sábado, 3 de abril de 2021

LA LONGEVIDAD DE LOS POETAS

 

Por Eduardo García Aguilar

Siempre llega de manera ineluctable el día en que los poetas, hasta los más juveniles y rebeldes a quienes la vida les depara la longevidad, se ven abocados a petición de amigos o editores a reunir las llamadas obras completas o reunidas o a realizar las consabidas antologías personales. Es el momento de hacer un balance y cotejar todos los sucesivos instantes que dieron lugar a textos que son como huellas digitales de la vida.  

La primera sensación es de estupor al comprobar que el tiempo pasó rápido, pues por lo regular los poetas parecen por naturaleza conservar en su interior las llamas del espíritu infantil y juvenil y se sorprenden al verse atrapados en un cuerpo crepuscular que no se compagina de ninguna manera con sus locuras y delirios cerebrales ardientes.

Grandes poetas han muerto muy jóvenes como Rimbaud, José Asunción Silva, Apollinaire, García Lorca y Miguel Hernández, vencidos por la enfermedad, el vicio o exterminados por las guerras, pero una gran mayoría logra pasar las décadas para llegar impulsados por su alegría de ver y contar, de sentir y vibrar hasta las alturas cronológicas de una vida senecta.

En Colombia León de Greiff es tal vez uno de los mayores emblemas de lo que un poeta puede llegar a ser cuando desde los primeros y fértiles hervores poéticos logra sobrevivir dejando atrás a tantos desafortunados contemporáneos y con su rebeldía máxima reina en la senectud sobre el país riéndose de todo, fumando la misma pipa y luciendo la boína y la barbilla excéntrica en un mundo que lo venera a veces pero lo ve como un extraño que delira.

Tal ha sido el caso también de Jorge Luis Borges, quien ciego recorría el mundo acompañado por la joven Maria Kodama, sonriendo ante la vida ya octogenario y blandiendo sus ocurrencias ante interlocutores, periodistas o admiradores que acudían a escucharlo en masa en amplios salones o teatros, mientras burócratas y poderes se reñían por otorgarle honores que chocaban contra su incredulidad de sabio.

Entre los latinoamericanos el más longevo fue el matusalén chileno Nicanor Parra, quien murió a los 103 años y fue coronado  tardíamente con el Premio Cervantes, a cuyos honores no pudo acudir porque los médicos le prohibían subirse a los aviones y hacer viajes transatlánticos. Hasta el último instante Parra quitó solemnidad a la poesía con mayúsculas.

Igual ha sido el caso también de las nonagenarias uruguaya Ida Vitale (1923) y cubana Dulce Maria Loynaz (1902-1997), que recibieron el honor del Cervantes después de transcurrir ocultas casi un siglo dedicadas a la poesía y a mirar el mundo sin muchos aspavientos o aplausos, o el de Maruja Vieira (1922)  en Colombia, poeta que ha recibido hace poco su vacuna contra el virus y sigue observando la vida y el mundo y la vida con la lucidez que otorga la poesía y casi un siglo completo de vida.

Ungaretti, el italiano que nació en la cosmopolita Alejandría de Cavafis y Durrell, recibió con alegría a quienes celebraban sus ochenta años y en ningún momento dejó a un lado la lucidez de lo vivido para celebrar el suceso, que en su tiempo de guerras fue un milagro. Rodeado de libros, recuerdos, viajes, la mirada serena y la verdad profunda, el hermético modernizador de la poesía italiana nunca abandonó la sonrisa y la ironía.   

Los poetas a quienes la vida da el privilegio de la longevidad pueden mirar lo escrito a lo largo de las décadas como si cada uno de esos textos, desde los iniciales a los últimos, fueran escritos por diversos personajes de uno mismo, sucesivas concreciones de muñecas rusas que en su interior guardan infinitas versiones del mismo ser a través del tiempo. Como si pudiesen cavar en el gran pozo hasta llegar a otro lado, a un universo que sería el anverso caleidoscópico de su propia aventura.

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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 4 de abril de 2021.