Conozco desde la infancia las zonas cercanas a donde
se construiría el famoso aeropuerto de Aerocafé, pues siempre en
vacaciones solía quedarme en Chinchiná en la casa de mi tía Amanda y mis
primos y recorría esos territorios en paseos, caminatas, excursiones,
percibiéndolos siempre como un rincón de un paraíso de la naturaleza
donde a veces en la noche se veían los fuegos fatuos emerger de las
guacas quimbayas. También desde Manizales solíamos de niños hacer
excursiones escolares a Cambía y otros lugares de la región bañada por
el río Cauca y se pasaba por donde ahora en vez de montaña y aves hay un
desolado terraplén sin árboles ni animales como una herida abierta.
Más tarde he pasado tiempo en predios de amigos o
familiares alrededor de la carretera que lleva a Palestina, Arauca y al
río Cauca, poblados por pequeñas fincas cafeteras y una vegetación
desbordante cuyos aromas causan una ebriedad sin nombre y le recuerdan a
uno lo que significa de verdad la palabra terruño. Y desde las alturas
de Chipre o del barrio La Francia en Manizales observaba desde otro
ángulo esas zonas verdes, bañadas a veces por los aguaceros o los rayos
del sol que cruzan nubes.
En muchos de esos viajes por esa carretera que va
hacia el río Cauca o por caminos vecinales solía detenerme a la vera del
camino con amigos o familiares a escuchar el sonido de los grillos y
otros insectos, el canto de los pájaros o aspirar el perfume de la
vegetación mecida por el viento o la lluvia. Es la forma esencial de
saber que esa es la tierra y la vegetación de todos los habitantes de la
región cafetera, un clima templado sobre territorios con remansos,
cuencas, repliegues que hasta ahora se han salvado en parte de la
urbanización galopante.
Desde La Ceiba, al lado de la liofilizadora que
expele aromáticas humaredas de café y del embalse cercano, he visto
crecer a lo largo de las décadas la amenaza de ese aeropuerto y poco a
poco, los remansos de paz se han venido transformando de manera
inquietante. Así he visto a fincas convertirse en condominios o
edificaciones de cemento irrumpir sin plan alguno, deteriorando el
paisaje ecológico, lo que presagia la catástrofe del cáncer urbano.
Algunos decían con entusiasmo que ya pronto veríamos
aterrizar los enormes aviones del progreso en esa colina allá arriba y
yo pensaba para mis adentros con temor que eso generaría en esas tierras
un proceso acelerado de urbanización descontrolada en contravía con las
tendencias mundiales de protección del medio ambiente, la naturaleza,
los recursos acuíferos, el aire respirable. Porque allí donde se pueda
salvar una montaña, un valle, un árbol, un riachuelo, vale la pena hacer
el esfuerzo para conjurar el desastre.
Por eso en mis sueños utópicos pensaba que mejor que
una gigantesca y ruidosa plancha de cemento en ese mirador de
Palestina, marcada por el incesante revuelo de los aviones y la humareda
dejada por los combustibles en los estacionamientos, era preferible que
se implantara allí de nuevo el bosque y un jardín botánico para que
regresen aves, insectos, pequeños mamíferos y la lluvia y la niebla.
Movimientos ecologistas en Francia y Alemania y
otros países europeos han ganado batallas contra aeropuertos o zonas
industriales planificados desde los tiempos del siglo pasado cuando el
progreso y el avance de la humanidad eran sinónimo de cemento,
autopistas, avenidas, rascacielos, urbes caóticas que devastan las
cuencas acuíferas y ahuyentan la naturaleza. Las ciudades y los
territorios se planificaron en el siglo XX para abrir paso al dios
automóvil y a su poderosa industria, en detrimento del transporte
colectivo. Se creía maravilloso y viable que los miles de millones de
humanos tuvieran cada uno un vehículo para uso personal sin calibrar las
consecuencias que esa locura tendría para el planeta.
Y cuando ocurrió hace poco la reciente pandemia y
cesó el tráfico aéreo en el mundo, descubrimos lo maravilloso que era un
cielo azul despejado sin aviones. Parecía un sueño imposible, pero lo
vimos durante esos aciagos años en que la humanidad estaba amenazada por
el virus. En este siglo XXI poco a poco se toma conciencia de la
necesidad de proteger el planeta de su suicidio dejando atrás
concepciones de progreso y desarrollo equivocadas y obsoletas que
encienden bosques e inundan países enteros.
Es evidente e imperativo reducir el imperio del
automóvil, el cemento y el avión, el reino de la gasolina y el carbón,
dejar atrás los rascacielos y las avenidas que destruyen parques y
barrios históricos. Por supuesto que es necesario evitar la destrucción
de bosques y selvas y abogar para que las ciudades sean más verdes y
humanas. Ahora que se incendia a pasos agigantados la Amazonía, el
pulmón sagrado del planeta, debemos comprender que salvar cualquier
montaña, colina, riachuelo, lago o valle del imperio del cemento es un
ganancia para todos.
Por eso ahí donde desde hace décadas se planeaba un
aeropuerto, sería bueno que surgiera por el contrario un bosque y un
jardín botánico donde las generaciones futuras investiguen como salvar
al planeta. Las plantas, los pájaros y todo tipo de animales volverían
de nuevo el lugar después de ser expulsados al exilio y vivirían
agradecidos de recuperar su refugio natural, creando un nuevo nido de
biodiversidad. Y los habitantes de la región podrían convertirse también
en los guardianes y beneficiarios de su propia naturaleza.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 11 de septiembre de 2022.
* Fotografía tomada del sitio de Aerocafé: https://aeropuertodelcafe.com.co/