Por Eduardo García Aguilar
Las escandalosas escenas de Banana República vividas en Estados Unidos,
cuando partidarios racistas y supremacistas del presidente saliente
Donald Trump irrumpieron en el Capitolio y lo mancillaron al llamado de
su líder, representan un cierre trágico y chistoso de mandato para quien
durante cuatro años tuvo al mundo viajando en una montaña rusa que
pasaba de tobogán en tobogán por diversos castillos de espantos y de
monstruos.
El expresidente republicano Georges W. Bush fue quien utilizó el jueves
el término de Banana República en un mensaje de protesta contra lo
sucedido, al que siguieron decenas de comunicados de altos líderes
conservadores, republicanos, funcionarios renunciantes, ediles y jefes
de Estado de grandes potencias del mundo. Salones, oficinas, pasillos,
vestíbulos del llamado templo de la democracia, fueron tomados por
violentos individuos que llevaban banderas esclavistas, disfraces,
cachuchas, banderines y camisetas con el nombre de Donald Trump. Desde
hace dos siglos, en 1814, no ocurría un espectáculo de esa índole en el
sacrosanto lugar que ha sido el orgullo de la democracia estadounidense.
El vicepresidente Mike Pence, que durante el mandato siempre estuvo
callado y sumiso ante los desmanes de su jefe, optó por respetar la
Constitución y encabezó la reanudación de las sesiones al lado de la
jefa demócrata Nancy Pelosi, luego de que la Guardia Nacional logró
controlar Washington con un toque de queda.
Finalmente el Congreso en pleno ratificó los resultados electorales y
Joe Biden fue declarado presidente legítimo de la potencia mundial. Toda
la gran prensa norteamericana, conmovida, dedicó las primeras planas
del viernes a relatar los estropicios provocados por un individuo que
tiene problemas mentales y de comportamiento que lo llevaron a encender
el fuego autodestructivo, como sucedió con Nerón en Roma. Da miedo saber
que aun durante dos semanas tiene el poder de hundir el botón de las
armas atómicas.
Por la noche, lívido, furioso, Trump vio como se desgranaban una tras
otra las renuncias de muchos de sus estrechos colaboradores, que
saltaban del barco naufragado antes de quedar involucrados en lo que es
un delito: incitar a la muchedumbre a tomar el capitolio para tratar de
impedir la declaración oficial de Biden como presidente por parte de los
congresistas. El saldo fue de un oficial y cuatro manifestantes
muertos, decenas de heridos y detenidos. Las escenas difundidas en todo
el mundo muestran a la horda rompiendo los vidrios como en la noche de
los cristales rotos, perpetrada por los partidarios nazis de Hitler en
los tiempos sombríos de Alemania.
Para los expresidentes demócratas Bill Clinton y Barack Obama los actos
ocurridos el 6 de enero son sorprendentes, inesperados, aunque
previsibles. Cuando Trump obtuvo el triunfo frente a Hillary Clinton, el
presidente Obama respetuoso lo recibió en la Casa Blanca y le entregó
el poder sin problemas. Todos sus rivales asistieron a su poesión frente
al Capitolio.
La magnitud del daño histórico es enorme y con lo sucedido Estados
Unidos queda en la historia manchado por sucesos que creían solo
ocurrían en sus patios traseros, en los países donde dictadores y locos
de todo pelambre sumen a sus países en guerras intestinas y genocidios
por conservar a toda costa el poder o donde los congresos más parecen
circos y bazares que lugares de ley y decencia.
Los Angeles Times describe como el equipo de la Casa Blanca vio en
directo con estupor a Trump autoinmolándose por el orgullo y la vanidad
del niño rico derrotado, o sea cometiendo lo irreparable como en su
momento hizo en Rusia el borrachín Boris Yeltsin o en Uganda el caníbal
Idi Amin Dada y tantos otros en milenios de historia. El multimillonario
neoyorquino queda en los anales como el peor presidente de Estados
Unidos.
En la madrugada del viernes hubo al fin un final feliz en el Capitolio
de Washington, pero la inmensa tristeza reinó entre la gente sensata y
honesta del poder legislativo estadounidense. Al final Trump leyó un
documento que le escribieron los asesores para prevenir las indudables
consecuencias judiciales de sus actos insensatos. Pero como en los
tiempos de Roma, sus palabras solo son el eco del inevitable inicio de
la decadencia del Imperio. Medio país lo sigue como al flautista de
Hamelin hacia el precipicio.
--Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 10 de enero de 2021