Por Eduardo García Aguilar
La exposición retrospectiva de la obra de Alberto Giacometti (1901-1966) en el Centro Pompidou, está centrada en el taller que durante 40 años, desde 1926 hasta su muerte, tuvo el artista en Montparnasse y que se convirtió no sólo en sitio de vivienda sino en centro, laboratorio, y punto de difusión de su obra subversiva y revolucionaria en el campo estético, al lado de Joan Miró y Jean Arp, entre otros.
El barrio de Montparnasse fue antes y después de la Segunda Guerra Mundial un nido de brillantes artistas apátridas provenientes de todos los rincones del mundo y por lo tanto crisol de muchas revoluciones del arte de su tiempo. En los años de entreguerras, el barrio poseyó la concentración más densa de artistas mundiales pobres y borrachos como el japonés Foujita, el italiano Modigliani, el lituano Soutine y el mexicano Diego Rivera, entre otros muchos que se hicieron famosos y ricos después de muertos. Algunos vestigios de esa actividad en Montaparnase quedan todavía en rincones del barrio que sobrevivieron milagrosamente a la explosión inmobiliaria de los años 60 y 70, cuyo epicentro es la hórrida y gigantesca Torre de Montparnasse.
La obra de Giacometti, nacido en Borgonovo, en el cantón de Grisons en Suiza, es famosa en todo el mundo, en especial por las esculturas longuilíneas que redujeron a la más mínima expresión el cuerpo y el rostro humanos, como figuras de extraterrestres comprimidas por una extraña presión atmosférica o cierta inédita gravedad newtoniana. Obra que lleva al extremo el camino de abrir nuevos espacios de percepción y significado, lejos de los senderos indicados por la oficialidad artística. Algunas de sus piezas son diminutas y cabían en una caja de fósforos, tal y como las mínimas obras de escultores anónimos de viejas civilizaciones que vemos en los museos con enorme estupor al saber que tienen 10.000 ó 5.000 años. La figurillas mínimas de Giacometti, cabezas con intensos ojos negros de interrogación, cuerpos, miembros, fueron hechas para ser fácilmente transportadas en tiempos de guerra y ahora nos maravillan y nos cuestionan con sarcasmo.
Como todo artista o escritor, a Giacometti le gustaba posar y era sin duda megalómano en la manera de mostrarse ante la cámara y crear toda una leyenda en torno a su mundo creativo, al lado de su mujer Annette Arm y los amigos que solían visitarlo, como el escritor homosexual, ladrón y maldito Jean Genet, autor del libro “El taller de Alberto Giacometti”, en el que se inspiraron los curadores de esta muestra retrospectiva que concluye este 11 de febrero. Allí en ese taller luchaba para sortear los problemas económicos cotidianos, la angustia de las tensiones europeas que condujeron a la guerra y provocaron nuevas diásporas o la muerte de muchos de los contemporáneos en los campos de concentración nazis, pero fue sin duda feliz en medio de tantos materiales mientras sus mujeres posaban y él craneaba la excepcional deriva artística con obras notables como Mujer cuchara (yeso, 1927) o Mujer acostada que sueña (bronce, 1929).
En la primera obra se destaca ese volumen oval y mullido de la hembra fértil y reproductora, como un homenaje tal vez a esas infladas figuras milenarias de las Venus que crearon los primeros artistas de la humanidad en las civilizaciones de Extremo Oriente y Extremo Ocidente, desde China a Perú, desde las estepas orientales hasta las altiplanicies mexicanas, desde las extensiones africanas hasta las rocas pobladas de dólmenes en Bretaña. En la segunda, con una ironía exquisita se celebra a la hembra moderna ondulada y a la vez ese cuerpo abstracto es labios y deseo, electricidad, elegancia y transparencia, fluir a través del tiempo sin límites.
Luego Giacometti se dedicó a trabajar las cabezas y los cuerpos. Una obra emblemática de esa experimentación es El hombre que camina (1947), figura humanoide solitaria que marcha en puntillas sobre una superficie, como si explorase entre la eternidad y el absurdo. No en vano Giacometti hizo el árbol para la escenografía de la obra “Esperando a Godot” de Samuel Beckett, contemporáneo suyo y compañero en la literatura y el teatro de las mismas proposiciones estéticas subversivas y contemporáneas.
En la enorme sala del sexto piso del Museo Nacional de Arte Moderno, que ha albergado hace poco exposiciones sobre el dadaísmo o Samuel Beckett, entre otras, el viaje por sus 600 obras se inicia con las imágenes del niño Giacometti pintadas por su padre, el impresionista Giovanni Giacometti y su padrino el simbolista Cuno Amiet, así como reproducciones de su rostro en las grandes revistas del mundo, tomadas en su taller por grandes fotógrafos de la época como Brassai, Henri Cartier Bresson, Robert Doisneau, Arnold Newman o Gordon Parks. Desde niño vivió inmerso en el arte, creció viendo pintar a su padre y a sus amigos y por eso su obra desde temprano se rebela y va hacia rumbos originales donde las figuras adquieren formas metafóricas que juegan con espacio, volúmenes y formas.
Debido a que su viuda Anette tuvo que abandonar el taller de la calle Hypolitte Maindron, expulsada por el casero pocos años después del fallecimiento de Alberto, pedazos enteros de los muros y puertas y muebles del mismo se salvaron y son mostrados en una reproducción a escala del mismo, similar a lo que se hizo con otro gran escultor, Brancusi, otro artista de Montparnasse, cuyo taller intacto se muestra aparte, en una construcción exclusiva para ese efecto situada en la explanada del Centro Pompidou.
La exposición termina con cuadros al óleo de una economía ejemplar que hacen parte de su experimentación en torno al retrato. Son cuadros monocromáticos, sin perspectiva, las posiciones son fijas, hieráticas, los rostros estallados con líneas y los trazos nerviosos. Los modelos de esos cuadros son Annette, su hermano Diego, el japonés Yanaihara, su amante y última pasión Carolina y el médico de los surrealistas, Frankel. Tanto las esculturas como los cuadros de Giacometti nos sorprenden porque la figura humana que emerge de su estética convoca en nosotros lo más milenario, esencial y primitivo de nuestras existencias, o sea ese común denominador de nuestro efímero paso por la vida que es la nada perpetua.
La exposición retrospectiva de la obra de Alberto Giacometti (1901-1966) en el Centro Pompidou, está centrada en el taller que durante 40 años, desde 1926 hasta su muerte, tuvo el artista en Montparnasse y que se convirtió no sólo en sitio de vivienda sino en centro, laboratorio, y punto de difusión de su obra subversiva y revolucionaria en el campo estético, al lado de Joan Miró y Jean Arp, entre otros.
El barrio de Montparnasse fue antes y después de la Segunda Guerra Mundial un nido de brillantes artistas apátridas provenientes de todos los rincones del mundo y por lo tanto crisol de muchas revoluciones del arte de su tiempo. En los años de entreguerras, el barrio poseyó la concentración más densa de artistas mundiales pobres y borrachos como el japonés Foujita, el italiano Modigliani, el lituano Soutine y el mexicano Diego Rivera, entre otros muchos que se hicieron famosos y ricos después de muertos. Algunos vestigios de esa actividad en Montaparnase quedan todavía en rincones del barrio que sobrevivieron milagrosamente a la explosión inmobiliaria de los años 60 y 70, cuyo epicentro es la hórrida y gigantesca Torre de Montparnasse.
La obra de Giacometti, nacido en Borgonovo, en el cantón de Grisons en Suiza, es famosa en todo el mundo, en especial por las esculturas longuilíneas que redujeron a la más mínima expresión el cuerpo y el rostro humanos, como figuras de extraterrestres comprimidas por una extraña presión atmosférica o cierta inédita gravedad newtoniana. Obra que lleva al extremo el camino de abrir nuevos espacios de percepción y significado, lejos de los senderos indicados por la oficialidad artística. Algunas de sus piezas son diminutas y cabían en una caja de fósforos, tal y como las mínimas obras de escultores anónimos de viejas civilizaciones que vemos en los museos con enorme estupor al saber que tienen 10.000 ó 5.000 años. La figurillas mínimas de Giacometti, cabezas con intensos ojos negros de interrogación, cuerpos, miembros, fueron hechas para ser fácilmente transportadas en tiempos de guerra y ahora nos maravillan y nos cuestionan con sarcasmo.
Como todo artista o escritor, a Giacometti le gustaba posar y era sin duda megalómano en la manera de mostrarse ante la cámara y crear toda una leyenda en torno a su mundo creativo, al lado de su mujer Annette Arm y los amigos que solían visitarlo, como el escritor homosexual, ladrón y maldito Jean Genet, autor del libro “El taller de Alberto Giacometti”, en el que se inspiraron los curadores de esta muestra retrospectiva que concluye este 11 de febrero. Allí en ese taller luchaba para sortear los problemas económicos cotidianos, la angustia de las tensiones europeas que condujeron a la guerra y provocaron nuevas diásporas o la muerte de muchos de los contemporáneos en los campos de concentración nazis, pero fue sin duda feliz en medio de tantos materiales mientras sus mujeres posaban y él craneaba la excepcional deriva artística con obras notables como Mujer cuchara (yeso, 1927) o Mujer acostada que sueña (bronce, 1929).
En la primera obra se destaca ese volumen oval y mullido de la hembra fértil y reproductora, como un homenaje tal vez a esas infladas figuras milenarias de las Venus que crearon los primeros artistas de la humanidad en las civilizaciones de Extremo Oriente y Extremo Ocidente, desde China a Perú, desde las estepas orientales hasta las altiplanicies mexicanas, desde las extensiones africanas hasta las rocas pobladas de dólmenes en Bretaña. En la segunda, con una ironía exquisita se celebra a la hembra moderna ondulada y a la vez ese cuerpo abstracto es labios y deseo, electricidad, elegancia y transparencia, fluir a través del tiempo sin límites.
Luego Giacometti se dedicó a trabajar las cabezas y los cuerpos. Una obra emblemática de esa experimentación es El hombre que camina (1947), figura humanoide solitaria que marcha en puntillas sobre una superficie, como si explorase entre la eternidad y el absurdo. No en vano Giacometti hizo el árbol para la escenografía de la obra “Esperando a Godot” de Samuel Beckett, contemporáneo suyo y compañero en la literatura y el teatro de las mismas proposiciones estéticas subversivas y contemporáneas.
En la enorme sala del sexto piso del Museo Nacional de Arte Moderno, que ha albergado hace poco exposiciones sobre el dadaísmo o Samuel Beckett, entre otras, el viaje por sus 600 obras se inicia con las imágenes del niño Giacometti pintadas por su padre, el impresionista Giovanni Giacometti y su padrino el simbolista Cuno Amiet, así como reproducciones de su rostro en las grandes revistas del mundo, tomadas en su taller por grandes fotógrafos de la época como Brassai, Henri Cartier Bresson, Robert Doisneau, Arnold Newman o Gordon Parks. Desde niño vivió inmerso en el arte, creció viendo pintar a su padre y a sus amigos y por eso su obra desde temprano se rebela y va hacia rumbos originales donde las figuras adquieren formas metafóricas que juegan con espacio, volúmenes y formas.
Debido a que su viuda Anette tuvo que abandonar el taller de la calle Hypolitte Maindron, expulsada por el casero pocos años después del fallecimiento de Alberto, pedazos enteros de los muros y puertas y muebles del mismo se salvaron y son mostrados en una reproducción a escala del mismo, similar a lo que se hizo con otro gran escultor, Brancusi, otro artista de Montparnasse, cuyo taller intacto se muestra aparte, en una construcción exclusiva para ese efecto situada en la explanada del Centro Pompidou.
La exposición termina con cuadros al óleo de una economía ejemplar que hacen parte de su experimentación en torno al retrato. Son cuadros monocromáticos, sin perspectiva, las posiciones son fijas, hieráticas, los rostros estallados con líneas y los trazos nerviosos. Los modelos de esos cuadros son Annette, su hermano Diego, el japonés Yanaihara, su amante y última pasión Carolina y el médico de los surrealistas, Frankel. Tanto las esculturas como los cuadros de Giacometti nos sorprenden porque la figura humana que emerge de su estética convoca en nosotros lo más milenario, esencial y primitivo de nuestras existencias, o sea ese común denominador de nuestro efímero paso por la vida que es la nada perpetua.