Uno de los monumentos más extraordinarios de la Ciudad de México y de América Latina es la Torre Latinoamericana, erigida en 1954 y desde entonces presente y a la vista de todos los habitantes de la metrópoli, semejante a un cohete de ciencia ficción salido de las utilerías de los estudios Churubusco y listo a lanzarse a la conquista del espacio de los sentidos y los símbolos.
Con el viso azulado de sus vidrieras y mosaicos y sus antenas y pararrayos la torre ha resistido todos los temblores, en especial los de 1957 y 1985, meciéndose en el aire gracias a los originales pilones antisísmicos sobre los que está construida. Desde sus alturas ha visto las ruinas y las iluminaciones bíblicas cernirse sobre la metrópoli, como las llamaradas asesinas de las refinerías de petróleo, las tolvaneras gigantescas provenientes de Texcoco, que antes enceguecían y asfixiaban la ciudad, o los paisajes transparentes de enero, cuando la nieve de los volcanes se vuelve nítida y los contornos prehispánicos del valle renacen desde la oscuridad del progreso.
Tuve la fortuna de subir el día de mi llegada a México al restaurante Muralto a cenar en companía de una linda guía prehispánica que el azar me presentó en las viejas calles coloniales, idéntica a una ofrenda afortunada de Coatlicue. Desde entonces tejí con la mole una relación de amistad y complicidad secreta que se solidificaría años después, cuando sin siquiera sospecharlo ese día iniciático, terminé trabajando durante más de una década en una agencia de noticias en el piso 28 de esa torre, convirtiéndose en mi segunda casa.
Durante años, arrullado por el sonido de los incesantes teletipos que traían las buenas y las malas noticias del mundo, vi los más bellos amaneceres en el valle y a veces alcancé a divisar las pirámides de Teotihuacán, cuando de repente el valle se volvía de verdad la región más transparente del aire, como lo escribió alguna vez Alfonso Reyes en Palinodia del polvo. Durante el día se veía crecer el agite monstruoso de cuatro millones de vehículos y se oía el murmullo arterial del Eje Lázaro Cárdenas con su sinfonía de bocinas y la humareda que brotaba de camiones y autos viejos.
Y poco a poco, hacia el atardecer, todo se transformaba y lo que era realidad diurna total y concreta se volvía titilante universo lumínico de la ciudad más grande mundo, un mar cósmico, planetario, un océano de luciérnagas donde se distinguían las largas avenidas como nervaduras de hojas enormes de Victoria Regia o líneas y huellas de una mano inconmensurable. El silencio lo dominaba todo, salvo cuando sonaban las sirenas apresuradas de los carros de policía o de bomberos o estallaba de súbito el ruido de los disparos nocturnos o el grito desolado e inerme de los atracados.
Trabajar de noche en la Torre, cuando ya la calma de la ciudad volvía, era una experiencia muy especial que daba al observador desde las alturas la sensación de dominarlo todo y otorgaba poderes casi chamánicos al espectador de aquella inmensidad, donde medio milenio antes reinó la ciudad de Techochitlán con sus lagos, danzas y sacrificios. Uno trataba de levantar con la imaginación las humaredas de copal que serpenteaban alrededor de las pirámides o convocaba los cánticos de los conventos coloniales con sus monjas y abates tapiados. O reclamaba la presencia de Zapata y Pancho Villa en El Sanborns o el sonido de sus cabalgatas por la calle Madero. O la música de Guty Cárdenas en La Cucharacha antes de que sonaran los disparos.
Muchos años antes de llegar a México, la Torre Latinoamericana se nos apareció en las diversas y sucesivas portadas de La región más transparente de Carlos Fuentes, novela que circulaba por todo el continente latinoamericano desde que fue publicada por el Fondo de Cultura Económica en 1958 y es hoy un clásico de la narrativa hispanoamericana de todos los tiempos.
En la prosa innovadora y rabiosa de este gran escritor, entonces un joven de 30 años, aprendimos a conocer la ciudad y a su gente a través de la voz delirante de Ixca Cinefuegos y de los personajes que él registró con la esperanza de marcar para siempre en palabras la huella de la urbe contemporánea mexicana. Tenía que ser la Torre Latinoamericana la que ilustrara las portadas más conocidas de esa novela, pues Carlos Fuentes tuvo que estar ahí presente, rodeándola, mientras la escribía electrizado por la energía que emanaba del sorpresivo monolito que conectó al Distrito Federal, « tuna incandescente » y « serpiente de estrellas », con los rascacielos neoyorkinos y el futuro impredecible en el que vivimos.
La ciudad palpitaba ahí a nuestro alcance : la mole del palacio de Bellas Artes asediada por colas de miles de defeños listos a rendir homenaje al féretro de Cantinflas en su último día en la tierra. Las ruinas permanentes de cientos de edificios que como el Hotel Regis y otros inolvidables que fueron tumbados en el centro por el terremoto de 1985. Las fiestas de Garibaldi y el salon Colonial con sus mariachis, su burlesque increíble y el vaho de pulque y tequila en las calles. El caminar de los borrachines de la Avenida Hidalgo o la calle Bucareli. Las conversaciones de periodistas en El Negresco o La Habana.
Otras imágenes acuden en tropel. Los enormes helicópteros estadounideses que traían desde el aeropuerto a Los Pinos al presidente estadounidense Bill Clinton, las manifestaciones de los zapatistas, los campamentos de maestros, los multitudianarios gritos festivos del 15 de septiembre o los ya pasados de moda desfiles del Día del Infome del Señor Presidente.
Todo eso se veía desde las alturas de la Torre Latinoamericana, hermana mayor de la urbe que todo lo ve y todo lo vive, Cuatlicue de acero, cemento y vidrio con ojos de robot, que ahora sigue su rumbo en el siglo XXI convirtiéndose en monumento del pasado, obelisco del presente, pirámide que desafia el tiempo e identifica a cada uno de los habitantes con su ciudad, pues es un símbolo desafiante y sereno.
Con el viso azulado de sus vidrieras y mosaicos y sus antenas y pararrayos la torre ha resistido todos los temblores, en especial los de 1957 y 1985, meciéndose en el aire gracias a los originales pilones antisísmicos sobre los que está construida. Desde sus alturas ha visto las ruinas y las iluminaciones bíblicas cernirse sobre la metrópoli, como las llamaradas asesinas de las refinerías de petróleo, las tolvaneras gigantescas provenientes de Texcoco, que antes enceguecían y asfixiaban la ciudad, o los paisajes transparentes de enero, cuando la nieve de los volcanes se vuelve nítida y los contornos prehispánicos del valle renacen desde la oscuridad del progreso.
Tuve la fortuna de subir el día de mi llegada a México al restaurante Muralto a cenar en companía de una linda guía prehispánica que el azar me presentó en las viejas calles coloniales, idéntica a una ofrenda afortunada de Coatlicue. Desde entonces tejí con la mole una relación de amistad y complicidad secreta que se solidificaría años después, cuando sin siquiera sospecharlo ese día iniciático, terminé trabajando durante más de una década en una agencia de noticias en el piso 28 de esa torre, convirtiéndose en mi segunda casa.
Durante años, arrullado por el sonido de los incesantes teletipos que traían las buenas y las malas noticias del mundo, vi los más bellos amaneceres en el valle y a veces alcancé a divisar las pirámides de Teotihuacán, cuando de repente el valle se volvía de verdad la región más transparente del aire, como lo escribió alguna vez Alfonso Reyes en Palinodia del polvo. Durante el día se veía crecer el agite monstruoso de cuatro millones de vehículos y se oía el murmullo arterial del Eje Lázaro Cárdenas con su sinfonía de bocinas y la humareda que brotaba de camiones y autos viejos.
Y poco a poco, hacia el atardecer, todo se transformaba y lo que era realidad diurna total y concreta se volvía titilante universo lumínico de la ciudad más grande mundo, un mar cósmico, planetario, un océano de luciérnagas donde se distinguían las largas avenidas como nervaduras de hojas enormes de Victoria Regia o líneas y huellas de una mano inconmensurable. El silencio lo dominaba todo, salvo cuando sonaban las sirenas apresuradas de los carros de policía o de bomberos o estallaba de súbito el ruido de los disparos nocturnos o el grito desolado e inerme de los atracados.
Trabajar de noche en la Torre, cuando ya la calma de la ciudad volvía, era una experiencia muy especial que daba al observador desde las alturas la sensación de dominarlo todo y otorgaba poderes casi chamánicos al espectador de aquella inmensidad, donde medio milenio antes reinó la ciudad de Techochitlán con sus lagos, danzas y sacrificios. Uno trataba de levantar con la imaginación las humaredas de copal que serpenteaban alrededor de las pirámides o convocaba los cánticos de los conventos coloniales con sus monjas y abates tapiados. O reclamaba la presencia de Zapata y Pancho Villa en El Sanborns o el sonido de sus cabalgatas por la calle Madero. O la música de Guty Cárdenas en La Cucharacha antes de que sonaran los disparos.
Muchos años antes de llegar a México, la Torre Latinoamericana se nos apareció en las diversas y sucesivas portadas de La región más transparente de Carlos Fuentes, novela que circulaba por todo el continente latinoamericano desde que fue publicada por el Fondo de Cultura Económica en 1958 y es hoy un clásico de la narrativa hispanoamericana de todos los tiempos.
En la prosa innovadora y rabiosa de este gran escritor, entonces un joven de 30 años, aprendimos a conocer la ciudad y a su gente a través de la voz delirante de Ixca Cinefuegos y de los personajes que él registró con la esperanza de marcar para siempre en palabras la huella de la urbe contemporánea mexicana. Tenía que ser la Torre Latinoamericana la que ilustrara las portadas más conocidas de esa novela, pues Carlos Fuentes tuvo que estar ahí presente, rodeándola, mientras la escribía electrizado por la energía que emanaba del sorpresivo monolito que conectó al Distrito Federal, « tuna incandescente » y « serpiente de estrellas », con los rascacielos neoyorkinos y el futuro impredecible en el que vivimos.
La ciudad palpitaba ahí a nuestro alcance : la mole del palacio de Bellas Artes asediada por colas de miles de defeños listos a rendir homenaje al féretro de Cantinflas en su último día en la tierra. Las ruinas permanentes de cientos de edificios que como el Hotel Regis y otros inolvidables que fueron tumbados en el centro por el terremoto de 1985. Las fiestas de Garibaldi y el salon Colonial con sus mariachis, su burlesque increíble y el vaho de pulque y tequila en las calles. El caminar de los borrachines de la Avenida Hidalgo o la calle Bucareli. Las conversaciones de periodistas en El Negresco o La Habana.
Otras imágenes acuden en tropel. Los enormes helicópteros estadounideses que traían desde el aeropuerto a Los Pinos al presidente estadounidense Bill Clinton, las manifestaciones de los zapatistas, los campamentos de maestros, los multitudianarios gritos festivos del 15 de septiembre o los ya pasados de moda desfiles del Día del Infome del Señor Presidente.
Todo eso se veía desde las alturas de la Torre Latinoamericana, hermana mayor de la urbe que todo lo ve y todo lo vive, Cuatlicue de acero, cemento y vidrio con ojos de robot, que ahora sigue su rumbo en el siglo XXI convirtiéndose en monumento del pasado, obelisco del presente, pirámide que desafia el tiempo e identifica a cada uno de los habitantes con su ciudad, pues es un símbolo desafiante y sereno.