Por Eduardo García Aguilar
En la casa de América Latina de París se presentó en 2007 una exposición de fotografías, documentos y videos de Julio Cortázar, muchos de ellos desconocidos, que se muestran auspiciados por su primera esposa Aurora Bernárdez, albacea suya junto al recién fallecido crítico Saúl Yurkievich. Fotos de infancia, documentos de viajero, objetos personales como una clepsidra o la pipa, fotografías de la vida íntima en todas las etapas de su vida adulta comparten el escenario con videos tomados por él, cuadros, música, cartas y libros protagonizados por París, ciudad que lo albergó gran parte de su vida.
Nació en Bruselas (Bélgica) en 1914, creció desde 1918 en Argentina donde fue maestro en Chivilcoy, Cuyo y Buenos Aires y floreció en la capital francesa, adonde llegó en 1951 y falleció el 12 de febrero de 1984. La primera vez que vi a Julio Cortázar fue en la primavera de 1978, cuando asistimos un grupo de jóvenes estudiantes a un congreso sobre narrativa latinoamericana en Toulouse, en el que participaban Augusto Roa Bastos, Jorge Enrique Adoum, Jacques Gilard y Juan José Saer, entre otros.
Lo que más me impresionó cuando lo vi de cerca y hablé un momento con él, era que su rostro estaba marcado por profundísimas arrugas. Desde lejos el monstruo de la literatura latinoamericana e ídolo nuestro por su maravillosa novela Rayuela y el misterio de sus cuentos, se veía mucho más joven, como un gran adolescente envejecido, alto y enjuto, de cabellera y barba oscuras. Pero al estar junto a él saltaban de inmediato las huellas implacables del tiempo sobre el rostro inconfundible de quien en ese entonces debía estar en sus 63 años. Usaba pantalones informales, zapatos de gamuza, suéter de cuello tortuga y amplias chaquetas impermeables de paleontólogo en invierno.
Lo veíamos después de lejos caminar por el campus de Toulouse le Mirail, al lado de la novelista colombiana Alba Lucía Ángel, que en el Congreso cantaba música rebelde para el público y además parecía tener las preferencias del maestro. Y en París uno podía jugar a encontrarlo en alguna librería, en un mitin de izquierda o caminando por las calles, elevado y desprevenido como uno de su personajes. París había quedado para siempre en Rayuela como la glauca ciudad fría y precaria de los años 50 que vio reinar a jazzistas y existencialistas en las cavas de Saint Germain des Prés y a los artistas latinoamericanos pobres que vivían a salto de mata en hoteles miserables o edificios semiderruidos que no habían sido renovados desde el siglo XIX, como fue el caso de Gabriel García Márquez, Nicolás Guillén o el venezolano Jesús Soto y otros miles que desaparecieron para siempre.
Habría que haber vivido en ese tiempo para entender lo que significaba para la juventud urbana de América Latina la figura de Julio Cortázar. Con él quedaba atrás la entrañable narrativa telúrica de dictadores, señores presidentes y campesinos mitológicos y se abrían las calles y avenidas de las ciudades, con sus enamorados literarios que disertaban de filosofía, oían jazz y vivían pobres entre la humareda de los bares y la calurosa precariedad de las buhardillas del exilio. La famosa Maga, que fue su novia fugaz y hoy cuenta ya anciana desde Inglaterra su aventura con ese hombre raro y torpe, se convirtió en una especie de modelo de muchacha moderna, un poco loca, impredecible, tal vez mucho más sexy en la ficción cortazariana que en la realidad.
En las buhardillas de los años 70 se daban cita los estudiantes o los vagos para leer párrafos o capítulos enteros de Rayuela con una devoción sólo comparable a la que debieron practicar los seguidores del surrealismo medio siglo antes, como si el arte y la ficción fueran la salvación. ¿Quién no se sintió Cronopio o Fama o soñó con los personajes ultramodernos que surgían en sus cuentos o en obras tan extrañas como los Autonautas de la Cosmopista, escrita con una de sus últimas amadas, Carol Dunlop? Además, el viejo Cortázar se había transmutado súbitamente al calor de las revoluciones en boga de un intelectual argentino tímido, erudito, exquisito y muy acicalado, en un verdadero hippie polígamo, un izquierdista que creía en la Revolución cubana y participaba en las fiestas militantes de protesta contra Estados Unidos, la guerra de Vietnam y las genocidas dictaduras militares Latinoamericanas.
Según Vargas Llosa, la transmutación espectacular del exquisito se dio a fines de los años 60, cuando empezó a vivir con la editora lituana Ugné Karvelis, en cuyos brazos la crisálida se habría metamorfoseado. Era un nuevo modelo: no correspondía ya para nada al viejo arquetipo de escritor latinoamericano encorbatado, manso y lento que lagarteaba embajadas y puestos diplomáticos en las antesalas del poder. Y sin ser maldito, permanecía al margen fustigando las injusticias y defendiendo a capa y espada la poesía, los libros y la creación lejos del mercantilismo. Era a los ojos de toda una generación un artista auténtico y fue tal su cristalinidad que lo admiraron por igual sus copartidarios y adversarios políticos como Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, situados al otro extremo ideológico.
Hasta ese entonces había vivido con su primera esposa Aurora Bernárdez, con quien se casó en 1953 y compartió esos primeros años de París y viajes tan importantes como el que realizó a la India. El Cortázar de primavera permanente con el que nos quedamos fue ese hermano mayor que abría y abre todavía las puertas a la verdadera literatura, que no es copia chata de la realidad, como ocurre hoy, sino que la transforma e ilumina.
Ver sus cosas y su álbumes en la Casa de América Latina un febrero taciturno como el que lo vio morir hace 23 años, es un verdadero regalo para quienes lo vimos alguna vez en la vida y para los múltiples cómplices e íntimos suyos que sobreviven en este siglo XXI de aburridos best-sellers, nuevas guerras horribles y escritores mercantiles que no tienen nada de Cronopios ni de Magas.
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(Publicado inicialmente en 2007, a los 23 años de su muerte, en varios medios latinoamericanos.)