lunes, 11 de febrero de 2008

SUBVERSiÓN Y REVOLUCIÓN EN LA OBRA DE ALBERTO GIACOMETTI


Por Eduardo García Aguilar
La exposición retrospectiva de la obra de Alberto Giacometti (1901-1966) en el Centro Pompidou, está centrada en el taller que durante 40 años, desde 1926 hasta su muerte, tuvo el artista en Montparnasse y que se convirtió no sólo en sitio de vivienda sino en centro, laboratorio, y punto de difusión de su obra subversiva y revolucionaria en el campo estético, al lado de Joan Miró y Jean Arp, entre otros.
El barrio de Montparnasse fue antes y después de la Segunda Guerra Mundial un nido de brillantes artistas apátridas provenientes de todos los rincones del mundo y por lo tanto crisol de muchas revoluciones del arte de su tiempo. En los años de entreguerras, el barrio poseyó la concentración más densa de artistas mundiales pobres y borrachos como el japonés Foujita, el italiano Modigliani, el lituano Soutine y el mexicano Diego Rivera, entre otros muchos que se hicieron famosos y ricos después de muertos. Algunos vestigios de esa actividad en Montaparnase quedan todavía en rincones del barrio que sobrevivieron milagrosamente a la explosión inmobiliaria de los años 60 y 70, cuyo epicentro es la hórrida y gigantesca Torre de Montparnasse.
La obra de Giacometti, nacido en Borgonovo, en el cantón de Grisons en Suiza, es famosa en todo el mundo, en especial por las esculturas longuilíneas que redujeron a la más mínima expresión el cuerpo y el rostro humanos, como figuras de extraterrestres comprimidas por una extraña presión atmosférica o cierta inédita gravedad newtoniana. Obra que lleva al extremo el camino de abrir nuevos espacios de percepción y significado, lejos de los senderos indicados por la oficialidad artística. Algunas de sus piezas son diminutas y cabían en una caja de fósforos, tal y como las mínimas obras de escultores anónimos de viejas civilizaciones que vemos en los museos con enorme estupor al saber que tienen 10.000 ó 5.000 años. La figurillas mínimas de Giacometti, cabezas con intensos ojos negros de interrogación, cuerpos, miembros, fueron hechas para ser fácilmente transportadas en tiempos de guerra y ahora nos maravillan y nos cuestionan con sarcasmo.
Como todo artista o escritor, a Giacometti le gustaba posar y era sin duda megalómano en la manera de mostrarse ante la cámara y crear toda una leyenda en torno a su mundo creativo, al lado de su mujer Annette Arm y los amigos que solían visitarlo, como el escritor homosexual, ladrón y maldito Jean Genet, autor del libro “El taller de Alberto Giacometti”, en el que se inspiraron los curadores de esta muestra retrospectiva que concluye este 11 de febrero. Allí en ese taller luchaba para sortear los problemas económicos cotidianos, la angustia de las tensiones europeas que condujeron a la guerra y provocaron nuevas diásporas o la muerte de muchos de los contemporáneos en los campos de concentración nazis, pero fue sin duda feliz en medio de tantos materiales mientras sus mujeres posaban y él craneaba la excepcional deriva artística con obras notables como Mujer cuchara (yeso, 1927) o Mujer acostada que sueña (bronce, 1929).
En la primera obra se destaca ese volumen oval y mullido de la hembra fértil y reproductora, como un homenaje tal vez a esas infladas figuras milenarias de las Venus que crearon los primeros artistas de la humanidad en las civilizaciones de Extremo Oriente y Extremo Ocidente, desde China a Perú, desde las estepas orientales hasta las altiplanicies mexicanas, desde las extensiones africanas hasta las rocas pobladas de dólmenes en Bretaña. En la segunda, con una ironía exquisita se celebra a la hembra moderna ondulada y a la vez ese cuerpo abstracto es labios y deseo, electricidad, elegancia y transparencia, fluir a través del tiempo sin límites.
Luego Giacometti se dedicó a trabajar las cabezas y los cuerpos. Una obra emblemática de esa experimentación es El hombre que camina (1947), figura humanoide solitaria que marcha en puntillas sobre una superficie, como si explorase entre la eternidad y el absurdo. No en vano Giacometti hizo el árbol para la escenografía de la obra “Esperando a Godot” de Samuel Beckett, contemporáneo suyo y compañero en la literatura y el teatro de las mismas proposiciones estéticas subversivas y contemporáneas.
En la enorme sala del sexto piso del Museo Nacional de Arte Moderno, que ha albergado hace poco exposiciones sobre el dadaísmo o Samuel Beckett, entre otras, el viaje por sus 600 obras se inicia con las imágenes del niño Giacometti pintadas por su padre, el impresionista Giovanni Giacometti y su padrino el simbolista Cuno Amiet, así como reproducciones de su rostro en las grandes revistas del mundo, tomadas en su taller por grandes fotógrafos de la época como Brassai, Henri Cartier Bresson, Robert Doisneau, Arnold Newman o Gordon Parks. Desde niño vivió inmerso en el arte, creció viendo pintar a su padre y a sus amigos y por eso su obra desde temprano se rebela y va hacia rumbos originales donde las figuras adquieren formas metafóricas que juegan con espacio, volúmenes y formas.
Debido a que su viuda Anette tuvo que abandonar el taller de la calle Hypolitte Maindron, expulsada por el casero pocos años después del fallecimiento de Alberto, pedazos enteros de los muros y puertas y muebles del mismo se salvaron y son mostrados en una reproducción a escala del mismo, similar a lo que se hizo con otro gran escultor, Brancusi, otro artista de Montparnasse, cuyo taller intacto se muestra aparte, en una construcción exclusiva para ese efecto situada en la explanada del Centro Pompidou.
La exposición termina con cuadros al óleo de una economía ejemplar que hacen parte de su experimentación en torno al retrato. Son cuadros monocromáticos, sin perspectiva, las posiciones son fijas, hieráticas, los rostros estallados con líneas y los trazos nerviosos. Los modelos de esos cuadros son Annette, su hermano Diego, el japonés Yanaihara, su amante y última pasión Carolina y el médico de los surrealistas, Frankel. Tanto las esculturas como los cuadros de Giacometti nos sorprenden porque la figura humana que emerge de su estética convoca en nosotros lo más milenario, esencial y primitivo de nuestras existencias, o sea ese común denominador de nuestro efímero paso por la vida que es la nada perpetua.

CENTENARIO DE BORGES

Por Eduardo García Aguilar
Nacido según la Fundación San Telmo el 23 de agosto de 1899 y para otros el 24 del mismo mes, Jorge Luis Borges llega este día a su centenario en la más espectacular nube de gloria, con dos volúmenes y un álbum en la prestigiosacolección francesa de La Pléiade y miles de entradas en la red Internet que realizan el sueño del Aleph. Se necesitarían muchos años para poder visitar cada una de esos sitios llenos de sorpresas, datos, juegos, enigmas y delirios de sus admiradores de todo el planeta. Y para viajar por esos múltiples enlaces borgianos en la telaraña mundial que nos introducen al escalofriante nuevo efecto de su palabra.
Por donde pasaba Borges parecía ser la concreción en vida de una nueva deidad. En México, al salir de la sala Ollin Yoliztli, una noche de los primeros años 80, varios jóvenes se tiraron al suelo y empezaron a seguirlo arrodillados al grito de "¡gloria eterna para usted maestro!" y lloraban y acoplaban sus manos en signo de adoración. Lo mismo ocurría en Quito, Bogotá, Medellin, Santiago de Chile, Londres, Madrid, Tokyo, y París, ciudad donde desde hacía ya muchas décadas se le había consagrado como una leyenda viviente. Se le veía junto a un globo, al lado de las pirámides de Egipto, sabio e infinito junto a las de Teotihuacán, ciego pero inquieto hasta el final devorándose al mundo.
Francia lo adoraba y las calles de París lo vieron pasar muchas veces. En el Hotel de la rue des Beaux Arts, donde murió Wilde, hay una placa en su nombre. Desde las traducciones de Roger Caillois Borges fue adoptado por la tierra de Montaigne y Voltaire. En 1964 Herne dedicó un número especial a su obra, en los años 70 Michel Foucault lo hace protagonista de Las palabras y las cosas y en 1999 la Pléiade concluye la edición del segundo volumen desus obras completas en edición establecida, presentada y anotada por el francés Jean Pierre-Bernès, uno de los últimos confidentes del maestro.
Para Borges la gloria era la mayor incomprensión y aunque al principio sólo vendió en un año 37 ejemplares de uno de sus libros, en las dos últimas décadas de su vida se volvió una especie de fetiche hacedor de milagros. Pero a diferencia de otros, Borges tomó la tragedia de su gloria con gran sentido del humor y proverbial modestia. Siempre fue un escritor marginal, rebelde, subversivo, anarquista. Contra la corriente no escribió novelas porque su timidez lo hubiera incomodado entre tantos personajes, y mezcló prosa y poesía en volúmenes y fue un gozoso conversador antes que aprendiz de tribuno. Su reino fue el estilo. De él dijo Cioran que “la desgracia de ser reconocido cayó sobre él. Merecía algo mejor. Merecía seguir en la sombra, en lo imperceptible, seguir inasible y tan impopular como el matiz”.
En la tercera entrega del Magazine littéraire de 1999 dedicada a Borges, después de las de 1979 y 1988, el editor del número, el hispanista Gerard de Cortanze, trata de “volver de nuevo a esta obra vasta y enigmática” y a un Borges “humanizado y más caluroso” lejos de la leyenda aceptada de “un intelectual abstracto y gélido”. El último exégeta Bernès trata de mostrarlo como “el viejo anarquista tranquilo”, según la propia y final autodefinición del poeta poco antes de morir en Ginebra tras casarse con María Kodama y participar con entusiasmo en la preparación de su obras completas para La Pléiade. Bernès cuenta los últimos días previos a la muerte, en junio de 1986, y dice que tiene “la certeza de que preparaba su muerte por una especie de imitación de las muertes literarias que lo precedieron” y por eso le dijo, fiel a su gran preocupación, que “yo no sé en que lengua voy a morir”.
Borges fascinó en los 60 y 70 a toda la juventud latinoamericana que aprendía de memoria sus enigmas e ironías y lo tomó como modelo de escritor: el que deambula siempre por la biblioteca eterna y pasa de un lado al otro del mundo y de un milenio al otro con la alegría de un sabio modesto que está seguro de que todo conduce a la muerte y al olvido. El reino y la maestría de Borges en aquellos años se mira con nostalgia: en todas las ciudades que visitó se vio rodeado por esa juventud latinoamericana entusiasta que lo quiso no como una estrella fugaz de opereta literariasino como el maestro que nos hace amar el milagro de la palabra, el libro, la vida , la muerte, la gloria, la eternidad, el olvido, el polvo, el desierto.
Toda esa generación debe percibir ahora con susto cómo el mundo literario ha girado hacia la dictadura de los editores y escritores analfabetas sacralizados por la lista de ventas, el tintineo de las máquinas registradoras y el paso por las emisiones de televisión. En tiempos de Borges la Gran Biblioteca estaba cerca de la gente, era una biblioteca amable, generosa, llena de gracia y alegría, de fiesta; ahora, por el contrario, ha sido vaciada y en su lugar reina el hielo de los supermercados.
Silvia Barón Superviele dice que para Borges “la Enciclopedia y la Biblioteca son análogas porque son imágenes del infinito” y esa búsqueda del infinito quiere ser desterrada de la literatura. Aunque en la red virtual su palabra crece precisamente hasta el infinito, se reproduce, se esconde y fluye ante la mirada ciega del viejo centenario convertido en algo más que una figura legendaria
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(Letras libres, agosto de 1999)