Muchas sombras y oscuridad hay aun sobre las grandes
civilizaciones amerindias que poblaron el continente durante largos
milenios y solo una ínfima parte de sus huellas han llegado hasta
nosotros, rescatadas por el trabajo infatigable, paciente y lento de
exploradores y arqueólogos en territorios hostiles cubiertos por la
jungla.
Por eso los Olmecas del Golfo de México comienzan
apenas a emerger después de un siglo de exploraciones como una de las
más antiguas y fascinantes aventuras humanas, cuyo inicio se da 1.700
años antes de nuestra era, lo que los hace contemporáneos de Egipto y
otras grandes culturas de Oriente Medio y Asia.
Hicieron las primeras
pirámides en la parte norte del continente, tuvieron astronomía y escritura jeroglífica,
dejaron estelas y grandes monolitos, colocaron los cimientos de otras
civilizaciones como toltecas y mayas, e irradiaron su arte e ideología
en toda Mesoamérica. Antes que ellos, la civilización peruana Caral construyó pirámides más de un milenio antes en la parte sur del continente.
En varios viajes de enormes aviones de carga, México
y Francia lograron trasladar centenares de figuras y objetos, de unas
20 toneladas de peso, que nunca habían cruzado el Atlántico, para la
exposición Los Olmecas y las culturas del Golfo de México que acaba de
ser inaugurada este octubre en el Museo del Quai Branly-Jacques Chirac,
especializado en las civilizaciones de América, Oceanía, Africa y Asia y
que ha producido a lo largo de estas dos décadas exposiciones claves
sobre Teotihuacán en 2009, los Mayas en 2014 y el Perú antes de los
Incas en 2017.
La exposición nos recibe con una de esas cabezas
olmecas monumentales y varias pesadas figuras de felinos y guerreros que
adornaban templos, así como estilizadas esculturas de jade, sigue con
estelas pobladas de signos que apenas se descifran, pasa por una serie
de representaciones antropomorfas en piedra de gran calidad estética, se
detiene en las ofrendas, vuela hacia otras culturas periféricas y se
cierra con una Venus pétrea sacrificada, cuyo cuerpo torturado nos
impresiona.
Como ocurre cuando visitamos el esplendoroso Museo
del Oro de Bogotá, solo nos llegan los destellos áureos de aquellos
hombres que a lo largo de milenios habitaron en nuestras laderas, pero
hay un gran vacío sobre la vida cotidiana, fiestas, música, diálogos,
risas, viajes, guerras, conflictos sociales y religiosos, vida sexual,
costumbres familiares, ritos de magia y chamanismo. Muchos de esos
aspectos son solo incógnitas que tal vez nunca logremos responder.
Después de permanecer sepultados por siglos durante
la Colonia española, poco a poco fueron surgiendo en Mesoamérica
monumentos y objetos que se descubrían por azar en entierros o eran
visitados a veces de manera secreta para depositar ofrendas por los
descendientes de aquellas poblaciones indígenas. Monolitos
gigantescos como el de la diosa Coatlicue, el dios de la lluvia Tláloc,
el Calendario Azteca y otros fueron descubiertos por las autoridades
coloniales, pero rápidamente enterrados de nuevo para evitar que las
poblaciones originarias los vieran y decidieran adorarlos.
Tras la independencia, exploradores locales,
europeos y norteamericanos del siglo XIX y comienzos del XX emprendieron
la tarea de rastrear las huellas de ciudades, pirámides, templos
ceremoniales, calzadas. La mayor atención inicial
de los investigadores y aventureros se centró en los aztecas, la última
civilización en dominar el México prehispánico, derrotada por Hernán
Cortés, así como los más antiguos mayas y los Incas en el sur del
continente.
Los mayas fascinaron a los europeos a medida que
aparecían las pirámides esparcidas en amplios territorios y se descubría
su arte, astronomía, ciencia y escritura jeroglífica. Palenque, Chichen
Itzá, Uxmal y centenares de sitios alimentaron la imaginación y en la
actualidad nuevas tecnologías a base de radar revelan secretas
cartografías de urbes impensadas. Sus códices en papel, papiros de la
época, fueron por desgracia en su mayoría quemados por los
colonizadores, privándonos de su literatura y memoria escrita. En
el siglo XX emergieron de las sombras ciudades mucho más antiguas, como
Teotihuacán, lugar que desde los años 20 de ese siglo ha sido sitio de
peregrinación turística. De igual forma otras civilizaciones mucho más
antiguas que los Incas empezaron a ser exploradas y estudiadas,
ampliando el espectro de la cultura humana que pobló las cordilleras y
los valles suramericanos.
Todas aquellas poblaciones tuvieron contactos entre
sí, como lo atestigua el descubrimiento de materiales, vasijas y
elementos localizados a miles de kilómetros de sus lugares de origen.
Había comercio y miles de viajeros que iban y venían a pie o por canoa y
relataban lo visto. Recientes indicios genéticos han mostrado que
poblaciones indígenas de lo que hoy es Colombia llegaron hace unos 800
años a viajar hasta las Islas marquesas en Polinesia y dejaron huellas
de su cruce con aquellas poblaciones, que al parecer habían llegado
antes de 1150 hasta nuestras costas.
Al viajar casi cuatro milenios atrás a través de
estas piedras y estas magníficas y soberbias obras de arte olmecas,
sentimos una emoción que los jaguares labrados en jade parecen percibir
desde el milagro de su sobrevivencia en los estratos de la tierra
amasada por los cataclismos y que llegan hoy intactos como cartas
envueltas en botellas a través del océano.