domingo, 13 de enero de 2019

EL EJEMPLO DE JOSEPH CONRAD

Por Eduardo García Aguilar
Joseph Conrad dice que debe a su amigo Edward Garnett el haber proseguido en su magnífica carrera literaria después de la publicación de su primera novela La locura de   Almayer en 1895, a la edad a los 38 años. Basado en sus experiencias como marino por el mundo, decide continuar explorando las vidas cruzadas y escribe Un paria de las islas (1896), a la que siguen El corazón de las tinieblas (1899), El negro del Narciso (1897), Lord Jim (1899), Nostromo (1904) y muchas otras que escribe hasta su muerte el 3 de agosto de 1924.
Garnett fue su primer amigo del mundo literario, pues hasta entonces había compartido con los compañeros de los barcos, que tan bien describe con lucidez en el Espejo del Mar, uno de sus más bellos libros, tratado filosófico del viaje sobre la inmensidad cóncava de los océanos. Dice que caminaban por Londres y ante las dudas de Conrad sobre si continuar o no escribiendo novelas, éste le dice que por qué no "escribir otra", en un tono liviano, lejos de las cargas y las culpas.
"Usted tiene el estilo, el temperamento, ¿porqué no escribir otra?, le dice el amigo en alguna esquina de Londres mientras caminaban y a las once de la noche, cuando regresa a casa, escribe la primera página de su nueva novela. El paria de las islas es escrita sin grandes dudas, a diferencia de otras historias que fueron comenzadas y abandonadas por largos periodos y a veces al parecer definitivamente para retornar finalmente a ellas. 
Conrad dice que la historia de Willems, el personaje abandonado en una isla, es la más tropical de todas sus obras, pero que durante su escritura requirió para escribirla más de imaginación que de afecto por ella, con lo que toca un punto clave para quienes alguna vez han sufrido el suplicio de escribir novelas. Se ha dicho que para escribir novelas, a diferencia de la poesía, se requiere un 5% de talento nada más y 95% de trabajo. Como ocurrió con Conrad, el destino de un novelista pende de un hilo frágil porque el motor fundamental de su trabajo es la voluntad en la factura de bloques de largo aliento que requieren por lo regular años de inicios y rechazos, como si el embrión fuera un monstruo instalado en el vientre del escritor que es necesario expulsar.
Los autores de novelas crean esos primeros embriones, pero en el proceso sienten náuseas por ellos y deseos de no continuar en la tarea pues les causa repugnancia la historia, el tono, el ángulo, el punto de vista o eso que llaman estilo. A medida que avanza en la escritura de su obra, el novelista experimenta crisis sucesivas cuando llega a las 30, 70 o 120 páginas de un texto que en cualquier momento puede ser lanzado al tacho de basura.
Y de pronto hay una luz cuando la masa crece y logra vencer la fuerza de gravedad del descreimiento, lo que ocurre cuando por fin, después de años de trabajos y abandonos logra concretar una primera versión de la historia, que es solo la primera etapa de un nuevo proceso de versiones que van y vienen y al final terminan por saturar a quienes las escriben, hasta el punto de ya no están en condiciones de tener un criterio claro sobre lo producido.
Muchos autores de novelas quemaron alguna vez sus manuscritos cuando no existían los ordenadores y memorias virtuales. Y hay que creer en sus versiones porque la duda los asalta siempre hasta el final, como ocurrió con el forastero polaco que adoptó el inglés como su lengua de escritura. A veces conversar con un amigo o confiar en un editor milagroso ayuda a llegar al punto de no retorno, cuando el novelista pone un punto final definitivo y se deshace del manuscrito para que pase a las letras de molde.
Cuando llegan las pruebas, el autor sabe que el monstruo ha muerto por fin y que de ahora en adelante la historia quedará congelada en un tiempo sin tiempo, como en un bloque de hielo del Ártico o el Antártico y que la obra ya no le pertenecerá ya nunca más. Liberado al fin de la enfermedad, podrá entonces volver como Sísifo a cargar la piedra por las lomas de la montaña y comenzar de nuevo en un eterno retorno.
Cada una de las obras de Joseph Conrad nos sacude y nos marca para siempre. Afortunado él que desde muy temprano experimentó el misterio de ser un forastero permanente que viajó por los mares y llegó a los puertos más alejados del mundo para ser testigo de las historias más terribles, penetrando en el alma de los humanos y sus derivas, codicias, guerras y traiciones.
Solo en su camarote en las largas noches del mar nocturno, sentado en cubierta frente a una mesa donde humea el té o brilla el corazón del vino, enfrentando tifones y amenazas, penurias,  quiebras, abandonos, reconociendo paraísos y esplendores, tráficos innombrables y delitos inconfesables, el profesional del mar captó la verdad humana en esos viajes sin fin que nutrieron su imaginación. El globo terráqueo fue su vivienda y el firmamento nublado o estrellado el único recurso posible para imaginar una salida de la trampa de la vida. Conrad es y será el hermano mayor de los novelistas, esos mártires que naufragan y son expulsados por la ballena en las playas del tiempo.  

lunes, 7 de enero de 2019

LA JUVENTUD PERMANENTE DE HÉCTOR SÁNCHEZ

Por Eduardo García Aguilar
Después del fallecimiento reciente de Alonso Aristizábal y Roberto Burgos Cantor, se ha ido en la pasada Navidad otro gran autor colombiano de la generación postmacondiana de los nacidos en la década de los 40 del siglo pasado, el tolimense Héctor Sánchez (1940-2018), oriundo del Guamo y quien residió largas temporadas en México, Argentina y España, lugares donde publicó la mayor parte de su obra. Tuve la fortuna de verlo y conversar largo con él en la Feria del libro de Bogotá en abril del 2017. El reencuentro se dio con toda la naturalidad y nos escapamos del bullicio de la feria con otro amigo suyo a almorzar en un amplio restaurante situado en uno de los edificios de Corferias. Al calor del vino y la buena mesa, Sánchez desplegó esa cordialidad impar que lo caracterizaba e hicimos un recorrido amplio de las cosas vividas y leídas. 
A él lo vi por primera vez en Barcelona en 1976, ciudad donde trabajaba en el próspero mundo editorial e incluso televisivo, cuando la llamada ciudad condal era el centro literario de Hispanoamérica. En ella residían otros autores colombianos de su generación también ya desaparecidos como Óscar Collazos, Miguel de Francisco y R.H Moreno-Durán, así como Luis Fayad y Ricardo Cano Gaviria, y otros más jóvenes de la generación posterior como Sonia Truque y Manuel Giraldo Magil. Y en la calle Caponeta del lujoso barrio de Sarria vivía Gabriel García Márquez, que se había trasladado allí para escribir El otoño del patriarca y tomar distancia de México, a donde regresó después para quedarse hasta siempre.Los escritores jóvenes acudíamos a Barcelona para sentir la efervescencia del boom latinoamericano lanzado por la agente literaria Carmen Balcells y estar cerca de muchas de las glorias literarias de la literatura escrita en castellano y degustar en las librerías de las Ramblas la aparición incesante de novedades. García Márquez en plena gloria era una especie de demiurgo celestial al que pocos tenían acceso, salvo Collazos y Sánchez, y los que apenas estábamos en nuestros primeros veintes y emprendíamos la aventura literaria antes de publicar nuestros primeros libros, no nos quedaba más remedio que imaginar al maestro en su olimpo de gloria, rodeado de las exquisitas estrellas mediáticas de la llamada izquierda divina catalana. 
Collazos y Sánchez eran las dos estrellas colombianas jóvenes del momento. Óscar vivió en París el mayo del 68 y con su prestigio de seductor proveniente del Valle y de Cali, era ya famoso por sus aventuras o relaciones con escritoras y editoras famosas, entre ellas una que llegó a obtener el Premio Nobel en este siglo XXI. Collazos había polemizado por lo alto con Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa y desempeñado ya un importante papel editorial en Casas de Las Américas de la Cuba revolucionaria que estaba de moda y aun no se había convertido en una larga y gris dictadura.
Por su lado Sánchez ya había vivido y publicado en México en la prestigiosa editorial Joaquín Mortiz y a su vez tenía la aureola de haber tenido aventuras y amoríos famosos, entre ellos uno con una diva en cuya casa el Che Guevara y Fidel Castro fraguaron los primeros pasos de la revolución, antes de viajar en el famoso barco Granma. En el México de los 60 Sánchez fue muy cercano a Álvaro Mutis y a García Márquez, o sea que junto con Óscar Collazos pertenecían al club de los cercanos al olimpo. Ambos por fortuna nunca perdieron la cabeza y a lo largo de sus vidas fueron generosos amigos y nunca olvidaron sus orígenes populares.

Héctor Sánchez se inició con Cada viga en su ojo en 1967, ganó luego el Premio Esso de novela en 1969 con Las causas supremas y publicó entre otras obras Las maniobras (1969), Los desheredados (1973), Entre ruinas (1987), finalista del Premio Rómulo Gallegos, y Mis noches en casa de María Antonia (2017). 

Veo a Héctor Sánchez en esos veranos barceloneses sentado a la mesa, bronceado, con las vestimentas modernas que siempre lo caracterizaron, departiendo con escritores más jóvenes a quienes ayudaba a buscar trabajo e incluso hospedaba cuando se quedaban sin casa, tal y como lo relata Magil. A él lo veíamos siempre como a un hermano mayor en esta aventura literaria, cuando aun no sabíamos que Colombia se hundiría poco a poco en oleadas cíclicas de horrores sin nombre que borraron poco a poco la luz artística que reinó en aquellos tiempos de esperanza y fervor cultural marcados por la revista Eco y la emergencia de una generación apasionada de escritores conectados con las letras modernas del mundo. 

Todo ese escenario prodigioso de los escritores colombianos de Barcelona se desmoronó poco a poco. Las puertas editoriales se fueron cerrando y casi todos regresaron a la boca del lobo de Colombia, donde terminaron sus días olvidados por un país donde la cultura de los narcos y los paramilitares terminó por devorarlo todo e incluso hasta la literatura. 

En nuestra conversación bogotana lo expresaba con total lucidez y sentido del humor. Tanto él como otros muchos excelentes autores colombianos de su generación vivieron sus últimos años en un exilio interior, pero a diferencia de otros que pudieron o pueden sentir decepción, rabia o amargura por el hielo de la patria colombiana madrastra donde la vulgaridad y la ignorancia arrasan con todos los poderes y las instituciones, donde solo se intercambian anatemas e insultos proferidos por fanáticos de uno u otro bando, donde el arribismo y el bling blig del oro corrupto es el objetivo nacional, Héctor estuvo hasta el final animado por una cálida luz interior, como si fuera un santo iluminado con su sonrisa a flor de piel y un sentido del humor a toda prueba. Un caballero, diría su amiga la cantante tolimense Olga Valkyria. 

Héctor Sánchez se ha ido, pero sus obras están para leer en las bellas ediciones de la editorial Pijao, encabezada desde hace medio siglo por los quijotescos hermanos Pardo, Carlos Orlando y Jorge Eliécer, quienes fueron con Benhur Sánchez y otros allegados sus más cercanos amigos en el retiro de Ibagué y quienes crearon para él un pequeño olimpo literario activo y caluroso en su tierra natal. El gentleman Héctor Sánchez seguía siendo el exitoso joven de siempre y nadie al verlo hace poco podía imaginar que ya se estaba acercando a la venerable edad de los 80, cuando los más sabios saben que se encuentran más allá del bien y del mal.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 6 de enero de 2018.