Los 
amigos de periodizaciones históricas encontrarían gran dificultad para 
situar a Eduardo Carranza en el panorama de las letras colombianas y 
latinoamericanas. Si fuera exacta la idea de que un movimiento sigue a 
otro por obra y gracia de un proceso evolucionista, la poesía, que es 
tal vez la forma más profunda y luminosa del conocimiento humano, 
perdería el carácter intemporal que hace de ella un relámpago sobre los 
siglos. Siempre, a través del tiempo, por encima 
de guerras y catástrofes, el género humano producirá esos 
extraños seres que buscan detener lo imposible con palabras. El día en 
que en este mundo ya no haya luz y todo semeje una enorme caverna, habrá
 un solitario que cantará a los musgos, a la humanidad, a la tiniebla. 
Eduardo
 Carranza, que nació en 1913 en los extensos llanos orientales de 
Colombia, habría tenido que cantar a los aviones o a las bombas 
atómicas, si fuera cierto que las minucias del tiempo debieran 
reflejarse en el poema. Tal poesía cataloga objetos que se acaban y 
desedeña al hombre, sin saber que las ideas pasan y los hombres quedan, 
con sus paisajes y nostalgias, sus desdichas y triunfos. La voz de un 
poeta, aún la de aquellos desconocidos y secretos, es siempre una 
ventana que se abre a ciudades lejanas cuyas cúpulas tienen un brillo 
proporcional a la entrega de quien la pronuncia. 
Carranza
 publicó en 1936 « Canciones para iniciar una fiesta », convirtiéndose 
en el portaestandarte del « piedracielismo », movimiento poético que se 
reclamaba del mundo de Juan Ramón Jiménez. Era entonces un muchacho de 
23 o 24 años. En ediciones delgadas, fakirescas, los piedracielistas 
Carlos Martín, Arturo Camacho Ramírez, Tomás Vargas Osorio, Gerardo 
Valencia y Darío Samper provocaron un escándalo en Colombia, no porque 
se dedicaran a asustar monjas sino porque retornaban a la voz de 
Garcilaso, buscaban en un mundo ideal los ritmos de una poesía que la 
ciencia, el progreso y la academia habían convertido en un horroroso 
lánguido camello de papier maché para opereta. 
Carranza y los 
piedracielistas hicieron una pequeña revolución en Bogotá al desnudarse 
lentamente y caminar flotando por la altiva floresta de nísperos y 
guamos. Un señor, muy piernijunto él, don Juan Lozano y Lozano, llegó a 
decir de ese movimiento que « en todo aquel galimatías de confusión 
palabrera no hay nada de original, nada de estable, nada de duradero. 
Para quienes tenemos una visión fuerte y grande de esa patria, 
constituye deber ineludible salir al encuentro de todo síntoma débil, 
morboso, extraviado, disociador, decadente, erostrático, que aparezca en
 el horizonte de la nacionalidad ».
Esa
 patria, esa nacionalidad, es para Carranza a veces « un deseo de llorar
 y a veces un deseo de cantar ». En las primeras obras del poeta los 
poemas no pesan y pareciera que se vuelan de la página para dejarla en 
blanco. Su mundo son olores, perfumes, aromas, sueños, jardines. Por lo 
que espíritus pesados que llevan siempre un ancla herrumbrosa como 
corazón, no podían ni podrán comprender esta poesía hedónica. 
Estos
 versos sacudieron la poesía de ese país sudamericano. Hasta ellos y 
poco antes de aparecer el recatado y maravilloso Aurelio Arturo, autor 
de Morada al sur, la poesía era una inmensa réplica de basílicas de 
cartón sobre las que cada día los cultores seudo grecolatinos del país, 
como Guillermo Valencia y otros menores discípulos suyos, colocaban con 
énfasis cada vez más asfixiante estatuas de cemento, cruces de acero, 
madonas de plástico, camellos de elásticas cervices, hermafroditas 
dormidos. 
Los de la Gruta Simbólica, todos 
ellos malditos, surgieron a finales del XIX para convertirse en la otra 
cara, mucho más lúgubre aún, de ese ejercicio que los piedracielistas 
vinieron a airear. En el desván de la poesía colombiana encontraron los 
fémures tallados y las pelvis con telarañas de Julio Flórez. Después de 
limpiar, quedaron flores, jardines, muchachas, cabelleras al aire, 
jugadoras semidesnudas de tenis, observadas con deseo, y eso era, de 
verdad, un peligro mortal para la patria, según don Juan Lozano y 
Lozano.
Después,
 al final, en Epístola mortal, que es uno de los poemas más logrados de su obra, 
Carranza se rebela contra la muerte. Pasa revista a su vida e invoca a los amigos, a las novias, a los 
paisajes, para decirnos que « somos antepasados de otros muertos » y que
 sólo esperamos « el tiro de gracia ». 
Esa verdad terrible aparece en 
todo su esplendor, y Carranza no tiene compasión para hacer sonar las 
trompetas del juicio. Este largo poema es totalmente disitinto del tono 
de su obra. Parece un dictado texto de la noche. El fruto de una 
ebriedad sobrenatural, la prueba de que el poeta es un elegido, un ser 
dotado de ciertos sentidos secretos. Si la poesía es una terrible 
enfermedad, Epistola mortal es el síntoma más notorio de que el virus 
glorioso ya domina su genio. Es la hora del llamado y el poeta, que ya 
habló con los abismos cóncavos, nos dice la verdad. 
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* Versión reducida y editada de un ensayo más amplio publicado en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, en México, en 1984, con motivo de la edición de su poesía reunida. (Publicado en La Patria. Manziales. Colombia. Domingo 31 de octubre de 2021)

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
