Por Eduardo García Aguilar*
Siete siglos después de que los gitanos cruzaran el Bósforo y comenzaran a viajar por toda Europa causando simpatía, miedo o estupor, sus descendientes siguen en el centro de la polémica como los incómodos invitados de la llamada civilización, pletórica de horarios, reglas e injusticias.
Instalados en caravanas en las afueras de las ciudades, debajo de puentes, junto a las autopistas, perseguidos por las autoridades que destruyen sus precarios tugurios, los también llamados gypsies, zíngaros o roms de hoy se distinguen a la legua en el metro y en las avenidas por su desenvoltura, algarabía e indiferencia ante los habitantes locales.
Provenientes del norte de la India, de donde habrían sido expulsados por los islamistas invasores, los gitanos guardaron desde siempre su lengua, costumbres e identidad, y en su errancia sin fin llegaron a cruzar el Atlántico e invitarse a las Américas. Ahí desde hace siglos se aparecen en pueblos y ciudades y se esfuman con sus baratijas, inventos y picardías tal y como lo cuenta Gabriel García Márquez en Cien años de soledad, donde el inmortal Melquíades sería su representación metafórica.
Como hace siglos, quienes los critican los acusan de los mismos entuertos : malvivientes, entrometidos, de turbia sexualidad, dedicados al robo y a la estafa menores, a la lectura de la suerte y la venta de pacotilla y abalorios, y que con el pretexto de la vida alegre y sin ley traen caos e incertidumbre a los ciudadanos burgueses de bien.
Quienes los admiran desde el Renacimiento destacan en ellos la libertad, el espíritu de viaje e itinerancia, el color de su piel y en especial la belleza singular de las gitanillas, cantada por los poetas y por el mismísimo Miguel de Cervantes Saavedra en uno de su más bellos relatos.
Con frecuencia en el metro de París irrumpen las gitanas en pleno, las viejas canosas y desdentadas que leen la suerte, las maduras gordas que alertan a la llegada de la policía y las bellas adolescentes de ojos negros y cabellera hirsuta que en la barhúnda rodean a un rico turista japonés o chino y le roban la cartera y escapan. Un dibujo en sanguina de Leonardo da Vinci muestra la misma escena : un patricio italiano es rodeado por un grupo de gitanos grotescos que lo intimidan y tal vez lo dejan si su bolsa llena de ducados.
Cuando una bella gitanilla venida desde el fondo de los países del Este entra con sus hermanas o primas al metro, siempre es en medio de la algarabía, como si el mundo estricto que las rodea no existiera y fuera solo un escenario para su migración permanente. En una serie de cuadros famosos los pintores de todos los tiempos han descrito el encuentro inquietante entre la gitana lectora de las líneas de la mano, vestida de harapos, y la noble refulgente entre sus prendas de seda y sus joyas.
Pero el mito gitano también es el amplio repertorio musical catalogado por Franz Listz, que se puso de moda en los grandes escenarios, el teatro y el cine, así como las danzas al son de las panderetas y una vestimenta colorida que ama collares, pulseras y cuentas, pañoletas floridas y largos faldones que los pintores contaron con sus pinceles y se ve en la inolvidable Carmen de Bizet o en La Gitane de Richepin.
En el siglo XIX la generación de jóvenes artistas románticos y finiseculares se identificaron con todas estas facetas del mito y como en ese entonces los emigrantes traían salvoconductos de la lejana Bohemia, tomaron para ellos el famoso calificativo de bohemios, tema central de la exposicion que en honor de ambos grupos marginales presenta el Gran Palais y se traslada pronto a Madrid.
En el segundo nivel del Palacio, después de haber mostrado en el primero una vasta iconografía del fenómeno gitano, la exposición aborda el tema del artista bohemio decimonónico, joven burgués menor de 30 años que abandona sus comodidades y se dedica al arte por el arte, es itinerante como Byron, vive en buhardillas como Chatterton o en talleres precarios al calor de un fogón o una chimenea, pasa la noche en burdeles y tabernas, fuma opio, hachís y bebe absenta en busca de sensaciones extremas hasta la locura y la sífilis, como ocurrió con Nerval, Baudelaire, Maupassant y Verlaine.
El bohemio romántico o finisecular detesta los salones oficiales y las academias, togas, uniformes y honores, es un rebelde contra la sociedad y a veces se suicida. El romaticismo fue una fabulosa epidemia que dejó obras inolvidables y sigue reproduciéndose cíclicamente en las sociedades. Hoy dominan los escritores y artistas burócratas y oficiales, avorazados de marketing, pero tal vez pronto una nueva generación romántica como la de los beatniks, hippies o rockeros o los artistas de La Factory vuelva a recuperar las antorchas del romántico bohemio, o sea del gitano, el insumiso.
En esta parte de la exposición se destaca a Gustave Courbet, quien se volvió viajero a pie que escandalizaba de ciudad en ciudad con sus telas iconoclastas como el famoso y prohibido Origen del mundo. En otro lugar se reproducen las paredes húmedas de las buhardillas parisinas y las tabernas frecuentadas por Baudelaire, Verlaine y Rimbaud, así como los ámbitos de Montmartre y Montparnasse que extendieron la bohemia hasta comienzos del siglo XXI con Picasso y Toulouse Lautrec.
Y al final, a través de los cuadros del alemán Otto Mueller se nos recuerda que el régimen nazi exterminó medio millón de gitanos porque consideraba a éste como un pueblo decandente, así como a los peligrosos artistas de vanguardia que hacían explotar las formas contra las verdades del arte oficial.
* Publicado en la sección Expresiones. En Excélsior, México D. F:. Domingo 13 de enero 2013