Por Eduardo García Aguilar
Los militares están por todas partes en Tumaco, puerto pesquero del Pacífico sur colombiano, cerca de la frontera con Ecuador, donde antes vivió la civilización prehispánica de los Tumacos (700 ac-1500 dc), que tendría probablemente sus orígenes lejanos en la cultura Olmeca mexicana. San Andrés Tumaco es habitado desde hace medio milenio por una mayoritaria población afrodescendiente que con serenidad y alegría se enfrenta a un conflicto entre guerrilleros, narcotraficantes, ejército, y paramilitares de las sanguinarias Aguilas Negras y Los Rastrojos.
Un enérgico y musculado gorila colombiano ingresa a la cafetería del aeropuerto custodiado por tres soldados que esgrimen armas mirando a uno y otro lado, mientras el militar conversa con su novia y la mira maquillarse enamorado antes de subir al avión. Todos los militares y los mercenarios tienen bellas novias. Son atléticos, ágiles, seguros, corteses. Son los nuevos dioses de una sociedad en guerra permanente, en una zona marítima llena de esteros y manglares de donde salen los cargamentos de cocaína hacia otros lugares del mundo. Estamos en el reino de los Rambos. Dentro de una película de Hollywood. Palpamos la nueva fiebre del oro. Pululan los negocios de compra y venta de oro y joyas.
Por todas partes hay avisos ofreciendo “magníficas recompensas” a quienes denuncien a “narcotraficantes y terroristas”. Pero la música del reguetón, el currulao, el merengue y la salsa sigue sonando desde los altavoces. En el mesón de don Chucho Ricaurte todo el día suena la salsa. Y a las múltiples escuelas acuden miles y miles de estudiantes orientados por los valerosos maestros, reyes del bien en Tumaco y guías de la sociedad en medio de esta guerra sin fin.
Los militares colombianos y estadounidenses , que tienen una enorme base naval en la costa en el marco de la lucha contra “el narcotráfico y el terrorismo” del Plan Colombia son los reyes de la ciudad y las bellas muchachas los admiran y los sueñan mientras van y vienen los helicópteros y los aviones que fumigan para exterminar el cultivo de hoja de coca, devastando el campo y obligando a los campesinos a desplazarse en la miseria hacia otros lugares. Por los ríos que cruzan las veredas bajan con frecuencia cantidades de cadáveres.
“No me explico cómo es que hay tantos muertos aquí si esto está lleno de militares. No sé lo que hacen. Donde está pues la labor de inteligencia para prevenir”, dice una mujer, sugiriendo extrañas complicidades entre militares y paramilitares. Desde hace quince días reina una calma que sorprende a los habitantes del lugar. Los arreglos de cuentas en la calle, la acción implacable de los sicarios en las tabernas se ha detenido por un instante, pero todos saben que tarde o temprano se reanudará. La parca esta tomándose un corto respiro después de tanta matanza.
“Es impresionante la mirada de los asesinos cuando disparan sorpresivamente al lado de uno en un bar o en la calle”, dice un hombre. Una maestra cuenta cuando los guerrilleros llegaron a su pueblo de Barbacoas, no lejos de allí, en busca de supuestos “sapos” del ejército. Reunieron a toda la población en la plaza y mataron a cinco conocidas personas y a otras las conminaron a huir so pena de muerte. Alguien quiso ver a su amigo maestro recién fusilado, pero los guerrilleros se lo impidieron. “Váyase, es inútil, ya esta está muerto. Ahora el pueblo estará tranquilo. Ya han muerto los sapos”, dijo un dirigente guerrillero, relata la mujer.
Las motocicletas de alto y bajo cilindraje se suceden las calles agitadas de esta isla ciudad rodeada de barrios llenos de palafitos. Las calles centrales están tupidas de prósperos comercios de ropa, electrodomésticos, supermercados, bares, restaurantes Pico Rico, sitios de Dunkin Donuts, siempre llenos de gente. Hay sitios de internet, locales telefónicos , venta de minutos en celular. Todos usan celulares. Pobres y ricos. Chicos y grandes.
Hay abundancia, el dinero circula a manos llenas, la fiesta es permanente, pero a la vez reina la pobreza. Unos campesinos hacen cola en el Banco Agrario en espera que les den la ayuda mensual de unos de 25 dólares del programa Familias en Acción. Pero no ha llegado el dinero. Y gritan famélicos ante el paso de los forasteros: “¡Hay hambre en Tumaco!”.
Las espigadas muchachas de cuerpos sanos bronceados y prendas ceñidas cruzan coquetamente devoradas por la lascivia masculina. La alegría de los escolares suena por todas partes. La guerra no impide que vayan a la escuela, aunque a muchos tratan de reclutarlos los “paracos” o la guerrilla y debe huir para siempre. En un parque de donde salió el gran futbolista Wellington Ortiz, los chicos hacen deporte emulándolo y las chicas practican el baile currulao.
En la playa El Morro, cerca de la base naval, los retenes se suceden y en el Hotel Barranquilla soldados armados vigilan la tranquilidad de los enviados y asesores estadounidenses que se hospedan allí en ese pedazo de paraíso frente a la playa. El atardecer nublado deja entrever la rojizas franjas de sol crepuscular. Y el viento excepcionalmente frío a causa de los cambios climáticos provocados por el fenómeno de “la Niña” circula entre los bares playeros donde suena la estridente música tropical. Para llegar allí se pasa por un retén militar que vigila el este enorme complejo donde residen miles y miles de militares.
Reinan los militares, van y vienen los vehículos de Naciones Unidas y en los hoteles trabajan los predicadores del comercio, la microempresa y la política local. Pero nada es igual al oasis salsero de don Chucho Ricaurte. Mientras unos temibles “paracos” beben con estridencia y arrogancia y piden vallenatos, el viejo rumbero dice firme: ”No señores. Aquí sólo ponemos salsa. Prohibido el merengue y el vallenato”. Pero los asesinos están de buen humor. Terminan sus cervezas y se van.
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Los militares están por todas partes en Tumaco, puerto pesquero del Pacífico sur colombiano, cerca de la frontera con Ecuador, donde antes vivió la civilización prehispánica de los Tumacos (700 ac-1500 dc), que tendría probablemente sus orígenes lejanos en la cultura Olmeca mexicana. San Andrés Tumaco es habitado desde hace medio milenio por una mayoritaria población afrodescendiente que con serenidad y alegría se enfrenta a un conflicto entre guerrilleros, narcotraficantes, ejército, y paramilitares de las sanguinarias Aguilas Negras y Los Rastrojos.
Un enérgico y musculado gorila colombiano ingresa a la cafetería del aeropuerto custodiado por tres soldados que esgrimen armas mirando a uno y otro lado, mientras el militar conversa con su novia y la mira maquillarse enamorado antes de subir al avión. Todos los militares y los mercenarios tienen bellas novias. Son atléticos, ágiles, seguros, corteses. Son los nuevos dioses de una sociedad en guerra permanente, en una zona marítima llena de esteros y manglares de donde salen los cargamentos de cocaína hacia otros lugares del mundo. Estamos en el reino de los Rambos. Dentro de una película de Hollywood. Palpamos la nueva fiebre del oro. Pululan los negocios de compra y venta de oro y joyas.
Por todas partes hay avisos ofreciendo “magníficas recompensas” a quienes denuncien a “narcotraficantes y terroristas”. Pero la música del reguetón, el currulao, el merengue y la salsa sigue sonando desde los altavoces. En el mesón de don Chucho Ricaurte todo el día suena la salsa. Y a las múltiples escuelas acuden miles y miles de estudiantes orientados por los valerosos maestros, reyes del bien en Tumaco y guías de la sociedad en medio de esta guerra sin fin.
Los militares colombianos y estadounidenses , que tienen una enorme base naval en la costa en el marco de la lucha contra “el narcotráfico y el terrorismo” del Plan Colombia son los reyes de la ciudad y las bellas muchachas los admiran y los sueñan mientras van y vienen los helicópteros y los aviones que fumigan para exterminar el cultivo de hoja de coca, devastando el campo y obligando a los campesinos a desplazarse en la miseria hacia otros lugares. Por los ríos que cruzan las veredas bajan con frecuencia cantidades de cadáveres.
“No me explico cómo es que hay tantos muertos aquí si esto está lleno de militares. No sé lo que hacen. Donde está pues la labor de inteligencia para prevenir”, dice una mujer, sugiriendo extrañas complicidades entre militares y paramilitares. Desde hace quince días reina una calma que sorprende a los habitantes del lugar. Los arreglos de cuentas en la calle, la acción implacable de los sicarios en las tabernas se ha detenido por un instante, pero todos saben que tarde o temprano se reanudará. La parca esta tomándose un corto respiro después de tanta matanza.
“Es impresionante la mirada de los asesinos cuando disparan sorpresivamente al lado de uno en un bar o en la calle”, dice un hombre. Una maestra cuenta cuando los guerrilleros llegaron a su pueblo de Barbacoas, no lejos de allí, en busca de supuestos “sapos” del ejército. Reunieron a toda la población en la plaza y mataron a cinco conocidas personas y a otras las conminaron a huir so pena de muerte. Alguien quiso ver a su amigo maestro recién fusilado, pero los guerrilleros se lo impidieron. “Váyase, es inútil, ya esta está muerto. Ahora el pueblo estará tranquilo. Ya han muerto los sapos”, dijo un dirigente guerrillero, relata la mujer.
Las motocicletas de alto y bajo cilindraje se suceden las calles agitadas de esta isla ciudad rodeada de barrios llenos de palafitos. Las calles centrales están tupidas de prósperos comercios de ropa, electrodomésticos, supermercados, bares, restaurantes Pico Rico, sitios de Dunkin Donuts, siempre llenos de gente. Hay sitios de internet, locales telefónicos , venta de minutos en celular. Todos usan celulares. Pobres y ricos. Chicos y grandes.
Hay abundancia, el dinero circula a manos llenas, la fiesta es permanente, pero a la vez reina la pobreza. Unos campesinos hacen cola en el Banco Agrario en espera que les den la ayuda mensual de unos de 25 dólares del programa Familias en Acción. Pero no ha llegado el dinero. Y gritan famélicos ante el paso de los forasteros: “¡Hay hambre en Tumaco!”.
Las espigadas muchachas de cuerpos sanos bronceados y prendas ceñidas cruzan coquetamente devoradas por la lascivia masculina. La alegría de los escolares suena por todas partes. La guerra no impide que vayan a la escuela, aunque a muchos tratan de reclutarlos los “paracos” o la guerrilla y debe huir para siempre. En un parque de donde salió el gran futbolista Wellington Ortiz, los chicos hacen deporte emulándolo y las chicas practican el baile currulao.
En la playa El Morro, cerca de la base naval, los retenes se suceden y en el Hotel Barranquilla soldados armados vigilan la tranquilidad de los enviados y asesores estadounidenses que se hospedan allí en ese pedazo de paraíso frente a la playa. El atardecer nublado deja entrever la rojizas franjas de sol crepuscular. Y el viento excepcionalmente frío a causa de los cambios climáticos provocados por el fenómeno de “la Niña” circula entre los bares playeros donde suena la estridente música tropical. Para llegar allí se pasa por un retén militar que vigila el este enorme complejo donde residen miles y miles de militares.
Reinan los militares, van y vienen los vehículos de Naciones Unidas y en los hoteles trabajan los predicadores del comercio, la microempresa y la política local. Pero nada es igual al oasis salsero de don Chucho Ricaurte. Mientras unos temibles “paracos” beben con estridencia y arrogancia y piden vallenatos, el viejo rumbero dice firme: ”No señores. Aquí sólo ponemos salsa. Prohibido el merengue y el vallenato”. Pero los asesinos están de buen humor. Terminan sus cervezas y se van.
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Publicado en el diario Excélsior de México. Domingo 7 de noviembre de 2010.