Por Eduardo García Aguilar
En estos d
ías digitalizaba un libro de poemas de mi amigo Rodrigo Acevedo Gonz
ález (1955-1996), a quien conoc
í cuando éramos adolescentes y ya est
ábamos inmersos a fondo en las lides de la poes
ía y la literatura. Al repasar su obra no hay duda de que es un autor de primer nivel que deber
ía aparecer en las antolog
ías de poes
ía colombiana y latinoamericana.
Su precocidad lo puso en contacto muy temprano con la literatura universal y la curiosidad intelectual lo llevó a leer libros de crítica, ensayo, filosofía y otras disciplinas que le dieron un amplio espectro a su pensamiento y una visión muy clara de su situación como escritor y poeta en el mundo que le tocó vivir en la segunda mitad del siglo XX.
Sus
poemas son modernos, urbanos, abordan las diversas grietas del mal con
gran lucidez y se comunican con la vida cotidiana de un hijo de su siglo
en el mundo, que no teme revelar las cicatrices, las heridas, la
podredumbre de la sociedad donde deambula a veces como un iluminado
solitario por las calles de la ciudad donde nació y vivió siempre, una urbe mediana de los Andes, Manizales, que también tenía
una agitada vida cultural y a donde llegaban todas las tendencias de la
cultura y los libros circulaban a toda velocidad provenientes de los
centros del mundo hispanoamericano.
En su obra está presente el cine de los años 60 y 70 con las extraordinarias películas
que en su momento agenciaba Hollywood, antes de que se convirtiera en
solo un espacio productor de blockbusters y superproducciones carentes
de cualquier profundidad que no sea la velocidad, la violencia y el escándalo.
El poeta deambula solitario por la ciudad, a veces con su perro, pero
se interna en los abundantes cinemas donde se proyectan grandes películas del cine italiano, alemán, sueco, francés, inglés, latinoamericano, asiático y estadounidense de aquellas décadas excepcionales.
La visión cinematografica está presente en su evocación de los ámbitos citadinos que recorre en las noches, como esos antros donde suena la música
en las rockolas con las canciones populares provenientes de México, el
Caribe o Argentina, tangos, milongas, rancheras mexicanas, o los éxitos
de Sandro de América que se escuchan en los bares. Su poesía
se conecta con grandes poetas europeos modernos como el griego
Constantin Cavafis y los italianos Cesare Pavese, Giuseppe Ungaretti o
Pier Paolo Pasolini.
Acevedo González, autor de Poemas del tiempo recobrado y El territorio y la máscara, entre otros, era un vitalista desenfrenado y vivió la vida a fondo con sus amores, el deseo, la libación y el silencio. Su mirada capta los cuerpos, la belleza de la juventud y la decrepitud de la vejez, así
como la violencia latente en cada cuadra o barrio de la ciudad, o la
desesperanza y el escepticismo de quien en el fondo es un romántico esencial que choca contra el descreimiento y la mezquindad reinantes.
Pero toda su obra está marcada por la conciencia y la lucidez escalofriante de no pertenecer a ese mundo, de estar al margen de esa sociedad de máscaras y apariencias que describe con elocuencia y acierto en cada uno de sus textos y en los escasos libros que alcanzó a publicar en vida. Pero su marginalidad es la del príncipe de las letras que flota tocando y revelando las llagas y la podedumbre de su entorno.
Su obra, como la del caleno Andrés Caicedo y otros autores mayores de esa amplia generación que sobrevivieron y envejecieron como Oscar Collazos y Umberto Valverde y el loco Raúl Gomez Jattin o la suicida Maria Mercedes Carranza entre los poetas, es un fruto emblemático de esos desbocados años 60 y 70 del siglo pasado irrepetibles, marcados por la irrupción del rock y la liberación
de los cuerpos y de las conciencias después de las revoluciones
juveniles que sepultaron para siempre el siglo XIX y clausuraron el
siglo XX antes de tiempo.
Conservo unas 30 cartas que me escribió Rodrigo Acevedo González antes de cumplir 19 años desde Manizales a Bogotá, cuando yo había ingresado a estudiar en la Universidad Nacional y el seguía su actividad desbordada en la ciudad con sus amigos y hermanos de generación. En esa cartas están
presentes su angustias y temores, el miedo al futuro, sus terrores, sus
deseos, sus ansias de vivir, pero también el testimonio de su
impresionante precocidad literaria.
Cuando él iba a Bogotá compartíamos libros y visitabamos las librerías
de viejo y bibliotecas universitarias y nada le era ajeno de las
tendencias literarias del mundo de entonces, como la nueva novela
francesa o la obra de Michel Buttor, ideólogo de ese movimiento al lado de Alain Robbe-Grillet. En largas veladas entre amigos conversábamos de todas esas cosas con la pasión de quienes deseaban devorarse la literatura del mundo.
Por eso su obra es excepcional, moderna, original y sería bueno que algun día se editara completa para disfrutar la voz de un poeta nuestro que se anticipaba y había roto cualquier atadura con las retóricas anteriores. Asi como ocurrió con los precoces poetas Rimbaud y Lautréamont, su obra es la voz de un joven eterno que atisba con precisión los horrores y oscuridades de su tiempo, pero también la vida desbordada del deseo y la pasión que salvan en medio del desastre en los antros nocturnos donde los solitarios escuchan hasta el amanecer las músicas de su tiempo y ven el transcurrir desbocado de los noctámbulos.
Su voz es la del joven insomne que no concilia el sueño y espera el
amanecer silencioso ante las ventanas del mundo, viendo pasar los pájaros errantes.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 1 de octubre de 2023.