Por Eduardo García Aguilar
La enorme imagen del dios hindú Ganesha, hijo de Shiva y Parvati, con cabeza de elefante y gran barriga, irrumpe entre gritos y aplausos en una gran carroza cubierta de hojas y flores transportada por los habitantes del sudeste asiático del norte de París.
La enorme imagen del dios hindú Ganesha, hijo de Shiva y Parvati, con cabeza de elefante y gran barriga, irrumpe entre gritos y aplausos en una gran carroza cubierta de hojas y flores transportada por los habitantes del sudeste asiático del norte de París.
En este barrio cada año se celebra con emoción una fiesta en honor del dios zoomorfo de las bodas y los viajes, en medio del estruendo de los cocos destrozados sobre la calzada y las músicas provenientes de la India y el Ceylán lejanos. En la calle se apiñan por miles las bellas mujeres de todas las edades, hembras de piel cetrina y larga cabellera negro azabache, que vinieron enfundadas en sus mejores sarís de lujo de todos los colores y matices posibles y de cuyos cuellos y orejas cuelgan joyas tintineantes que brillan bajo el último sol declinante de un verano casi otoñal. Su belleza no tiene nombre. Sus sarís dejan ver las líneas de sus cuerpos resaltados por el amarillo solar, el verde selvático, el rojo carmesí y el azul definitivo. Y de sus cuerpos exhalan los perfumes y los ungüentos que minuciosamente han acariciado la noche previa sus pieles deseadas y tal vez poseídas.
A su lado gritan y ríen los niños y las niñas igualmente engalanados que degustan en pequeños recipientes de cartón las golosinas coloridas que preparan sus madres con mucho cuidado y que aún humean en su delicia milenaria. Y junto a ellos, adolescentes comedidos ofrecen al público frutas frescas y comida, porque el día del dios es el día de compartir y de regalar, de comer y gozar, de bailar y amar, o sea el de la abundancia en que se inmolan miles de jugosos cocos y bananos.
Desde uno de los ventanales de alguna de las casas de la avenida parisina, una pareja de bellas lesbianas ataviadas de jeans se abrazan y se besan felices y admiran desde arriba la fiesta pagana, que aplauden con el goce de quienes ya son apátridas en su propia patria y han roto todas las convenciones. Franceses, suecos, finlandeses, norteamericanos, peruanos e italianos y gente de cien nacionalidades distintas acuden en romería para no perderse una de las más auténticas fiestas de la ciudad. En la calles se reparten periódicos locales con anuncios del comercio de la próspera comunidad y textos publicados en una grafía indescifrable para el lego. En puestos de venta se ferian videos de películas de Bollywood a sólo un euro y desde los altoparlantes chilla la música cantada por las estrellas de la música india popular.
Es lo bueno de vivir en estas ciudades que se han convertido en el sitio de encuentro de todas las poblaciones inmigrantes del mundo entero, que huyen de las guerras y la pobreza y reproducen en calma, lejos del tiroteo y la enfermedad, el mundo original al que siguen siendo inmensamente fieles. Judíos, negros del África profunda o de Martinica y Guadalupe en el Caribe, cristianos ortodoxos, musulmanes de Marruecos, El Cairo o Dubai, católicos de Lourdes o Fátima, protestantes, coptos, maronitas, encuentran en estas calles de los viejos barrios de Barbés Rochechouart y Chateau Rouge la tolerancia necesaria para recrear sus artes culinarias y sus rituales religiosos politeístas y salir a la calle sin que nadie se extrañe de sus extraños atuendos, sus oraciones e imprecaciones y sus lenguas prehistóricas como el urdu, el hindi, el tamil o el bengalí.
Un alto pope de la iglesia ortodoxa rusa, totalmente vestido de negro y con su enorme cofia, sigue la carroza y toma fotos, al mismo tiempo que le echa humo oloroso con un incensario traído de la antigua Bizancio. Y emocionados con la apertura, los hijos de todas las diásporas, los extranjeros y los locales de orígenes diversos, provenientes de Armenia o Polonia, de Rusia o Finlandia, de Irlanda o Estonia, de Dublín, Andalucía o Groenlandia, acuden en masa a esta fiesta que les trae el recuerdo ancestral de la fiesta de los ídolos que, alguna vez, en la leyenda bíblica, ordenó destruir el patriarca Moisés. Los occidentales que ya son apátridas y no soportan vivir rodeados de gente de una sola nacionalidad, los que se identifican y toleran todas las culturas del mundo, religiones y usos sexuales, se codean aquí con dioses, semidioses, popes, sadúes, magos, chamanes, curanderos.
Como el sonido de la pólvora o los disparos de la guerra, los cocos que han permanecido en pirámides espolvoreados de azafrán estallan al paso de los dioses uno tras otro sobre el cemento y la gente corre a tomar los pedazos, que devoran como lo hacían hace mil años sus antepasados de la India lejana o de Ceylán. Un magma de frutas y cáscaras inunda la calle y sobre ese tapiz de ecológica suciedad camina la muchedumbre en sandalias, iluminada, bendecida, sudorosa, ciega de alegría y de sabor. Cargan y halan las carrozas con el Dios obeso adentro hombres musculados semidesnudos como salidos de un relato de ciencia ficción o de una película infantil de Hollywood. Algunos, con la cabeza cubierta con pañoletas verdeazul, fucsia o color mango y otros sudorosos con túnicas raídas de algodón desleído, hacen tintinear campanitas de metal, mientras sigue la romería bulliciosa alrededor de los altares móviles adornados con hojas de plátano y palmera tropical, entre el griterío de niños y abuelas, viejos y adolescentes vírgenes.
Los musculados salidos de la historieta de dibujos animados son los encargados de transportar el pesado altar al interior del cual, entre flores y aromas de inciensos, se ve la figura de la deidad, ya sea sentada y risueña con su barriga al aire y o en la forma de un elefante normal de color negro plástico, con sus largos colmillos y su mansa mirada. Es la fiesta interminable y contradictoria en medio de la urbe occidental: los fotógrafos se apeñuscan para obtener una inolvidable imagen femenina como las hay tantas en este domingo de gala oriental. Los padres cargan en hombros a su hijos para que vean la romería y en los cafés los obreros de otras culturas, negros, árabes o rumanos, apuran sus cervezas y se preparan para introducirse más tarde a esos restaurantes donde se come con la mano y se saborean los más exquisitos platos orientales.
En cada puerta, en cada restaurante, se han hecho altares con imágenes del delirate pesonaje elefantiásico. La alegría es palpable entre los organizadores de las comunidades del sureste asiático que se reúnen cada año cerca del metro La Chapelle para realizar una de las fiestas más exóticas y verdaderas de la ciudad. Uno se creería en Benarés o Bombay, en Uttar Pradesh o Kolkata. Pero no, estamos en la mismísma París, la ciudad que recibe a todas las culturas del mundo y tolera este domingo de verano final la algarabía hindú que supera la fiesta de los chinos con sus dragones o la de otras etnias asentadas en esta urbe que se ha vuelto una torre de babel. El arcaico mundo milenario del Ramayana y el Mahabarata ha vuelto para siempre a conquistar las calles de esta ciudad de extranjeros y apátridas donde se hablan todas las lenguas y se tocan todas las pieles.