Por Eduardo García Aguilar
Cuando uno entra a la casa de un
viejo e inveterado amigo intelectual amante de los libros y observa todas las
paredes repletas de volúmenes en medio de un olor a incunables, mientras los
espacios vitales se reducen a lo mínimo, sentimos de repente que la era de
Gutemberg y los libros ha terminado para siempre.
El raro espécimen humanista libresco es ya
una reliquia del pasado que agoniza lentamente en este siglo XXI lleno de
imágenes y sonidos, donde gracias a la digitalización todos los libros de las
bibliotecas del mundo pueden estar en la memoria de un ordenador al alcance de
la mano.
Basta interrogar a los motores de búsqueda para
que el inaccesible incunable que está al otro lado del planeta aparezca en
pantalla para goce del investigador o el lector enfermizo que aúlla en busca de
sus autores queridos. Podrá consultarlo y si es del caso imprimirlo o pasarlo a
un lector portátil junto a otros miles de libros de su gusto. ¿Entonces para
qué esas enormes bibliotecas que estorban a los otros, siempre amenazadas
por las polillas o el desastre de una inundación o la irrupción de la humedad y
los hongos?
Ya se avizoraba ese destino final de las
bibliotecas personales cuando al visitar las librerías de viejo de las grandes
ciudades observaba como iban llegando allí las bibliotecas de los viejos
humanistas hijos del modernismo de Rubén Darío, feriados a precios irrisorios
por sus descendientes calaveras, ávidos a su muerte de expulsar de casa los
libros del difunto.
Porque las bibliotecas, las librerías y los
libros se han vuelto un estorbo para las amplias mayorías adoradoras del fútbol
omnisciente y omnipresente, razón por la cual una tras otra cierran las
editoriales y quiebran las viejas liberías independientes, animadas por ilusos
amantes de eso que en otros tiempos daba brillo y se llamaba cultura.
Un día vi llorar en un aeropuerto a un
gran librero que conocí en mi adolescencia y cuya librería frente al Teatro
Cumanday era un paraíso para quienes amábamos las letras sin saber que
pertenecíamos a una especie en vías de extinción.
El hombre me reconoció y en ese espacio corto
que propician los aeropuertos me dio a entender el dolor de saber que su
librería terminaba para siempre porque ninguno de sus descendientes estaba
interesado en continuarla. Y entonces supe que aunque nos separaban tres décadas,
pertenecíamos a la misma estirpe y quise también llorar con él, a sabiendas que
ya nada podía hacer por su soledad y su mundo desaparecido.
A lo largo de la primera década del siglo
XX el libro reinó en todo el mundo como un signo de engrandecimiento de la
personalidad y fueron muchos los humanistas, autodidactas o no, que separaban
en sus viviendas un espacio para su biblioteca personal, donde siempre había un
busto de Cervantes, Shakespeare o Dante, o una escultura de El Quijote con su
adarga altiva, acompañado del terrenal Sancho.
Todas las familias del mundo contaron con uno de
esos personajes que eran respetados como representantes del letrado, el
escribano, el sabio, el Confucio de la casa, cuya pasión por los libros y el
pasado era garantía de conservación de la especie en su mejor producto
milenario, el humanista adorador de palabras e ideas.
Las ciudades y los países los preservaban
y les daban su lugar, como fue el caso de Paul Valery, Jorge Luis Borges o
Alfonso Reyes. Incluso los economistas de ese tiempo eran letrados, como fue el
caso del ahora resucitado John Manyard Keynes
Las élites políticas de algunos países
estaban entonces compuestas aún por esos personajes que solían ser elocuentes y
se inspiraban en los clásicos para gobernar países ingobernables, por lo que a
veces sólo fueron testigos líricos del desastre, como Marco Fidel Suárez o
Belisario Betancur en Colombia. Eran versiones de ese emperador Adriano, cuyas
memorias ficticias escribió dos milenios después la extraordinaria Marguerite
Yourcenar o de esos príncipes ilustrados que actuaban de mecenas y protegían
las artes y las letras.
Así como en la antigüedad el hombre
ilustrado se reconocía porque siempre llevaba un pergamino en la mano, el
extinto humanista del siglo XX se fotografiaba junto a las estanterías de su
biblioteca y la foto que más amaba era aquella en la que se le veía hojeando un
libro.
Los hijos de Leonardo da Vinci y Erasmo, los
herederos de de Montaigne y Voltaire, construyeron todos su pequeña torre de
babel llena de libros, y nosotros, los últimos de la estirpe sin cola de cerdo,
ilusos también, cargamos o abandonamos bibliotecas con las que soñamos de
manera recurrente.
En una ciudad como París los libros se
ferian en las librerías de ocasión a precios irrisorios o se botan a la basura
y no es difícl encontrar en el suelo algún incunable o algún bello libro del
editor Franco Maria Ricci, que hace un lustro costaba 200 euros, subastado a
dos euros para los últimos amantes de bellas ediciones de lujo. E incluso así
no hallará compradores.
El día de mi cumpleaños llegué a casa con una
batería de esos libros bellos y pesados, aun envueltos en papel celofán,
intactos, publicados por el mejor y más exquisito editor contemporáneo. Y aquí
los tengo al lado, los hojeo, palpo al variedad de sus papeles de lujo o me
asombro por la perfección de sus reproducciones y los tipos de letra. Y de
repente comprendo que una era ha terminado y que el sueño de ser gran editor y
crear libros para bibliófilos es algo tan antiguo como la búsqueda de la
gloria, las pirámides de Egipto o la Biblioteca de Alejandría.