Por Eduardo García Aguilar
Guillermo Cabrera Infante (1929-2005) es uno de los clásicos de la literatura hispanoamericana y su obra crece y se fortalece con el paso del tiempo, porque desde la publicación de Tres Tristres Tigres y La Habana para un infante difunto su escritura se ha convertido en ejemplo de lo que significa la libertad de escribir en todos los aspectos: ampliar y diversificar los espacios de la lengua, abrir ventanas y puertas a las más descabelladas irreverencias culturales y sociales para que las escuchen todos y enfrentarse a los poderes y las tiranías asumiendo los riesgos.
Cabrera Infante llegó a La Habana en 1941 con su familia desde Gibara, en la provincia de oriente, a vivir en los precarios vecindarios donde se apiñaban los pobres del país cuando llegaban a la capital y allí, deslumbrado por La Habana, el cine y el sexo vivió una adolescencia desbordaba y carnavalesca durante la cual adquirió y fortaleció la fuerza de sus palabras ayudado por El Satiricón de Petronio, las revistas norteamericanas y las voces mestizas que se escuchaban en calles, plazas, cines, bares, burdeles, mercados, playas y esquinas de barrio.
Su padre y su madre eran pequeños líderes comunistas en el pueblo de provincia donde vivían y amaban la cultura, el arte y los libros como los zapateros, artesanos, obreros, maestros, pescadores y empleados que adherían en aquel entonces a esas ideas que recorrían el mundo y sembraban ilusiones de cambio en muchos habitantes del planeta hastiados por injusticias, dictaduras y pobrezas.
El padre de Cabrera empieza a trabajar por un modesto sueldo en el diario del partido, abriéndole las puertas al mundo de la prensa, los linotipos y las rotativas. La madre está en casa administrando la vida cotidiana de la familia y abriéndole paso en la urbe. Uno tras otros van llegando del pueblo familiares y amigos, ampliando la cofradía, y al mismo tiempo conocen nueva gente, vecinos de todos los orígenes, judíos, negros, chinos, rusos, españoles.
El precoz escritor devora libros y películas y empieza a vivir la vida como un pequeño sátiro, rodeado de decenas de vecinas de todas las edades y orígenes, que en la cálida y alegre Habana lo inician en las artes del deseo y el amor. De esa devoración pantagruélica de la vida capitalina con sus múltiples entresijos y laberintos surge el material fundamental de su obra literaria. Fiel a La Habana, Cabrera habría de crear ya en el exilio una de las obras más vivas de la literatura continental y sin duda de la lengua, hermana de la picaresca y de la novela de caballería quijotesca.
Cabrera asiste a la Revolución y se decepciona de ella por lo que tras idas y regresos, detenciones y prohibiciones, se queda en el exilio europeo y fija al final residencia permanente en Londres, donde vive con su segunda esposa, la inolvidable Myriam, rodeado de una enorme biblioteca. En la soledad del destierro crea y recrea la vida habanera y en su prosa se reúnen todos los excesos de la literatura cubana, la fuerza rebelde José Martí y los modernistas, el delirio barroco de José Lezama Lima y la poesía de los cultores de la generación de Orígenes. Pero además anida en su prosa el ritmo de las músicas y las danzas tropicales, las truculencias del cine norteamericano y el habla popular de las barriadas.
Su prosa es una delicia y se degusta como mango, mamey o guanábana. Es ágil, sorpresiva y viaja acompañada por las melodías del jazz o las voces de los cantantes y las cantantes de boleros. Cada frase, párrafo o capítulo suyo sigue las sinuosas líneas de los cuerpos semidesnudos y cubiertos del sudor de las hembras de su tiempo, la risa de los jóvenes que caminan por el Malecón y pasan la tarde bajo el sol entre el griterío de los vendedores de referscos o frutas.
Toda su vida en Londres se dedicó a construir la catedral de sus novelas y entre sus naves, arcadas, escaleras, altares y cúpulas se filtran las voces de una vasta cultura universal y erudita y una gracia escritural que lo acerca a los clásicos más divertidos del castellano, Cervantes, Quevedo y Gracián. Y fuera de las horas de su esclaustramiento como lector, cinéfilo y musicópata, su vida estuvo marcada por la conversación con los amigos y la lucha contra la dictadura, el puritanismo y la intolerancia que se impuso en su país en el marco de los conflictos mundiales de la Guerra Fría.
Cabrera Infante, quien obtuvo el Premio Cervantes en 1997, creyó en la Revolución cubana y al inicio trabajó con pasión en medios periodísticos y culturales del gobierno, pero poco a poco fue amordazado por su irreverencia y erotismo. Fue enviado a desempeñar un pequeño cargo diplomático en Europa, pero en uno de sus regresos a la isla fue detenido cuatro meses y censurado y acusado de traidor. Sus obras fueron prohibidas en Cuba, pero circulaban allí clandestinamente, e incluso cuando murió la noticia fue ignorada en los medios oficiales.
Derrotado como todos los exiliados que se rebelaron contra Fidel Castro y la larga hegemonía del Partido Comunista cubano a lo largo de seis décadas, Cabrera Infante resultó victorioso con su obra. Y es probable que algún día, como dijo con humor el gran poeta cubano Gastón Baquero, en los diccionarios en línea se dirá que Castro fue "un oscuro dictador que vivió en una isla del Caribe en tiempos de Lezama Lima", a lo que se agregarían los nombres de Cabrera Infante, Virgilio Piñeira, Dulce Maria Loynaz, Fina García Marruz, Reinaldo Arenas y Severo Sarduy, entre muchos otros. Los gobernantes siempre se han ido al olvido mientras permanecen poetas, músicos y artistas. Desde el más allá Cabrera Infante nos hace reir y gozar porque su literatura es vida, verdad, gozadera y choteo habanero.
* Publicado en La Patria. Domingo 13 de mayo de 2018. Manizales. Colombia