lunes, 27 de octubre de 2008

BARRANQUILLA Y PARÍS EN JULIO OLACIREGUI


Por Eduardo García Aguilar

Ahí estaba esa noche de invierno de 1978 junto a la sagrada fuente de Saint Michel, alto, cubierto por una amplia cazadora y la bolsa arhuaca y en su mano el grueso guante de cuero café que me trajo desde Toulouse, donde lo perdi y Jacques Gilard lo encontró. Así conocí a Julio Olaciregui Ospina, nacido en Barranquilla en 1952, novelista, poeta, dramaturgo, bailador de congo, amante de máscaras y cocodrilos, dibujante, filmador escondido, erotómano y lector apasionado de Samuel Beckett, Roland Barthes, Julio Cortázar, Wole Soyinka, Toni Morrison y André Gide, entre otros muchos.

Nos saludamos junto a esa fuente donde el ángel derrota a la serpiente alada con su lanza medieval, ante la mirada de los leones que manan agua turbulenta por su bocas aguerridas. Una placa celebra allí a los franceses y extranjeros que lucharon y murieron por la Liberación de París, entonces invadida por los nazis, a toda esa gente que recobró la esperanza leyendo los inolvidables poemas llenos de aire y amor de Paul Eluard, el autor de Capital del Dolor, un clásico de la posguerra. La primera vez que lo vi Julio estaba ahí y miraba desde las alturas de su estatura africana con mirada de águila, mientras una sílfide alemana nos seguía sigilosamente hacia la rue de Canettes a tomar un vino en el legendario Chez George.

Michel Foucault había dado su curso aquella mañana en el Colegio de Francia y Paul Leauteaud había tosido tres veces rumbo abajo por la rue du Bac, como quien se despeña por los caminos inciertos de la prosa. Todo era tan reciente entonces que de las atarjeas lluviosas caían huevos prehistóricos enormes y alargados como conciertos de jazz de Chet Baker.

Julio Cortázar seguía creciendo día a día, cada vez más joven en el bistró de la esquina de la rue Jacob, así como lo vi en Toulouse, sentado junto a la novelista colombiana Alba Lucía Angel, que vestía jeans, tocaba guitarra y cantaba canciones de protesta. Cortázar tenía la cara surcada de arrugas profundas, pero desde lejos parecía un muchacho alto y enamorado como ahora parecía su tocayo Olaciregui mientras cruzaba la place Saint Sulpice hablándome de que Santiago Mutis Durán le iba a publicar en Colcutura su primer libro, Vestido de Bestia.

¿Vestido de Bestia ? Un libro de historias parisinas donde siempre aparece el personaje africano Café Café con sus escobas en la mañana húmeda de la rue Rambuteau, junto al recién inaugurado Centro Pompidou. Así comenzaba el camino editorial de Olaciregui, quien ya desde antes había trabajado en El Heraldo de Barranquilla y de allí se trasladó a Bogotá como reportero de terreno de El Espectador al lado del infatigable Antonio Morales, husmeando en los juzgados, la morgue y en el sacrosanto Congreso colombiano. Desde ese encuentro Julio ha seguido ejerciendo la literatura como es de verdad: una forma de vivir y respirar. Porque la literatura y las artes en general son para él una forma de vida, una manera de ser amigo, padre, hijo, hermano, tio, escritor, actor, criatura viviente en el planeta tierra, que es « azul como una naranja ». Y más allá, esa literatura que vive, ejerce y medica como brujo y chamán, es para él una forma de explorar, abrir caminos distintos, rebelarse, experimentar, molestar, reir, danzar, jugar con la máscara, seducir y derretir estatuas.

De su imaginación han salido hasta ahora los libros Vestido de Bestia (1978), Los domingos de Charito (1986), Trapos al sol (1991) y la reciente obra río Dionea (2007), donde siempre están presentes las calles de Paris y de Barranquilla, sus dos ciudades Mamá Grande imbricadas en un carnaval literario. Y eso sin contar la vasta obra inédita que está saliendo poco a poco En la línea de Raymond Roussel, Antonin Artaud, Georges Bataille, Roland Topor, Samuel Beckett y Julio Cortázar, en la via de los surrealistas y los exploradores de los sentidos ocultos, Olaciregui ha escrito una de las obras más interesantes y excéntricas de la literatura latinoamericana de su generación, al lado de autores contemporáneos tan notables como el argentino César Aira, el colombiano Roberto Burgos Cantor y el chileno Roberto Bolaño, una literatura que va más allá de los estrechísimos límites de las literaturas parroquiales con bandera, himnos, narco-sicarias revertianas, pistolas y funcionarios de corbatas de funeraria.

Todo comenzó en Barranquilla, la ciudad moderna de la Costa Atlántica situada junto a la desembocadura del río Magdalena, donde nació y creció al calor del Carnaval y la explosión artística de un grupo de maestros mayores compuesto Alvaro Cepeda Samudio, Alejando Obregón, Gabriel García Márquez, Héctor Rojas Herazo, Alfonso Fuenmayor, Rafael Escalona y Germán Vargas, entre otros. La misma Barranquilla del boxeador Kid Pambelé y del cartagenero Joe Arroyo, compañero de generación y delirio, la urbe tropical de los famosos carnavales que él lleva siempre adentro con sus máscaras y su alegre deseo de tomarle el pelo al destino y « mamarle gallo » a la solemnidad y a la propia literatura que los otros convierten en estatua de cartón piedra.

Allí en Barranquilla, trabajando en el periódico y charlando con los novelistas Alberto Duque López, Ramón Illán Bacca y Ramón Molinares Sarmiento, y el filósofo Numas Armando Gil, Olaciregui realizó sus primeras batallas básicas, antes de partir al « extranjero », a Medellín, la capital de la muy católica y puritana Antioquia, a donde todos iban entonces a hacer la Universidad y en donde conoció al novelista y periodista Juan José Hoyos, otro de su cómplices de formación.

Al final París lo conquistaría y sacaría de su patria inicial hace ya tres décadas, para introducirlo a los campos magnéticos de sus calles y a los salones de clase de la Facultad de Letras de la Sorbona Nueva. A la ciudad luz es fiel como un voyerista de imágenes, ideas y sensaciones que marcan poco a poco sus libros, hermanados en el surrealismo y el infrarrealismo con Najda de André Breton y Watt de Samuel Becket, ese otro « extranjero » de París que nutre su pulsión creativa. Porque en Julio Olaciregui todo es posible y en especial la hermandad gemela entre el puerto colombiano sobre el Magdalena y el puerto francés junto al Sena.