Por Eduardo García Aguilar
El ruido de Bogotá se oía a lo lejos, mientras seguíamos en un auto al camión del trasteo que, veinte metros adelante, expelía nubes de contaminación. El viaje había sido larguísimo. Desde antes el chofer y papá habían coordinado el acomodo de todas las cosas, por lo que al amanecer tras desayunar por última vez en la casa de la carrera 19 en la vieja Manizales, subimos raudos por la carretera hacia el páramo de Letras en medio de la niebla y la llovizna y poco a poco, fuimos llegando hasta la cima, donde nos paramos a comer chorizos con arepa y a tomar chocolate con queso fresco del páramo.
Papá Alvaro estaba contento y decía por fin adiós a esa ciudad donde se refugió de la Violencia en 1946 y que ahora dejaba para siempre. Era un día muy especial, el comienzo de una aventura y el fin de una historia larguísima iniciada en 1913, cuando nació en Marquetalia, en el oriente de Caldas, en tiempos que parecían lejanos como de otro siglo profundo, metido en los aires de la colonia española. Yo lo vi sonreir, con esa extraña satisfacción un poco delirante de quien da un paso definitivo y deja atrás la ciudad sin convertirse en estatua de sal.
No es fácil dar un giro en la vida a los 58 años, cuando por lo regular la gente se acomoda donde está y ya no tiene energía para dar un salto al vacío. Yo estaba orgulloso de él, pues había osado el cambio en cierta forma para seguirme a mí --o al menos ese era el pretexto de una decisión que siempre tuvo pendiente en su vida--, pues empezaba mis estudios de sociología en la Universidad Nacional de Colombia y para reencontrarse en familia con mi hermano Humberto, que estudiaba derecho desde hacía unos años en la Gran Colombia.
Había comprado casa en Bogotá cerca a la Universidad, una casa grande, moderna, de dos pisos, amplia sala, vivero, cuartos, y luz por todos los lados. Hacia allí íbamos ahora todos, mamá, papá, mi hermana, la perra collie, yo. Nos esperaba allá mi hermano mayor a quien escuchábamos en Manizales por radio Santa Fe, donde también trabajaba como joven locutor y periodista, y ahora todo parecía comenzar de nuevo en este viaje peligroso y emocionante a la vez, signado por el éxodo en el sentido más exacto de la palabra.
La verdad es que Manizales era mi ciudad y la de mi hermana, pues ahí habíamos nacido y crecido, pero no para ellos, que la consideraron una ciudad de paso, una escala en el camino hacia Bogotá. Manizales era una ciudad muy católica dominada por la Catedral enorme y negra como un animal antediluviano, con curas de negras y largas sotanas y arzobispos locos que lanzaban diatribas y trataban de controlar la vida de su habitantes cuidándolos del demonio del sexo, el liberalismo y el comunismo. Pero también una ciudad agradable para vivir donde educaron a sus hijos y los vieron crecer bien en medio de ese aire fresco de la cordillera.
Papá era un liberal ateo con amigos de izquierda e irse a Bogotá, a donde iba desde siempre varias veces al año, era mejor que seguir allí en esa ciudad que a veces asfixiaba y donde había concluido una etapa de su vida. La capital era su ciudad, con el gentío por la carreras séptima y décima y la Avenida Caracas, agitada siempre, entre el bullicio del pueblo y los carteristas y los vendedores ambulantes y la humareda interior en los cafés El Pasaje, El Automático y Saint Moritz, donde solía charlar de política con sus amigos liberales, ateos, poetas arruinados y comunistas.
Después nos adelantamos al camión y empezamos a bajar hacia la tierra caliente, pasamos por Padua y llegamos a Mariquita, donde compramos el delicioso pan que hacían allí, oloroso a mantequilla, y hacia el mediodía ya estábamos a orillas del Magdalena, en un restaurante de Honda al aire libre, almorzando en familia viudo de pescado. Subimos hacia la capital, lentamente, por esa carretera de la cordillera y llegamos hacia el crepúsculo a instalarnos en la casa donde los trabajadores ya subían los corotos.
Bogotá era una urbe caótica, llena de inmigrantes de todo el país, el crisol de un país centralista donde pasaban todas las cosas. Había dos grandes periódicos que funcionaban y era una delicia leer sus columnistas cultos y los suplementos literarios para enterarse de un país que parecía tener rumbo antes de que apareciera el monumental narcotráfico. El Congreso de la República estaba compuesto por técnicos, oradores, políticos profesionales, hombres de letras, viejos caciques autodidactas de la vieja guardia y para estar allí se exigía un mínimo nivel y algunos principios políticos coherentes. Los presidentes eran hombres cultos, estadistas, guiados por ideas y no sólo por emociones primarias. En el centro se vivía la agitación diaria de las urbes en la séptima, la décima, la Caracas y había grandes librerías como la Buchholz, Lerner o la Nacional.
Ya habían emergido el Planetario Distrital, la biblioteca Luis Angel Arango y el Museo del Oro y los Museos eran joyas imprescindibles. En la Avenida 19 reinaba la agitación en la Alianza Francesa y en los cafés de esa cuadra se daban cita los periodistas de radio que después se convirtieron en leyendas. La Universidad Nacional, a donde ingresé poco después, vivía aires de libertad y en las carreras de Ciencias Humanas el nivel era alto en esos tiempos de reflexión política continental y nacional, bajo el reino del naciente boom de la literatura latinoamericana cuando Pablo Neruda, Miguel Angel Asturias y Juan Rulfo estaban todavía vivos. León de Greiff y Luis Vidales todavía caminaban por la séptima y en la noche nos reuníamos siempre en las librerías, como esa inolvidable Torre de Babel, no lejos del Parque Santander. Colombia estaba mal como siempre lo ha estado, pero nunca imaginó que le iba a ir mucho peor.
Todas estás imágenes de una Colombia lejana color sepia me asaltan ahora cuando pienso en la pobreza del debate nacional que reinó estos ocho años interminables de macartismo, centrado en un patriarca abusivo que la Corte obliga a irse aunque no quisiera, animado por sus indignos y corruptos áulicos que son la vergüenza de una Colombia más grande y digna que su infamia. Por fortuna reinan nuevos aires democráticos y las palabras Constitución y Ley tienen sentido como nos enseñaron los maestros de escuela hace tanto tiempo. Recordar a los viejos y a esa Colombia en trasteo permanente, es un pequeño homenaje a este nuevo rumbo que inicia el país si no se lo impiden los tramposos.
El ruido de Bogotá se oía a lo lejos, mientras seguíamos en un auto al camión del trasteo que, veinte metros adelante, expelía nubes de contaminación. El viaje había sido larguísimo. Desde antes el chofer y papá habían coordinado el acomodo de todas las cosas, por lo que al amanecer tras desayunar por última vez en la casa de la carrera 19 en la vieja Manizales, subimos raudos por la carretera hacia el páramo de Letras en medio de la niebla y la llovizna y poco a poco, fuimos llegando hasta la cima, donde nos paramos a comer chorizos con arepa y a tomar chocolate con queso fresco del páramo.
Papá Alvaro estaba contento y decía por fin adiós a esa ciudad donde se refugió de la Violencia en 1946 y que ahora dejaba para siempre. Era un día muy especial, el comienzo de una aventura y el fin de una historia larguísima iniciada en 1913, cuando nació en Marquetalia, en el oriente de Caldas, en tiempos que parecían lejanos como de otro siglo profundo, metido en los aires de la colonia española. Yo lo vi sonreir, con esa extraña satisfacción un poco delirante de quien da un paso definitivo y deja atrás la ciudad sin convertirse en estatua de sal.
No es fácil dar un giro en la vida a los 58 años, cuando por lo regular la gente se acomoda donde está y ya no tiene energía para dar un salto al vacío. Yo estaba orgulloso de él, pues había osado el cambio en cierta forma para seguirme a mí --o al menos ese era el pretexto de una decisión que siempre tuvo pendiente en su vida--, pues empezaba mis estudios de sociología en la Universidad Nacional de Colombia y para reencontrarse en familia con mi hermano Humberto, que estudiaba derecho desde hacía unos años en la Gran Colombia.
Había comprado casa en Bogotá cerca a la Universidad, una casa grande, moderna, de dos pisos, amplia sala, vivero, cuartos, y luz por todos los lados. Hacia allí íbamos ahora todos, mamá, papá, mi hermana, la perra collie, yo. Nos esperaba allá mi hermano mayor a quien escuchábamos en Manizales por radio Santa Fe, donde también trabajaba como joven locutor y periodista, y ahora todo parecía comenzar de nuevo en este viaje peligroso y emocionante a la vez, signado por el éxodo en el sentido más exacto de la palabra.
La verdad es que Manizales era mi ciudad y la de mi hermana, pues ahí habíamos nacido y crecido, pero no para ellos, que la consideraron una ciudad de paso, una escala en el camino hacia Bogotá. Manizales era una ciudad muy católica dominada por la Catedral enorme y negra como un animal antediluviano, con curas de negras y largas sotanas y arzobispos locos que lanzaban diatribas y trataban de controlar la vida de su habitantes cuidándolos del demonio del sexo, el liberalismo y el comunismo. Pero también una ciudad agradable para vivir donde educaron a sus hijos y los vieron crecer bien en medio de ese aire fresco de la cordillera.
Papá era un liberal ateo con amigos de izquierda e irse a Bogotá, a donde iba desde siempre varias veces al año, era mejor que seguir allí en esa ciudad que a veces asfixiaba y donde había concluido una etapa de su vida. La capital era su ciudad, con el gentío por la carreras séptima y décima y la Avenida Caracas, agitada siempre, entre el bullicio del pueblo y los carteristas y los vendedores ambulantes y la humareda interior en los cafés El Pasaje, El Automático y Saint Moritz, donde solía charlar de política con sus amigos liberales, ateos, poetas arruinados y comunistas.
Después nos adelantamos al camión y empezamos a bajar hacia la tierra caliente, pasamos por Padua y llegamos a Mariquita, donde compramos el delicioso pan que hacían allí, oloroso a mantequilla, y hacia el mediodía ya estábamos a orillas del Magdalena, en un restaurante de Honda al aire libre, almorzando en familia viudo de pescado. Subimos hacia la capital, lentamente, por esa carretera de la cordillera y llegamos hacia el crepúsculo a instalarnos en la casa donde los trabajadores ya subían los corotos.
Bogotá era una urbe caótica, llena de inmigrantes de todo el país, el crisol de un país centralista donde pasaban todas las cosas. Había dos grandes periódicos que funcionaban y era una delicia leer sus columnistas cultos y los suplementos literarios para enterarse de un país que parecía tener rumbo antes de que apareciera el monumental narcotráfico. El Congreso de la República estaba compuesto por técnicos, oradores, políticos profesionales, hombres de letras, viejos caciques autodidactas de la vieja guardia y para estar allí se exigía un mínimo nivel y algunos principios políticos coherentes. Los presidentes eran hombres cultos, estadistas, guiados por ideas y no sólo por emociones primarias. En el centro se vivía la agitación diaria de las urbes en la séptima, la décima, la Caracas y había grandes librerías como la Buchholz, Lerner o la Nacional.
Ya habían emergido el Planetario Distrital, la biblioteca Luis Angel Arango y el Museo del Oro y los Museos eran joyas imprescindibles. En la Avenida 19 reinaba la agitación en la Alianza Francesa y en los cafés de esa cuadra se daban cita los periodistas de radio que después se convirtieron en leyendas. La Universidad Nacional, a donde ingresé poco después, vivía aires de libertad y en las carreras de Ciencias Humanas el nivel era alto en esos tiempos de reflexión política continental y nacional, bajo el reino del naciente boom de la literatura latinoamericana cuando Pablo Neruda, Miguel Angel Asturias y Juan Rulfo estaban todavía vivos. León de Greiff y Luis Vidales todavía caminaban por la séptima y en la noche nos reuníamos siempre en las librerías, como esa inolvidable Torre de Babel, no lejos del Parque Santander. Colombia estaba mal como siempre lo ha estado, pero nunca imaginó que le iba a ir mucho peor.
Todas estás imágenes de una Colombia lejana color sepia me asaltan ahora cuando pienso en la pobreza del debate nacional que reinó estos ocho años interminables de macartismo, centrado en un patriarca abusivo que la Corte obliga a irse aunque no quisiera, animado por sus indignos y corruptos áulicos que son la vergüenza de una Colombia más grande y digna que su infamia. Por fortuna reinan nuevos aires democráticos y las palabras Constitución y Ley tienen sentido como nos enseñaron los maestros de escuela hace tanto tiempo. Recordar a los viejos y a esa Colombia en trasteo permanente, es un pequeño homenaje a este nuevo rumbo que inicia el país si no se lo impiden los tramposos.