Por Eduardo García Aguilar
Una de las primeras cosas que hice al llegar a la Ciudad de México fue alquilar un apartado postal en el Palacio de Correos, edificio que pieza por pieza, según dice la leyenda, fue traído desde Italia con sus aires renacentistas y es uno de los monumentos más insólitos y bellos de la metrópoli capitalina.
Su ágil estructura metálica es un homenaje a la nueva industria, al progreso y a la arquitectura importada por Porfirio Díaz antes de su fin inminente, superando por fin a la piedra para erguir proezas de retorcida y liviana elegancia férrea. Como joya de la ciudad, día a día sus escalinatas y pisos de mosaico eran bruñidos con minucia y amor, por lo que parecían espejos en medio del caos, el esmog, el ruido y la basura citadinas, convirtiéndolo todo allí en un extraño oasis, un ámbito de otros siglos.
Adentro las oficinas y los mostradores estaban separados por altos enrejados de hierro pintado de negro y a la vez por figuras y adornos y figuras áureas que eran minuciosamente conservadas con productos que expelían un olor peculiar de limpieza química. Adentro el aire cruzaba con libertad, por lo que en días de invierno uno veía a los trabajadores del correo postal enfundados en gruesos suéteres de lana, ponchos o chaquetas de cuero. Las oficinas eran amplias, enormes, de techos altísimos y los seres humanos se volvían allí diminutos, liliputienses entre tanta belleza añeja.
También se vivía un ambiente de graciosa y nostálgica lentitud burocrática, con bultos puestos allá y aquí, llenos de cartas y paquetes, en uno de los cuales al fin rescaté el ultimo correo enviado por mi padre antes de morir y que antes de ser devuelto los empleados buscaron y rescataron del limbo. Pero no sólo ese detalle familiar me une al Palacio: como iba cada día a abrir mi apartado, situado en el mezzanine, entre muros churriguerescos de infinitas cápsulas postales rectangulares con puertas de metal antiguo, me sentía con frecuencia en una oficina occidental del Cargo del Far West californiano en tiempos de Mark Twain y Búffalo Bill. Probablemente entré ahí miles de días, pues a ese apartado permanente que conservé hasta el último día me llegaba correo de Europa y América, revistas literarias, cartas de amigos y familiares perdidos, invitaciones, periódicos y otras minucias de un tiempo ya borrado por los emails y el Internet, el skype y el messenger.
Parece mentira pues que cuente esto como si estuviera hablando ya de un siglo antediluviano, cuando apenas comenzamos la cuesta del siglo XXI. A veces tengo el sueño recurrente de que llego allí y vuelvo a buscar las cartas y los paquetes perdidos que tal vez llegaron después de mi partida de México y los rostros difusos de esos carteros y esas funcionarias amables de otro tiempo me abordan en una danza de figuras inasibles y neutras como espectros de una época sellada en los baúles de la historia.
Pero de esa relación casi familiar con el edificio me quedan otros encuentros esos sí fantásticos, con espectros del pasado, con gente decimonónica salida de alguna novela decadente del siglo XIX. Uno de esos encuentros fue con el poeta Germán Litz Arzubide, que ya bien avanzado en sus noventa iba a ese corredor en busca de su correo, para abrir un apartado que tal vez tenía desde los años 20 del siglo pasado.
Allí me lo encontré varias veces y fui forjando con él una relación de charlas intensas, en las que me relataba anécdotas de la vida poética mexicana y los contactos que como uno de los jóvenes jefes del movimiento poético Estridentista que tuvo con poetas de vanguardia de Suramérica como los colombianos Luis Carlos López y Luis Vidales, autor este último de Suenan Timbres y tío del gran poeta colombiano actual Juan Manuel Roca Vidales.
Todavía me parece verlo impecablemente vestido de traje cruzado color café claro a rayas, corbata asida con mancuerna dorada, sombrero Stetson y paraguas o bastón de rigor. Y todavía lo admiro con envidia de que a sus casi cien años de edad anduviera por el centro de la ciudad diciéndole piropos a las muchachas. Alto, rubio, con la impronta clara de su ancestros germanos o vikingos, Germán Lizt Arzubide me fue presentado como personaje por mi amigo el Palacio de Correos. Un día supe que éramos vecinos en los condominios de Avenida Universidad 1953, donde también vivía Adolfo Castañón, y lo veía llegar solitario en las tardes desde mi ventana, erguido y elegante como un dandy de los tiempos Art Nouveau y Art Deco.
Pero me quedan todavía otras dos figuras fantasmales: la poetisa Guadalupe Amor, que llegó a ser publicada por Austral y caminaba por el centro de la ciudad ya muy anciana, vestida de manera estrafalaria como muñeca de cuento infantil o pieza de teatro nórdica, con los labios pintarrajeados de rojo, muy peinada con cintas verdes, violetas y rojas y un bastón que a veces le servía para amenazar con toda razón a los inoportunos que buscaban abordarla creyéndola una aparición milagrosa de otro siglo. Sólo se dignaba saludar y decir bellas palabras a los niños que encontraba a su paso en las inmediaciones. Cuando deambulaba por ahí, no lejos de su casa de Bucareli, Amor tal vez iba en pos de los recuerdos de la juventud, cuando era estrella de la poesía mexicana y mucho antes de que la atropellara el olvido implacable de los contemporáneos.
Y el otro fantasma centenario que tenía apartado postal junto al mío era el poeta Germán Pardo García, contemporáneo y protegido de Porfirio Barba Jacob, mexicanizado a lo largo del siglo, amigo de las costarricences Eunice Odio y Yolanda Oreamuno y quien también impecable como un conde decadente llegaba a abrir su apartado, usando un sombrero de bombín y traje bocadillo, bajo de estatura, con la mirada clara perdida en la absurda ambición poética que lo lleva a soñar en un imposible Premio Nóbel y en hacer de su poesía un delirio de científico einsteniano. ¿Dónde están sus inmensos mamotretos de más de mil páginas corroídos de tiempo y los números de su revista Nivel, una reliquia que llegaba a Colombia a mediados del siglo XX con sus poemas anacrónicos?
Sólo ahí en ese Palacio Postal perviven estos fantasmas de la ciudad de México. Ahí están los tres, Lizt Arzubide, Guadalupe Amor y Germán Pardo García para recordarnos que el tiempo pasa y todo es olvido, incluso para los más engreídos, dandys y vanidosos. Ellos viven ahí en alguno de esos diminutos apartados de correo de este Palacio de fantasmas donde se escuchan los ritos marciales del porfirismo y el sonido rayado de los discos de Carusso, el más grande tenor, cuya voz hace vibrar para siempre el hierro forjado de su estructura centenaria.