Mangos africanos, plátanos, las verduras más bellas y variadas del mundo se ven en el mercado afroasiático y afrodisíaco de Barbès, alrededor del metro Château Rouge o en español Castillo Rojo, situado al norte de París. Allí vive la más nutrida concentración de habitantes del sudeste asiático, Maghreb y África subsahariana, cuya vida multicolor inunda calles y rincones como si estuviésemos en los tiempos del Ladrón de Bagdad.
Peluquerías a bajísimo precio en la calle Poulet, tiendas de pelucas trenzadas o encrespadas en la calle Poissonière, y boutiques de manicure para bellezas negras en la calle Coustine, mendigos junto al metro, paralíticos, prostitutas, traficantes de droga y celulares robados, pueblan este rincón muchas veces contado, a un costado de Montmartre.
De repente, la fuerza pública aparece y la muchedumbre de vendedores ilegales, comerciantes de productos exóticos que preparan tamales en fogones de carbón o gas en las sucias aceras, huye entre el griterío y se esconde con sus objetos de pacotilla.
Los cuerpos de élite de esta Zona de Seguridad Prioritaria recién creada por el gobierno, irrumpen en momentos de tensión mientras se habla del creciente impulso de los movimientos fanáticos islamistas, en especial de los salafistas o de Al Qaida que acechan y preparan atentados suicidas en ese Occidente infiel, satánico, que se burla de Mahoma y Alá en caricaturas y artículos de la prensa.
La policía esgrime sus fusiles, ronda en la esquina del metro, pide documentos a extranjeros sospechosos y va de un lado para otro sembrando el pánico generalizado, pero una vez la redada concluida, desde todos los rincones, como hormigas, reaparece la muchedumbre de comerciantes ilegales y llena las calles.
Por estos barrios pululan restaurantes de todos los sabores: humea el cuscús, se siente el aroma de las especias indo-paquistaníes con su inconfundible curry, huele a mazorca asada, a pescado fresco, y una tras otras se suceden las tiendas de trajes y telas africanas de colores chillones con estampas de cocoteros o las chilabas o chalecos que acaban de llegar de Pakistán, Sri Lanka, Indonesia, India, el Maghreb árabe o kabyl o del oeste africano.
En tiempos de fiesta, decenas de miles desfilan detrás de sus ídolos como el dios Ganesha, elefante bonachón a cuyo paso los peregrinos indo-paquistaníes quiebran miles de cocos que se explayan en las calles entre el griterío de los niños que cuelgan de las espaldas de las bellas negras, perfumadas y engalanadas con prendas de todos los matices del espectro lumínico.
No es necesario tomar el avión y viajar miles de kilómetros hacia el oriente para entrar a este mundo cosmopolita de Barbès, lleno de vida, donde conviven hinduístas y budistas, judíos y coptos, católicos y protestantes, musulmanes y miembros de otras sectas milenarias.
Barbès sería un mundo soñado donde convive cada quien con su delirio, cruzando pacíficamente por las calles sin extrañarse, conscientes de los derechos otorgados por la República fundada desde la Revolución francesa. Ellos, todos los miembros de esta tierra de Babel están aquí porque cuando el país que los acoge era potencia, sus fuerzas los colonizaron con crueldad y arrogancia sin límites.
En Indochina y el Extremo Oriente franceses, en el Levante y el Medio Oriente, en el mar Rojo y el cuerno africano, Egipto, Siria, Sudán, Yemen, Etiopía, Sudáfrica, Nigeria, Congo, Malí, Benín, Costa de Marfil, Senegal, Argelia, Marruecos, Túnez y Libia, alemanes, italianos, franceses, holandeses e ingleses se peleaban por las riquezas y esclavizaban con ayuda de reyezuelos, jeques, emires, marajáes, príncipes y otros valedores, a millones de humanos.
Los esclavizaron y los llevaron a las guerras más atroces, fueron carne de cañón, como los expertos en machete o cuchillo que eran la vanguardia de los cuerpos represivos de esos ejércitos coloniales que hicieron reinar el terror en todo el Sur y despojaron a los autóctonos de sus tierras para talar bosques y abrir minas.
Durante siglos todas esas riquezas innombrables que ya habían descubierto Marco Polo y los viajeros portugueses, holandeses, ingleses, germanos, galos o españoles fueron chupadas por los vampiros que hicieron de Europa y sus diversos países la potencia invencible que fue con sus flotas de crueles filibusteros y aventureros.
En la Isla Mauricio, la Reunión, el sur de India, Madrás, Shangái y Hong Kong, Agra, Estambul, Ankara, Damasco, Bagdad, Teherán, El Cairo, Addis Abeba, y todas las capitales del Altántico africano, desde Senegal hasta Mogador, y desde Tánger hasta Alejandría y Trípoli, las fuerzas coloniales estuvieron presentes listas al despojo y por eso los descendientes de los humillados y ofendidos están aquí y pululan en el barrio de Barbès, que lleva el nombre de un héroe de la Revolución de 1848.
En este territorio, más arriba de las Estaciones férreas del Este y del Norte, en el famoso distrito dieciocho descrito por Juan Goytisolo en su novela Paisajes después de la batalla, en estas calles de hermosos edificios intactos desde el siglo XIX, entre el bullicio y la alegría, la miseria y el dolor, maleantes y policías juegan al gato y al ratón y los dioses de todas las religiones aparecen en medio de las plegarias y la propaganda de hechiceros, marabúes, lectores de la suerte y deshacedores de maleficios.
Todo esto ocurre en pleno siglo XXI, en 2012, al norte de París, mientras llegan noticias de atentados suicidas y explosiones, desde Pakistán, Irak y Siria hasta la llamada Tierra Santa o el Malí sahariano, entre amenazas atómicas y propaganda armamentista. Pero la fiesta continúa mientras bebo una cerveza entre los bares Titanic y Constelation, cuyas letras de neón titilantes se hunden en la noche de lobos.
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*Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 21 de octubre de 2012.
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*Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 21 de octubre de 2012.