Por Eduardo García Aguilar
Cada año salen centenares de novelas publicadas en
los países latinoamericanos, donde se abordan por lo regular temas
difíciles que afectan a cada pedazo del continente. Por lo regular se
refieren a la violencia generalizada, tragedias históricas, guerras,
dictaduras, masacres, injusticias, narcotráfico, pobreza y en otras
ocasiones temas que son la imagen de marca de cada terruño, o sea sus
glorias o personajes de leyenda.
El tango, Evita, Maradonna y el Che en Argentina,
Jorge Eliécer Gaitán, Pablo Escobar, Kid Pambelé o Tirofijo en Colombia,
la vida de las favelas, Pelé y el bossa nova en Brasil. De Perú o
México, países con historia milenaria, los temas son múltiples e
inagotables, indígenas, revoluciones, mariachis, campo, Cantinflas,
Maria Félix, la urbe, el vecindario del Chavo del Ocho y así
sucesivamente cada generación aborda sus dramas y frustraciones o los
orgullos patrios y el colorido folclórico.
También en su mayoría esas novelas son
autobiográficas. Cada quien cuenta su historia, sus dramas, la riqueza o
la pobreza vividas, la marginación, el racismo, la discriminación de
género, el asesinato de un ser querido o a veces la gloria o la ruina de
un familiar.
Y de todas esas novelas, las que tienen la fortuna
de ser publicadas y convertirse en libro son apenas la punta de un
iceberg enorme de obras en las que los autores invierten años de energía
e ilusión y que tal vez nunca serán publicadas. A veces los
descendientes descubren los manuscritos en los desvanes o las gavetas y
logran hacerlos publicar por alguna universidad o institución cultural o
con ayuda de su propio peculio.
Es normal que esto ocurra en un inmenso continente
donde hablan y escriben el idioma más de 500 millones de personas y
cuando en escuelas o en las propias casas circulan libros de autores
consagrados que son orgullos patrios desde el siglo XIX, ejemplos,
modelos, figuras que aparecen en estatuas o en nombres de plazas y
colegios. Amado Nervo, Rubén Darío, Julio Flórez o José Martí o
Alfonsina Storni, Gabriela Mistral, Victoria Ocampo o Clarice Lispector.
Aunque en muchas partes del mundo la escritura y el
escritor como tal han perdido el aura originada desde los tiempos
griegos y romanos y fortalecida durante el largo auge del humanismo
surgido desde el Renacimiento, en América Latina aun perviven esas
glorias como remanencias de un pasado que se resiste a morir. En medio
del deasastre y la mediocridad ambiente, algo queda del culto al
escribano, al clérigo, al poeta, al escritor, y causa aun en muchos
respeto el que lleva el papiro en la mano, el que pronuncia discursos o
esgrime el volumen impreso.
El inmenso y último impulso del culto al escritor y a
la producción literaria se dio en América Latina en la segunda mitad
del siglo XX con el éxito mundial de varios autores que como Neruda y
Miguel Angel Asturias, pasando por el poeta Octavio Paz y las estrellas
máximas del boom García Márquez y Vargas Llosa, fueron galardonados con
el Premio Nobel. Y eso sin contar a Borges, Carpentier o Rulfo
La reducción del analfabetismo aun reinante en la
primera mitad del siglo XX abrió las puertas a la escritura a inmensas
capas de la población y democratizó el ejercicio hasta llevarlo a la
impesionante proliferación de estos tiempos. Aunque el crítico o el
lector quisieran abarcar las obras escritas cada año, la tarea sería
imposible y utópica.
La observación se da entonces al azar, cuando algunos libros caen en sus manos y pueden de esa forma establecer tendencias de ese movimiento telúrico incesante, de la misma forma que los científicos analizan muestras mínimas de un inmenso yacimiento.
Y tal vez a través de esas muestras mínimas lleguen a
la conclusion de que muchos de esos autores son devorados por la
actualidad y los dramas del momento o la realidad concreta, por lo que
sus esfuerzos son vencidos por la falta de distancia de los
acontecimientos y la carencia del añejamiento que la obra
literaria necesita como los mejores vinos. Eso que don Gabriel, el colombiano de Aracataca, denominaba "la transposición poética de la realidad".
literaria necesita como los mejores vinos. Eso que don Gabriel, el colombiano de Aracataca, denominaba "la transposición poética de la realidad".
Esa es la sensación que uno experimenta cuando lee
tantos libros de aparente ficción sobre la violencia colombiana o los
dramas de varias épocas sucesivas de terror y conflicto de nuestro
país, guerrillas, atentados, paramilitares, masacres, secuestros,
narcos, como si sus palabras quedaran atrapadas en el propio pantano o
la ciénaga de la realidad inmediata, sin poder volar. Como si la novela
se volviera un viejo y agotado pelícano ciego y cargado de piedras que
muere asfixiado en el mar.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 20 de junio de 2021.