Por Eduardo García Aguilar
La
última vez que vi y conversé con Botero fue el 2 de diciembre de 2015,
en una pequeña exposición de una decena de obras recientes suyas en la
galería Hopkins, cerca del Palacio del Elíseo, a la que asistían
coleccionistas y magnates que llegaban en jet privado al aeropuerto de
Le Bourget, muchos de ellos interesados en adquirir alguno de esos 10
grandes cuadros al óleo realizados entre 2012 y 2014 y tres esculturas
de 2006, 2008 y 2014. Junto a esas obras se exponía un dibujo a lápiz de
una guitarra sobre una silla.
La
pequeña y lujosa galería, llena de joyas de otros artistas, entre ellos
un cuadro de Max Ernst y otros surrealistas que vi por ahí, era una
caja fuerte, un verdadero búnker a prueba de balas y bombas, y estaba
preparada para esta operación financiera. Se ingresaba por una puerta
blindada que custodiaban hombres de seguridad y tras pasar el filtro,
uno subía la escalera hacia el primer piso, donde se exponía la
exclusiva selección.
El
carácter casi secreto de la muestra, la concentración en tan reducido
espacio de tantos millonarios, agentes, coleccionistas, y el alto valor
de las recientes obras maestras allí presentes, otorgaba al ambiente una
carga eléctrica digna de una novela policiaca salida de la leyenda del
famoso y despiadado bandido, ladrón y asesino Fantômas, personaje
literario francés que hizo las delicias de los lectores durante
décadas.
Después
de maravillarme ante esos magníficos cuadros del mejor estilo de
Botero, tan colombianos y tan universales, y luego de tomar unas copas
de champán y vino, me imaginaba que cortaban la luz y en un abrir y
cerrar de ojos todos quedábamos hipnotizados, antes de comprobar con
estupor que los cuadros se esfumaban de las paredes bajo la magia
delincuencial de Fantômas.
En
los muros se veían cuadros simbólicos del estilo depurado de Botero:
dos guitarristas populares colombianos, un grupo de músicos en una
cantina de mala muerte, dos parejas danzantes con botellas y colillas
tiradas en el piso de alguna casa de barrio, una pareja que dormita en
un prado idílico desde donde se ve el pueblo, una mujer vestida de
fucsia en pic-nic junto a coloridas frutas, un hombre que hace lo mismo
junto al paisaje de la cordillera, una pareja en un balcón pueblerino,
un torero, paseantes en la plaza y una mujer desnuda sobre un sofá
verde.
Sofía
Vari, la bella, espigada y elegante esposa griega del pintor estaba
pendiente de todo y en un momento, cuando él bajó al baño en la planta
baja del búnker y desapareció de su radar, se inquietó y preguntó por él
casi desesperada y fue a su búsqueda ágil y casi corriendo, antes de
subir de nuevo con él tomado del brazo y dirigirse a un salón aledaño, a
donde el maestro ingresó como un codotiero o un Borgia renacentista.
En
la antesala, los pocos y muy elegantes invitados esperaban con
discreción el momento de entrar a otro espacio para hablar con él,
saludarlo, hacerle la venia y pedirle una firma en el catálogo. Al
llegar mi turno lo vi sentado al fondo en un mullido sofá y me acerqué a
él. Era el único colombiano en el lugar. Le hablé de Santa Rosa de
Osos, La Ceja y Sonsón, de donde vienen mis ancestros. Firmó el catálogo
con su plumón de tinta negra. Volví a escuchar su inconfundible acento
paisa. Como era invierno, las damas llevaban soberbios abrigos.
Lo
vi por primera vez en 1994 en una exposición en un alto edificio de
Manhattan donde me lo presentó el escritor colombiano Eduardo Márceles
Daconte, después en exposiciones, una de ellas en el museo Maillol,
dirigido por la musa de ese escultor francés, Dina Verny, o en su
estudio taller de la calle del Dragón, en Saint Germain des Prés. En dos
ocasiones lo entrevisté y cruzamos correpondencia.
La
trayectoria de Botero es de novela y es el símbolo de lo mejor de
Colombia. De muchacho soñaba con ser torero, pronto lo inundó su
talento y un precoz viaje por las ciudades europeas, lo llevó a los
grandes museos de Madrid, Florencia, Roma, Amsterdam. Y allí adquirió
una actitud radical frente al arte, inspirada en los grandes maestros,
por lo que siempre desdeñó el arte llamado moderno, especialmente los
grandes innovadores anglosajones del siglo XX con los que coincidió en
Nueva York.
En
una carta de febrero de 2001 me dijo que "he trabajado las técnicas más
tradicionales como el óleo, la acuarela, el pastel, el fresco y no
tengo simpatía por el acrílico. Desde luego el óleo es el material que
permite más libertad de expresión por su secado lento y su capacidad de
fundir un tono en otro".
Botero
agregó que "tengo una paleta de pocos colores, todos permanentes, como
los que usaron los grandes maestros. Mi paleta es más bien europea, y no
tropical, por haber vivido tantos años en países nórdicos". Y concluyó
diciendo que "la obra de un artista es toda esa serie de tentativas de
hacer las cosas bien. Afortunadamente, a pintar no se aprende nunca".
Ese
era Fernando Botero, no solo un gran artista, un enamorado y un
vitalista, sino un hombre que tenía las ideas muy claras sobre el arte
de todos los tiempos y vivió en él y para él cada uno de sus días hasta
el último suspiro. Fue un afortunado cometa cósmico multicolor que
iluminó con su existencia a la tierra colombiana que lo vio nacer en
1932 hace 91 años.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 17 de septiembre de 2023.