. Aunque el crítico o el lector quisieran abarcar las obras escritas cada año, la tarea sería imposible y utópica.

La observación se da entonces al azar, cuando algunos libros caen en sus manos y pueden de esa forma establecer tendencias de ese movimiento telúrico incesante, de la misma forma que los científicos analizan muestras mínimas de un inmenso yacimiento.

Y tal vez a través de esas muestras mínimas lleguen a la conclusion de que muchos de esos autores son devorados por la actualidad y los dramas del momento o la realidad concreta, por lo que sus esfuerzos son vencidos por la falta de distancia de los acontecimientos y la carencia del añejamiento que la obra

literaria necesita como los mejores vinos. Eso que don Gabriel, el colombiano de Aracataca, denominaba "la transposición poética de la realidad".

Esa es la sensación que uno experimenta cuando lee tantos libros de aparente ficción sobre la violencia colombiana o los dramas de varias épocas sucesivas de terror y conflicto de nuestro país, guerrillas, atentados, paramilitares, masacres, secuestros, narcos, como si sus palabras quedaran atrapadas en el propio pantano o la ciénaga de la realidad inmediata, sin poder volar. Como si la novela se volviera un viejo y agotado pelícano ciego y cargado de piedras que muere asfixiado en el mar. 

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 20 de junio de 2021.

 


sábado, 12 de junio de 2021

VOLVER A FERNANDO CRUZ KRONFLY

 


Por Eduardo García Aguilar

Uno de los autores hispanoamericanos más importanes en estos momentos es sin duda alguna Fernando Cruz Kronfly (1943), a quien podría otorgársele ya el gran premio de la lengua, el Cervantes, que solo ha obtenido hasta ahora un colombiano, Alvaro Mutis. Orfebre de la prosa y la poesía, uno imagina la titánica empresa de sus construcciones, la obra de pulimiento de la catedral proustiana que llega a su clímax en las tribulaciones de Uldarico y las lascivias de Mariana Valentina, en los mundos fantasmales de Teófilo y Barbarela, Pensilvania y Pánfilo, entre ámbitos del ayer y de hoy como La mansión de las cadenas y el Edificio de la Villa Maipo.

Eso sin referirnos al viaje del Libertador Simón Bolívar hacia su muerte por el río Magdalena o el del cuerpo de Carlos Gardel hacia la nada, en sendas novelas dedicadas a esos personajes. Más allá de la musicalidad exacerbada de su prosa, Cruz Kronfly conecta con otras corrientes de la narrativa latinoamericana. Rebelde y disolvente por naturaleza, no se hunde en el ya trajinado realismo mágico, para quedarse sólo en los arabescos de lianas de su imaginación. Va más allá y entra al mundo del deseo, al conflicto de los cuerpos, a la incuria de la soledad, a la imposibilidad del amor entre cerrados compartimientos totalmente concretos y modernos.

No sólo se hermana Cruz Kronfly con el quehacer artesanal del cubano José Lezama Lima en su investigación del deseo, sino que se comunica con el delicioso cinismo desesperanzado de Juan Carlos Onetti, con sus mujeres perversas, enfrentadas día a día con hombres desvirolados, fracasados, que se desmoronan en el alcohol, todos ellos cónsules como Geoffrey Firmin, el de Bajo el Volcán de Malcolm Lowry.

La deliciosa crudeza de los asertos de sus mujeres, hermanada con los rumbos montevideanos de Onetti y sus mujeres cultas y sexuales, hace de novelas como Falleba (Editorial la Oveja Negra. Bogotá. 1980), La obra del sueño (Editorial la Oveja Negra. Bogotá. 1984) y La ceremonia de la soledad (Planeta. Bogotá. 1992), entre otras, obras excepcionales en el mapa novelístico latinoamericano reciente. La excelente editorial con sede en Medellín Sílaba ha venido publicando por fortuna en Colombia en este siglo XXI y en preciosas ediciones libros como Destierro, La vida secreta de los perros infieles, La sombrilla planetaria, o su poemario Abismo de origen, por lo que ahora todos podemos leerlo, descubrirlo.

Liberado de la retórica falocrática que ha dominado desde La María de Jorge Isaacs y La vorágine de José Eustasio Rivera, hasta Cien años de soledad y a buena parte de la novelística colombiana postmacondiana, la obra de Cruz es una reflexión sobre la muerte, la decrepitud, la caída, la soledad, tanto en los ámbitos urbanos de la segunda mitad de este siglo como en los viejos tiempos de la Patria Boba y la Fundación abordados en La ceniza del libertador (Planeta. Bogotá. 1987) y en La obra del sueño. Novela de fundación y de estirpe, homenaje a los progenitores, La obra del sueño abre una nueva veta ficcional y prefigura la exploración posterior del fin del libertador Simón Bolívar en su viaje tragicómico hacia la nada.

Cruz Kronfly escribe desde un lugar marcado por el cruce de caminos, porque él mismo es fruto de la mixtura de razas y parece que en cada nueva obra despliega una gran sombrilla imaginaria para los habitantes del exilio: un libertador entre olor de letrinas y podredumbre de cuerpos afiebrados huye exiliado y vapuleado por su gente, mujeres modernas se exilian de un lecho a otro buscando una felicidad que nunca llegará y todos recuerdan viejas casonas llenas de flores y de pájaros o se encierran en recámaras a masticar su derrota. De toda su prosa brota el dolor y el desasosiego, y mana el grito del niño perdido que todos llevamos adentro y cuya convocatoria es dínamo de la obra narrativa.

La ceniza del Libertador es tal vez, junto con Celia se pudre de Héctor Rojas Herazo, La otra raya del tigre de Pedro Gómez Valderrama y La tejedora de Coronas de Germán Espinosa, una de novelas más notables escritas en Colombia en el espacio del post-macondismo. Quien recorre sus páginas, comprenderá que más allá de la historia o del paisaje telúrico, el gran personaje allí es el lenguaje, la delirante reverberación de palabras que Cruz Kronfly convoca con exactitud maniática, acercándose a lo que denomina “estética de la muerte que apaga afanosa los últimos fósforos”.

Juntas, vistas con perspectiva, estas novelas constituyen una gran feria de vanidades y derrotas, llena de colores, espectros, adefesios, ruinas, tal y como siempre ocurre con los mundos de los novelistas logrados que, como Onetti y Roberto Artl, o narradores natos como Felisberto Hernández o Juan Rulfo, logran arrancar sus delirios de lo terrenal para transponerlos hacia el limbo poético. 
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 13 de junio de 2021.



sábado, 5 de junio de 2021

LA RESURRECCIÓN DE KEYNES


Por Eduardo García Aguilar


El mexicano José Angel Gurría deja a los 71 años de edad la secretaría general de la OCDE después de 15 años terribles en que el mundo experimentó crisis económicas sin precedente como la gran bancarrota de 2008 y el impacto devastador de la pandemia del coronavirus en 2020 y 2021. Ambos acontecimientos causaron la ruina de muchos particulares y la quiebra de empresas y de países que como Grecia, Portugal, España, Italia, entre otros, realizaron arduas y largas negociaciones con las instituciones internacionales no caer al abismo.

Tanto la quiebra con efecto dominó de bancos, empresas y particulares de hace más de una década como la pandemia actual incrementaron de repente el desempleo y llevaron a la pobreza a millones de personas, especialmente en los países donde no se aplican sólidas políticas sociales y la mayoría de la población lucha día a día en la informalidad para ganarse unas cuantas monedas, ante la indiferencia de los malos gobiernos.

Gurría, que en principio era un adalid del neoliberalismo más radical aplicado en México por los políticos de su generación encabezados por Carlos Salinas de Gortari a lo largo de un cuarto de siglo,  ha cambiado como todo ser inteligente debería hacer y en la actualidad defiende las políticas heterodoxas que han salvado a muchos países del desastre, lejos de la defensa a ultranza de la austeridad terca y más cerca de resucitar las políticas keynesianas que recuperaron al mundo después de la Segunda guerra mundial con gigantescas políticas de inversión pública y ayuda a quienes quedaron en la miseria.

Cuando el mundo después de múltiples negociaciones y pulsiones volvía más o menos a encontrar cierto equilibro, cayó la inédita pandemia ante la cual los gobiernos y las instituciones financieras tuvieron que generar como bomberos o rescatistas de emergencia rápidas medidas que impidieran el derrumbe y el caos generalizado, sin cometer los errores de otros años.  

Me acuerdo del joven viceministro Gurría, quien nos recibía a algunos corresponsales extranjeros en su oficina del Palacio Nacional de la capital mexicana para explicar las nuevas políticas aplicadas por esa ambiciosa generación de economistas mexicanos dispuestos a dejar para siempre las viejas ideas del Partido Revolucionario Institucional y cambiarlas por las que estaban de moda en los tiempos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan: privatizar a ultranza, bajar los impuestos a los ricos, liberar la economía para que funcionara sola sin restricciones y reducir la intervención del Estado a lo mínimo. El pobre es pobre porque es bruto y no emprende, pensaban. Mientras más ricos sean los ricos mejor estarán los pobres, agregaban.

En una reciente entrevista para El País de España, Gurría se despide con el mismo buen humor que tenía en aquellos tiempos de joven funcionario, cuando tal vez creía que el ideario de Reagan y Thatcher traería la felicidad al mundo y eliminaría la pobreza, pues al fin y al cabo después de la caída de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría llegábamos al final de la historia, como abogaba entonces Francis Fukuyama.

Al escucharlo ahora nos damos cuenta de que la realidad provocó tal vez en su pensamiento un viraje que lo lleva a defender medidas económicas impensables antes, aplicadas hoy al interior de las grandes potencias norteamericanas y europeas, empezando por el impresionante plan de recuperación del presidente Joe Biden y las generosas políticas de soporte a la economía siniestrada en la Unión Europea, bajo la consigna de "cueste lo que cueste" del presidente francés Emmanuel Macron y con el apoyo de la poderosa Alemania de Angela Merkel, antes rigurosa adalid de la austeridad.

El viejo John Manyard Keynes, amante de las letras y miembro con Virginia Woolf del grupo de Bloomsbury, está ahora más vivo que nunca, pese a que los neoliberales de hace unas décadas lo dieron por muerto para siempre.

Gurría alerta ahora como un viejo sabio que se debería seguir aplicando las medidas generosas y sociales requeridas por la excepcional pandemia mundial, cosa que no se hizo en la crisis de 2008, pues de lo contrario, al despertar de este traumatismo, todo se puede volver a venir abajo.

El Estado tiene que intervenir para salvar a la gente inyectando recursos a la economía porque su función antes que defender a ultranza a los ricos es propiciar más justicia social, hacer que más amplias capas de la población se eduquen y coman, tengan mejores servicios de salud, y ese esfuerzo se debe hacer por varias generaciones de manera sostenida como lo hicieron las políticas keynesianas de la posguerra. Ojalá algún día los gobiernos latinoamericanos entiendan que dejar para siempre en la pobreza a la mitad de la población de un país no le conviene a nadie, ni siquiera a los ricos.    

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 6 de junio de 2021.