Por Eduardo García AguilarTuve la fortuna de que a mi madre Cleo le encantara
el cine y me llevara con frecuencia a acompañarla a ver películas
inolvidables, entre ellas Orfeo Negro, de Marcel Camus, basada en una
pieza teatral de Vinicius de Moraes, que ganó la Palma de Oro en el
Festival de Cannes de 1959, se ha convertido en un mito cinematográfico
sobre el Carnaval de Río y contribuyó a la difusión mundial de la bossa
nova, ya que la música estaba compuesta en parte por el gran Antonio
Carlos Jobim.
Aquella película, a la que asistimos con una amiga
suya y su hijo, se proyectaba en el famoso Teatro Olympia, una de las
más importantes joyas arquitectónicas de Manizales, que fue demolida
después. Tal fue la impresión de comunicarme a tan
temprana edad con ese exótico mundo onírico y trágico acompañado por la
pegajosa samba popular brasilera, que durante mucho tiempo me acordé de
algunas escenas de la película, sus melodías y la atmósfera que reinaba
en aquel majestuoso teatro de amplia platea y varios pisos circulares
donde se proyectaron los clásicos de aquellas décadas.
En esa enorme pantalla los jóvenes de varias
generaciones locales vieron películas donde actuaban estrellas de los
tiempos de Marlene Dietrich, Bette Davis y Rita Hayworth, pasando por los de Lauren Bacall y Humphrey Bogart, hasta los de Sofia Loren, Raquel Welch, Marcelo Mastroiani, Gina Lollobrigida y Monica Vitti. En
esos tiempos la ciudad estaba dotada de grandes teatros como el
Olympia, Caldas, Colombia, Cumanday, Manizales y el recién construido y
fabuloso Teatro Fundadores, donde vi con ella Gran Prix, protagonizada
por Yves Montand.
Cada sala de cine dejó una marca indeleble. En el
Cumanday vi adolescente la magnífica Blow Up de Michelangelo Antonioni,
basada en un cuento de Julio Cortázar, que significaría un parteaguas vital y literario.
En el Cine Colombia asistí a películas de Elvis Presley, del cómico
genial Jerry Lewis y una serie de filmes de viajes espaciales que
estaban de moda en los tiempos de la llegada del hombre a la luna y
proyectaban en las matinés y las largas tardes de los sábados. En el
Caldas me marcó Ayer hoy y mañana con Sofía Loren y en el Manizales,
mucho antes, El ladrón de Bagdad.
Pero Orfeo negro se convirtió
en una especie de "magdalena" proustiana personal y muchas veces me
crucé con las melodías centrales de aquel filme, por lo que he sido
siempre seguidor incondicioanl de Jobim, ya sea solo o acompañado por
Joao Gilberto, Vinicius de Moraes, Toquinho o Elis Regina. El culmen de
esa afición por la bossa nova llegó cuando a lso 23 años viví un
semestre de otoño e invierno en un apartamento amoblado de la calle
Pigalle, que me había dejado mi amigo Philippe Martellet con una
colección discográfica de bossa nova que escuchaba sin cesar y me
convirtió casi en experto.
Antes de la irrupción del
Covid 19 en el mundo volví a reencontrarme con Orfeo Negro en el cine
Champollion de la rue des Ecoles, donde se presentan películas clásicas
restauradas y acuden estudiantes del barrio latino que hacen largas
colas bajo la llovizna cuando la ciudad no está confinada o bajo toque
de queda por el virus. Esta vez obsequiaban un pequeño afiche orginal de
la película y la sala estaba llena a reventar. Los meandros de las
favelas de Rio de Janeiro, el clímax carnavalesco de la tarde, la
oscuridad de la noche, la pasión, el amor y la muerte volvían entre las
luces agónicas de la fiesta.
Orfeo negro no solo es la película mítica, un
clásico que cuenta la tragedia de Orfeo y Eurídice, sino que en ella, en
un instante mágico, confluyen como por milagro todos los futuros
protagonistas de esa ola musical que se adueñó del mundo y hoy sigue
viva. Vinicius de Moraes, quien con Jobim hizo La chica de Ipanema, fue
un diplomático de talento y poeta moderno que figura ya en el canon de
la poesía latinoamericana del siglo XX. Retirado de su actividad
diplomática, terminó convirténdose en un cantante de moda, acompañado
por los más talentosos músicos de su tiempo.
Como todo instante iniciático, ir con la madre al no
menos mítico Teatro Olympia a ver esta película fue como abrir una
serie de ventanas al arte, al teatro griego, a la música popular, a la
noche, al deseo, a la fiesta y al amor contrariado que alimenta todas
las tragedias literarias y reales de la existencia. Producida con
dificultades, la película de Camus nunca dejó de dar sorpresas e hizo
milagros. Cuando descubrieron que Breno Mello, el actor que interpretó a
Orfeo, vivía pobre y olvidado en Porto Alegre, lo invitaron a Cannes,
medio siglo después, para celebrar la gloria del filme.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 15 de noviembre de 2020.