lunes, 3 de junio de 2019

BICENTENARIO DE WALT WHITMAN

 Por Eduardo García Aguilar

No hay mayor alegría que celebrar el bicentenario de un viejo amigo que hace tanto tiempo nos abrió las puertas de la literatura y de la poesía en verso libre, en aquellos años del colegio, cuando todos somos esponjas inagotables que captamos los más variados imaginarios y emociones. Como si el tiempo no hubiera pasado, parece que fue ayer cuando ocurrió esa extraña y luminosa conexión con una estética que irrigaba por sus poros agua, naturaleza, cosmos, piedras, vegetales, animales, vida, lluvia, viajes, mar, truenos y esperanza.

La obra del venerable amigo de luengas barbas autor de Hojas de hierba, cuyo bicentenario se celebra este 31 de mayo, llegó a mi en 1969 a través de un modesto volumen de 367 páginas publicado cuatro años antes por Plaza y Janés y que llevaba por título Walt Whitman. Arquitecto de América. 

Su autora es la poeta Babbette Deutsch (1895-1982), quien en su tiempo fue reconocida por su contemporánea Marianne Moore y dedicó su vida a la enseñanza en la Universidad de Columbia, escribió varias colecciones de poemas, novelas y ensayos y  además realizó traducciones del ruso.

El volumen incluye además de la biografía escrita por la poeta estadounidense, traducida por Manuel Barbera, una selección de poemas de Whitman (1819-1892) traducidos por Francisco Alexander, donde figuran en orden cronológico algunos de sus mejores piezas, como En la barca de Brooklyn, Canto a mi mismo, Al partir de Paumanok, En la ribera del ontario azul, La ultima vez que florecieron las lilas en el huerto, Navegar a las Indias y Canto de lo universal, entre otras.

Todos estos años he conservado este volumen de portada verde con la imagen del anciano de larga cabellera y barba blanca y lo he llevado sin falta de un país a otro, sin que me abandone nunca y así ha permanecido siempre a mi lado, junto a otros libros fundamentales como Retrato de un artista adolescente de James Joyce. Además me acompaña la bella edición de Leaves of grass en inglés de la Ilustrated modern library (1944), con prólogo de Carl Sandburg e ilustraciones a color de Boardman Robinson.

Babette Deutsch nos relata la vida accidentada y excéntrica de este hijo de carpintero pobre nacido en Long Island, que llegó a Nueva York a los siete años y a los 11 abandonó la escuela para trabajar y ayudar a sostener su familia. Desde entonces fue un autodidacta nato que colmó las lagunas educativas leyendo libros a la luz de la vela como tantos hombres de su generación y las posteriores.

Trabajó un tiempo en el bufete de un tal senor Clarke, quien lo suscribió a una librería ambulante, clave en esos momentos de arranque literario. Después laboró en varios diarios locales de Long island y así encontró poco a poco los oficios de tipógrafo y más tarde, tras publicar el primer texto a los 14 años en The Mirror,  el periodismo, que lo llevaría a dirigir medios y escribir sin cesar toda la vida para cubrir la actualidad e incluso hasta elaborar folletines, como uno que hace poco descubrió un investigador por casualidad en los archivos de un diario desparecido y fue publicado como novela.

La publicación de la primera versión de Hojas de hierba a los 36 años le granjeó la admiración de algunos de los más reputados escritores de ese tiempo, entre ellos el viejo maestro Emerson, quien lo defendió de las criticas que suscitó su obra entre los contemporáneos por romper no solo con las formas usuales de la retórica sino por abordar los temas de la realidad y dar voz a los trabajadores, pescadores, granjeros y marginales.

El resto de su vida lo dedicó a incrementar su obra mayor Hojas de hierba y al final logró un renombre que se potenció después de su muerte, convertido ya en el mayor escritor estadounidense al lado del Edgar Allan Poe. Un autor atípico que por su estilo, vestimentas obreras y toscas y su condición sexual difería del tieso bardo elegante y de levita. Además fue un precursor de la ecología y de la defensa de la naturaleza y los animales.

Carl Sandburg calificó su libro como "el más original, el más individual y la más sublime creación personal del arte literario estadounidense", pero agrega que a su vez es el que más elogios encendidos y diatribas enconadas suscitó por su osada libertad. 

Subraya también que su obra se destaca por ser autobiográfica y personal, lo que lo convierte no solo en una figura pública en su país, como en su tiempo ocurrió con Victor Hugo en Francia y Tolstoi en Rusia, sino en un admirado autor en todos los continentes del planeta y encarnación de la fuerza de esa joven nación entre los millones de migrantes de todo el mundo deseosos de llegar ahí para rehacer sus vidas.

Whitman sacó la poesía a la calle, a los caminos, la untó de trabajadores, obreros, granjas, forajidos, esclavos negros, pescadores, aventureros y como pocos dio una fuerza épica a la existencia con sus guerras y tragedias, dirigiéndose a las futuras generaciones con optimismo y voluntarismo. Dos siglos después de su nacimiento su rango sigue firme entre los grandes rebeldes que pasaron por este mundo de estirpes bíblicas sacudiéndonos con su palabra.   

BITACORA DE LAS RUTAS DE IFIGENIA

Por Eduardo García Aguilar
La editoral Uniediciones en su colección Ladrones del tiempo, dirigida por el escritor francés Stéphane Chaumet, publicó en el marco de la pasada Feria del libro de Bogotá la novela Las rutas de Ifigenia, quinta en la lista personal y sobre cuya escritura quisiera hacer una pequeña recapitulación, pues cada libro tiene su propia historia accidentada desde que aparece el embrión de la historia, crece y se modifica con el tiempo hasta concretarse y nacer. La historia de una Ifigenia colombiana ya había tenido vagos bocetos anteriores cuando emprendía en México la escritura de El viaje triunfal (1993), pero otros libros se atravesaron en el camino y la temática quedó engavetada hasta que la rescaté hace unos años. 

Como suele ocurrir en la mayoría de los autores desde los tiempos de Sófocles y Esquilo, las historias surgen de la infancia y la adolescencia y del descubrimiento y el sufrimiento del mundo en campos, pueblos o ciudades donde transcurrieron los primeros años de la vida y que son el microcosmos de toda existencia cargada de alegrías, dramas, guerras, injusticias y tragedias sin fin. En cada lugar por enorme o pequeño que sea se encuentran estructuras esenciales como son familia, religión, escuela, manicomio, cárcel, poder, ejército, policía, oficios y artes, viaje, exilio, amistad, amor y muerte, entre otros muchos aspectos. 

Todas las vidas de los habitantes de ese microcosmos esencial son atrapadas y trituradas por estructuras que son como un caleidoscopio centrífugo de existencias y cada vida sigue por caminos inescrutables e impredecibles, unos hacia el auge y la caída ineluctable, otros a la desparición prematura o la lejana senectud. Padres e hijos, familiares, amigos siguen diversas rutas, que son la dinámica básica de la que se han nutrido las historias de los libros de ficción de todos los tiempos. Es lo que se cuenta en La montaña mágica de Thomas Mann,  La marcha de Radetsky de Joseph Roth o en Los ríos profundos de José María Arguedas.  
  
En esas canteras vitales los autores tratamos de reconstruir en un momento dado el pasado, escrutar los destinos de nuestros ancestros o los contemporáneos y las taras y miserias que marcan la historia de la región o el país de donde somos originarios. Unas veces los autores crean para tomar distancia países o ciudades imaginarias y otros por el contrario deciden nombrar todas las cosas por su nombre. El reto es tratar de enfocar la cámara a un segmento caracterizado por la unidad de lugar y de tiempo, donde podamos ver como en el microscopio la evolución de los microorganismos.  

En este caso quería volver a contar a mi ciudad Manizales tal y como ha sido con sus calles, paisajes y edificios emblemáticos, casonas centenarias, sin olvidar la vegetación que la rodea, los aguaceros y las nieblas y la vida de unos adolescentes que despuntaron al mundo en una época muy especial, la de los últimos dos años de la década de los 60 del siglo pasado, cuando la humanidad llegó a la Luna en julio de 1969, hace medio siglo, un acontecimiento que sacudió al mundo y aun sigue vigente. Se abría entonces una  nueva era que desquiciaba las sólidas tradiciones familiares del patriarcado y liberaba las fuerzas de los jóvenes en medio de una desbordada liberación sexual, despego de las religiones y poderes establecidos, y deseos de cambio radical en el marco de la Guerra fría, lo que llevó a  muchos a lanzarse como mártires en aventuras armadas y subversivas, inspirados en figuras crísticas como el padre Camilo Torres y el Che Guevara.

Apenas unos lustros antes Colombia había salido de otro terrible episodo de la Violencia entre liberales y conservadores, pero de nuevo los tambores de la guerra volvían a sonar. Ante el estupor de los viejos progenitores involucrados en la guerra reciente, la trituradora de la historia llevó entonces a la tragedia a miles de jóvenes de las clases medias o bajas, unos en el remolino del rock, la salsa, las drogas y la liberación desenfrenada de los cuerpos, otros en la búsqueda del arte, el teatro y la poesía o en la delincuencia, y otros a morir o perderse en el deseo del martirio por una causa imposible, manipulados por fuerzas mundiales que los sobrepasaban y que no comprendían. 

Muchos jóvenes se perdieron, se sacrificaron, se malograron, enloquecieron, suicidaron, murieron, fueron ejecutados y triturados causando el llanto de los progenitores como en las tragedias griegas. El choque fue frontal entre padres e hijos, entre autoridades e instituciones y las nuevas generaciones, como siempre ocurre en los intersticios de las épocas conflictivas que surgen tras relativos tiempos de estabilidad. La guerra vivida y sufrida por los mayores en los años 40 y 50, cuyo punto crucial fue el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y el Bogotazo de 1948, aplastaba simbólicamente los destinos de los jóvenes y la historia volvía a repetirse. Los viejos líderes políticos que polarizaron el país con sus discursos incendiarios y causaron esa guerra seguían como fantasmas o vampiros chupando desde ultratumba el alma de las nuevas generaciones.   

En  Las rutas de Ifigenia orienté el microscopio de la escritura a esas vidas en flor de ambos sexos que surgían al mundo en medio de esas máquinas trituradoras de culturas, costumbres e instituciones, cuando unos querían el rock, salsa, droga y fiesta y otros la revolución y cuando llegaban a la ciudad todas las tentaciones en el marco del los primeros Festivales de teatro universitario, a los que asistieron figuras como Pablo Neruda, Miguel Angel Asturias y Ernesto Sábato, entre otras vacas sagradas de la literatura latinoamericana y el teatro mundial.

Uno siempre vuelve a la adolescencia y a la ciudad natal como los insectos que vuelan en torno al foco de luz a riesgo de quemarse. Antes había escrito Tierra de leones (1983), sobre el periplo imaginario de Leonardo Quijano, loco esencial de Manizales, malogrado en otros tiempos de conflicto, a la que siguió Bulevar de los héroes (1986), inspirada en parte en la vida imaginaria de otro destino malogrado, el pantagruélico médico Tulio Bayer, quien murió en el exilio en París, y luego El viaje triunfal (1993), sobre el periplo de un poeta imaginario modernista y vanguardista, Arnaldo Faría Utrillo, quien después de dar la vuelta al mundo en la primera mitad del siglo XX regresaba a morir en la ciudad en los tiempos del nadaísmo. 

Con Tequila coxis (2003) me sumergí para variar en el vientre de la Ciudad de México, donde viví mas de tres lustros, a través de la busqueda de un joven que va tras los rastros de su madre, una malograda actriz colombiana de los tiempos del cine de oro mexicano, pero con Las rutas de Ifigenia vuelvo a mi ciudad natal nombrándola con su propio nombre y con sus cines, cafés, calles, parques, patios, lluvias, nieblas, montes, flores, monumentos, personajes y figuras de su tiempo. 

Como decía Julio Cortázar sobre el arte del cuento, escribir una historia es como lanzar una liebre en un estadio y con los ojos vendados tratar después de rescatarla. Cuando uno llega al final y al fin atrapa al animal éste ya no es la misma liebre del comienzo, es otra cosa. Por eso la escritura de una novela es un reto terrible y destructor, desestabilizador, pero al fin de cuentas maravilloso si algun día uno logra liberarse de ella, dejándola atrás para siempre como un objeto desconocido.  
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Presentación de Las rutas de Ifigenia el martes 4 de junio en la librería Luvina de Bogotá a las 6 PM por Felipe Agudelo Tenorio y Fabio Jurado Valencia.