Por Eduardo García Aguilar
Siempre llega de manera ineluctable el día en que
los poetas, hasta los más juveniles y rebeldes a quienes la vida les
depara la longevidad, se ven abocados a petición de amigos o editores a
reunir las llamadas obras completas o reunidas o a realizar las
consabidas antologías personales. Es el momento de hacer un balance y
cotejar todos los sucesivos instantes que dieron lugar a textos que son
como huellas digitales de la vida.
La primera sensación es de estupor al comprobar que
el tiempo pasó rápido, pues por lo regular los poetas parecen por
naturaleza conservar en su interior las llamas del espíritu infantil y
juvenil y se sorprenden al verse atrapados en un cuerpo crepuscular que
no se compagina de ninguna manera con sus locuras y delirios cerebrales
ardientes.
Grandes poetas han muerto muy jóvenes como Rimbaud,
José Asunción Silva, Apollinaire, García Lorca y Miguel Hernández,
vencidos por la enfermedad, el vicio o exterminados por las guerras,
pero una gran mayoría logra pasar las décadas para llegar impulsados por
su alegría de ver y contar, de sentir y vibrar hasta las alturas
cronológicas de una vida senecta.
En Colombia León de Greiff es tal vez uno de los
mayores emblemas de lo que un poeta puede llegar a ser cuando desde los
primeros y fértiles hervores poéticos logra sobrevivir dejando atrás a
tantos desafortunados contemporáneos y con su rebeldía máxima reina en
la senectud sobre el país riéndose de todo, fumando la misma pipa y
luciendo la boína y la barbilla excéntrica en un mundo que lo venera a
veces pero lo ve como un extraño que delira.
Tal ha sido el caso también de Jorge Luis Borges,
quien ciego recorría el mundo acompañado por la joven Maria Kodama,
sonriendo ante la vida ya octogenario y blandiendo sus ocurrencias ante
interlocutores, periodistas o admiradores que acudían a escucharlo en
masa en amplios salones o teatros, mientras burócratas y poderes se
reñían por otorgarle honores que chocaban contra su incredulidad de
sabio.
Entre los latinoamericanos el más longevo fue el
matusalén chileno Nicanor Parra, quien murió a los 103 años y fue
coronado tardíamente con el Premio Cervantes, a cuyos honores no pudo
acudir porque los médicos le prohibían subirse a los aviones y hacer
viajes transatlánticos. Hasta el último instante Parra quitó solemnidad a
la poesía con mayúsculas.
Igual ha sido el caso también de las nonagenarias
uruguaya Ida Vitale (1923) y cubana Dulce Maria Loynaz (1902-1997), que
recibieron el honor del Cervantes después de transcurrir ocultas casi un
siglo dedicadas a la poesía y a mirar el mundo sin muchos aspavientos o
aplausos, o el de Maruja Vieira (1922) en Colombia, poeta que ha
recibido hace poco su vacuna contra el virus y sigue observando la vida y
el mundo y la vida con la lucidez que otorga la poesía y casi un siglo
completo de vida.
Ungaretti, el italiano que nació en la cosmopolita
Alejandría de Cavafis y Durrell, recibió con alegría a quienes
celebraban sus ochenta años y en ningún momento dejó a un lado la
lucidez de lo vivido para celebrar el suceso, que en su tiempo de
guerras fue un milagro. Rodeado de libros, recuerdos, viajes, la mirada
serena y la verdad profunda, el hermético modernizador de la poesía
italiana nunca abandonó la sonrisa y la ironía.
Los poetas a quienes la vida da el privilegio de la
longevidad pueden mirar lo escrito a lo largo de las décadas como si
cada uno de esos textos, desde los iniciales a los últimos, fueran
escritos por diversos personajes de uno mismo, sucesivas concreciones de
muñecas rusas que en su interior guardan infinitas versiones del mismo
ser a través del tiempo. Como si pudiesen cavar en el gran pozo hasta
llegar a otro lado, a un universo que sería el anverso caleidoscópico de
su propia aventura.
----
Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 4 de abril de 2021.